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Costa a costa

Final NCAA´94: cuando todos quisimos ser Scotty Thurman

«Shot heard ‘round Arkansas». Así pasó a la inmortalidad el lanzamiento de Scotty Thurman, un triple que daría uno de los títulos más legendarios de la historia de la NCAA.

Redención. No se respiraba otro sentimiento en la atmósfera del flamante Bud Walton Arena, inaugurado al comenzar la temporada y territorio inexpugnable durante los dieciséis partidos de la primera fase del campeonato de la NCAA de 1994. Dieciséis victorias y ni una sola derrota para un equipo que soñaba con su particular tierra prometida.

Redención y un objetivo. Regresar a una Final Four y redimirse de la derrota  ante Duke en las semifinales de cuatro años antes. O la de hace dos años ante Memphis en segunda ronda. O la de hace justo un año frente a Carolina del Norte en el Elite Eight, ya con Corliss Williamson ejerciendo de estrella en los Razorbacks.

Demasiado dolor. Demasiadas decepciones para una Universidad que había puesto en marcha un modélico programa deportivo, añorando el ya lejano título de 1964 del equipo de fútbol y que empezaba a recoger los frutos en aquella temporada en el que todo el que acudía al fuerte del Bud Walton tenía la sensación de que esta vez sí, de que era el momento de ajustar cuentas, de pasar página y colocar de una vez por todas a la ciudad de Arkansas en el mapa deportivo norteamericano.

Comenzaron las series finales, el bendito March Madness y la fiebre por el equipo de baloncesto no hizo sino aumentar. North Carolina A & T, Georgetown, Tulsa, y por último la Michigan de Steve Fisher en la final del torneo regional. Todos y cada uno de ellos terminaron por rendirse a la evidencia. Ese equipo había madurado y Coach Richardson había dado por fin con la tecla adecuada, concluyendo la sinfonía iniciada nueve años antes. Los Razorbacks de Arkansas volvían a una Final Four cuatro años después y el sueño se tornaba realidad. El campeonato quedaba a solo dos partidos de distancia. Tan cerca, y sin embargo, todo un mundo.

En las semifinales aguardaba el imponente equipo de Arizona. En él destacaba Khalid Reeves, un escolta de esos de gatillo fácil, que haría una floja carrera en la NBA. También estaba Ray Owes, un cuatro que se hartaría de viajar por todo el mundo, en especial por Oceanía. Y sobre todo, y ante todo, estaba Damon. Damon Stoudamire era veloz, habilidoso y un portento técnico, aunque todavía no era el líder de su equipo que sería un año más tarde, cuando se convertiría en All American y en uno de los jugadores con mayor hype en la NBA de mitad de los noventa.

El partido en la primera parte pesó mucho en ambos equipos. Fallos, pérdidas de balón, y mucho, mucho miedo. Unos pocos destellos de Williamson contrarrestados por el ruido de Stoudamire. Y nada más. Se acabaron los primeros veinte minutos y la igualdad era máxima. En la continuación el guión no cambiaría demasiado, y eso no era una buena noticia para los de Arizona. El base de los Razorbacks, Clint McDaniel, se había convertido en un experto en gestionar esos momentos a lo largo de toda la temporada. Era un chico temperamento fuerte, que contrastaba con un el pasotismo  simpático de Corliss. Clint serenó a sus tropas justo a tiempo, y el baloncesto comenzó a fluir. Cuando sonó la bocina, miró al cielo y elevó los brazos. 91-82 y Arkansas estaba en la gran final.

La revancha más dulce de todos los tiempos

Si los aficionados de los Razorbacks querían venganza, aquel fin de semana tendrían dos tazas hasta arriba. Duke había eliminado a Florida en las semifinales y volvía a cruzarse en el camino de los de Nolan Richardson. Los Blue Devils de 1994 basaban su éxito en dos pilares de absolutas garantías.  Uno de ellos era el que probablemente fuera el mejor jugador universitario del momento, Grant Hill, un alero que podía tirar, pasar y penetrar con tanta clase como efectividad. El otro era -y es- Mike Krzyzewski, un entrenador a medio camino entre la leyenda y la realidad y que había convertido a Duke en un imperio baloncestístico desde que tomó las riendas del equipo a  principios de los ochenta.

