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Costa a costa

El espíritu de Iñaki De Miguel

En 1999 la palabra semifinales hacía mucho que no aparecía en el diccionario de la selección española de baloncesto. Hasta que Iñaki De Miguel la rescató

En 1999 todo era distinto. Si un explorador del futuro, adicto a reventar acontecimientos deportivos a base de spoilers, nos hubiese soplado que íbamos a ser campeones del Mundo, dobles campeones de Europa y dobles subcampeones Olímpicos en un trayecto de 15 años, probablemente hubiésemos pedido lo mismo que aquel tipo tipo de extrañas y brillantes vestimentas en el bareto más cercano.

Pero así ha sido. Un camino de tres lustros repleto de grandes momentos, y alguna que otra decepción -unas más esperadas que otras- que nos han llevado a ser una potencia mundial y leyendas de este deporte, al menos en ese ámbito tan poco delimitado que se hace llamar baloncesto FIBA.

Aunque no siempre fue así. En 1999 la palabra semifinales hacía mucho que no aparecía en nuestro diccionario. Combatíamos con gente honrada, pero limitada a más no poder, y vivíamos siempre de la inspiración de Alberto Herreros, ese tipo de ojeras que ahora ha diseñado un equipo bastante majo en el Real Madrid. Soñábamos y temíamos a las figuras yugoslavas de la década. Nos daban pavor los griegos y sus malas artes, y no queríamos saber nada de esos italianos que tan bien competían. Pero ante todo, venerábamos y envidiábamos la figura de Arvydas Sabonis. Sabas era un poco nuestro, le habíamos visto resucitar hace unos años en España y ahora lo seguíamos con devoción en la NBA. Éramos conscientes de que un mito había vivido en nuestro barrio, y aunque hacía años que se había mudado al barrio de los ricos, nos seguía cayendo simpático, a pesar de que sabíamos que si nos tocaba jugar contra él, no iba a tener ni un poco de piedad en ese enorme e interminable cuerpo.

En 1999 la resurrección de Sabonis quedaba algo lejana, pero la nuestra acababa de materializarse. Los franceses de Rigaudeau, Bilba y compañía, nos habían hecho deshacer las maletas después de ganar a Eslovenia en un partido que no se jugaban nada, cuando ya estábamos con los billetes del avión en la mano. Tocaba viajar a París y jugar los cuartos de final contra una selección de Lituania que sonaba de maravilla: Jasikevicius, Stombergas, Karnisovas, Maskoliunas y Sabonis. El gran Sabonis.

Los cuartos de final se habían convertido en nuestro habitual fin de viaje durante los noventa, y ese año parecía que no íbamos a deshonrar tan gloriosa tradición. Además, los bálticos llegaban al cruce como una moto, con un Sabonis en plan estelar (25 puntos y 13 rebotes en el último partido de la segunda fase para derrotar a Italia) y dispuestos a no dejar prisioneros en su camino hacia el oro y los Juegos Olímpicos de Sydney.

Mucho se habló -por aquel entonces sí se hablaba de baloncesto en los medios, querido lector menor de 20 años- de la defensa del Gran Zar aquella noche del 1 de julio. Por peso y características, el enorme Roberto Dueñas era su pareja de baile natural. Sin embargo, hay quien abogaba por una zona o una defensa doble, soluciones que en el mejor de los casos solo podrían considerarse recursos puntuales.

Pero Lolo Sáinz tenía otro plan. El seleccionador quería que Sabonis bajase al barro y se peleara con los mortales, y pensó en el madrileño Iñaki de Miguel, un pívot de rotación desprovisto de un gran talento, pero que había paseado su garra durante una década en las zonas ACB en las filas de Estudiantes. El cambio de asignación resultó una sorpresa generalizada, tanto para los lituanos, como para la prensa y aficionados españoles. Una sorpresa que mareó a Sabonis, muy incómodo ante la velocidad y agresividad del español. El shock de que un tipo quince centímetros más bajo que tú apenas te deje tocar bola se apoderó de Sabas -¡acabó con 3 puntos el partido!- que protestaba todo y a todos, incluso a sus compañeros. El partido avanzaba y con el gigante fuera de juego, las opciones de España iban creciendo, hasta terminar de creérselo del todo a cinco minutos del final del partido. Herreros masacraba el aro báltico y, pese al empuje de un joven Jasikevicius desde el triple (puso un peligroso 69-70 a pocos segundos del final), España por una vez en los noventa no falló y nos llevó a jugar contra Francia en semifinales, una cita que resultó la ocasión perfecta para agradecerle el favor de la segunda fase.

A nuestro modo, claro.

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