Sin duda, los Blue Devils eran favoritos, pero nadie podía despreciar el corazón de los Razorbacks y su hambre de gloria. Ese hambre les llevó a emplear a fondo con un arma que a priori no entraba en su repertorio: la defensa. A base de ayudas constantes y de una intensidad enorme, Grant Hill apenas entró en el partido, en lo que quedaría como la primera gran mancha de su carrera. El ritmo era totalmente de Arkansas, y Corliss Williamson anotaba desde todas las posiciones del campo -acabaría la noche con 23 puntos-, acompañado por los más jóvenes del equipo, Darnell Robinson, Lee Wilson, y Dwight Stewart, que contra todo pronóstico no se escondieron cuando a otros les temblaba la mano. Sin embargo, Duke no había llegado hasta allí para caer tan fácilmente, y a base de casta -y unos cuantos ajustes tácticos de un magistral  Krzyzewski-, se metieron en el partido, llegando al descanso tan sólo un punto por debajo. Las caras de los Razorbacks eran todo un poema. Habían jugado al límite de su nivel y la diferencia era mínima.

El golpe moral fue devastador, y cuando  agachas la cabeza en una final de la NCAA, pasas de cazador a cazado en segundos. Duke anotaba ahora un tiro tras y otro, y no cesaba de conseguir robos en el propio campo de Arkansas, seguidos de canastas fáciles. Tiempo muerto de Richardson. Diez puntos abajo. Se hace un silencio en torno al coach. El pabellón ruge, pero aquellos muchachos solo escuchan a un tipo que les habla de sueños. De sentir. De poder.

Y Arkansas sueña. Y siente. Y puede. Comienzan de nuevo a entrar los tiros. A provocar perdidas a Duke. Fluye el ritmo que les había acompañado aquel 1994. Krzyzewski se desespera, pero ni con otro tiempo muerto logra salvar la distancia. Y los Razorbacks se ponen por delante delante, tres arriba y con posesión. Quedan menos de dos minutos y los diez jugadores de la pista son un manojo de nervios. Los de los banquillo directamente  están al borde del infarto.

Se reanuda el juego. Es un ataque largo, espeso, con varias posibilidades de perder la pelota en pases cortos, erráticos, y con un triple final Dwight Stewart  que se convierte en en una piedra horrorosa. La ocasión de sentenciar el partido se esfuma, y para colmo de males el rebote es de Grant Hill, que envía inmediatamente la pelota al otro lado de la pista, justo antes de comenzar la transición con el brazo elevado y pidiendo ese balón. En cuanto lo recibe, no se lo piensa. Se levanta y tira de tres. Empate a setenta. Tiempo muerto.

Los jugadores de Arkansas regresan a la pista extrañamente tranquilos. Ponen el balón en juego y comienzan a moverlo con pases cortos, ante la intensa defensa de Duke. La tranquilidad se empieza a esfumar conforme avanzan los segundos en el reloj, y ni una miserable opción de tiro se asoma por la ventana, quedan cuatro segundos, tres… La bola le llega a Stewart, que justo después de casi perderla, deja claro que no quiere ser recordado como el tipo que falló los dos tiros decisivos para ganar un título. Le envía un balón ardiendo a Scotty Thurman, el alero del equipo y la tercera o cuarta opción ofensiva habitualmente. Scotty lanza, y el balón avanza de forma siniestramente lenta hacia la canasta. Y entra. Quedan cincuenta segundos pero el partido ya ha muerto. Los Razorbacks han cumplido su venganza, y lo han hecho de la forma más cruel. Thurman se convierte casi de inmediato en una leyenda de la universidad, algo que no le serviría para hacer una carrera decente en el baloncesto profesional. Arkansas volvería un año más tarde de nuevo a la Final Four, aunque con menos suerte. Pero daba igual. La redención se había logrado..

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