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Reflejos

El gigante que soñaba con volver a casa

La decisión de un gigante que pudo cambiar la historia de no solo dos ligas, también la del baloncesto. Lew Alcindor, la flamante estrella de UCLA, no estuvo tan lejos de acabar jugando en la ABA.

Getty Images

A lo largo de cada temporada, cientos de jugadores cambian de un equipo a otro. De  todos estos movimientos fruto de ese inmenso zoco de carne, sólo un puñado de ellos posee la suficiente enjundia para determinar el destino de un equipo a lo largo de la temporada. Hay un grupo todavía más reducido que logra cambiar el rumbo de una franquicia durante años. Y aún menos que condicionen toda su historia. Pero muy pocos  tienen tal calado para alterar el futuro de la competición más importante de todos los tiempos. Y éste es uno de ellos.

La primavera de 1969 brillaba aquel año como nunca en California. Los Beach Boys daban forma a la banda sonora de los últimos estertores del apogeo de cultura hippie, y los Lakers parecían por fin superiores a unos Celtics que tras secuestrar los éxitos de una toda una década, afrontaban su inevitable ocaso. Pero sin duda, el gran motivo de orgullo y felicidad de la ciudad de Los Ángeles lo representaba aquel fabuloso equipo de UCLA que había conquistado brillantemente los tres últimos títulos nacionales bajo la atenta mirada de John Wooden, el Rey Midas del baloncesto universitario americano.

De aquel equipo histórico sobresalía una figura espigada y reverenciada, un tipo que desde niño se sabía especial y no cesaba de demostrarlo. Lew Alcindor era sencillamente una clase de jugador nunca visto antes en una pista de baloncesto. Alto, rápido y ágil, poseedor de un lanzamiento casi indefendible, bajo su influencia UCLA se había adueñado de la competición como nunca antes se había visto.

Poco permanecía del Lewis que había llegado desde su Nueva York natal cuatro años antes. California proporcionó la suficiente distancia con una madre sobre protectora, y un nuevo mundo se abrió de par en par delante del joven jugador. Famoso, negro y estrella universitaria, las chicas que tanto habían escaseado durante su época de instituto empezaron a llegar una tras otra. También los coqueteos con las drogas, aderezadas siempre con el mejor jazz de la ciudad, un gusto que sí tenía la semilla en su vida anterior. Aquel nuevo planeta resplandecía tanto que amenazaba con dejarle ciego, y Alcindor necesitó una dosis  de oscuridad. Se sumergió entre libros durante todo un verano y descubrió en toda su profundidad la  figura de Malcom X,  lu estrecha vinculación del legendario activista con los llamado musulmanes negros  y su posterior ruptura con ellos. Pero Lewis necesitaba más. Comenzó a leer también sobre la religión musulmana, la más practicada por el hombre negro en todo el mundo, y poco a poco las escrituras del Corán comenzaron a inundar sus pensamientos, tanto que llegaron a convertirse en una obsesión, mucho más de lo que nunca llegó a ser para él el baloncesto.

Meses después, Lewis había desaparecido y, en secreto, como un súper héroe todavía reacio a mostrar sus poderes, adoptó un nuevo nombre. Sería Kareem Abdul Jabbar para el resto de la  eternidad. Aunque nadie, salvo su maestro Hamaas lo llamaría así. Todavía no.

Dos ciudades y un destino. El gigante debe elegir

Había llegado el momento. Tras graduarse en historia por UCLA, el profesionalismo hizo al fin la llamada que Kareen tanto temía y deseaba al mismo tiempo. La fama del pívot, al que todo el mundo se refería como el heredero de Russell y de Chamberlain, lo había convertido en la pieza más deseada en años, el momento de escoger la siguiente estación de su carrera monopolizaba la información deportiva aquellos días.

Dos opciones se presentaban ante la gran joya. Por un lado, podría jugar en los Milwaukee Bucks, un equipo que llevaba tan solo un año de trayectoria en la NBA y que había ganado la primera elección del draft de1969 en un cara o cruz ante Phoenix. Para una persona que había escogido la senda de Alá pocos meses antes, que su futuro dependiera del lanzamiento de una moneda a cargo de dos blancos no era algo que le hiciera especialmente gracia. Sin embargo, la NBA era la competición con la que Kareem había crecido viendo jugar ante sus grandes referentes de la infancia en el Madison, y ese factor tendría un peso en la decisión final.

En el otro lado de balanza se encontraban los Nets de New York, una franquicia perteneciente a la ABA, una nueva competición que ofrecía un espíritu salvaje y rebelde que había llamado la atención del joven. Líneas de tres puntos, balón tricolor y los mejores peinados afro de Estados Unidos. Y por supuesto, la posibilidad de jugar en casa.

Para Kareem volver a Nueva York no era una cuestión secundaria. Allí tenía a sus viejos amigos, sus queridos clubes de jazz y una comunidad musulmana en pleno crecimiento, de la que era parte importante. En el Medio Oeste de Wisconsin no encontraría nada de aquello. De hecho, apenas encontraría nada de nada. Aquel lugar estaba alejado de cualquier cosa que le interesase realmente y convivir en una ciudad repleta de granjeros blancos no podía compararse con la Gran Manzana. Ni siquiera con la dorada costa californiana.

Pese a su clara predisposición por los Nets,  Jabbar pensaba que debía al menos escuchar a ambas partes, como una demostración, ante todos y ante sí mismo, de que ya era todo un profesional capaz de tomar decisiones basadas en razonamientos coherentes y fundados.

Jabbar formó un equipo de confianza para encarar estas negociaciones, compuesto por Sam Gilbert, un antiguo amigo de la familia, y un ejecutivo de Los Ángeles, Ralph Saphiro, recomendado por el propio Gilbert. Kareem era partidario de una negociación rápida, por lo que marcó las cartas antes de que comenzara el juego. Tan solo escucharía una oferta de cada uno de los equipos, y escogería la mejor. No habría lugar a la especulación.

Pocos días después Kareen se reunió en Nueva York con los propietarios de los Bucks, que acudieron al encuentro junto con el comisionado de la NBA, Walter Kennedy. La reunión fue por un cauce cordial, y Jabbar salió con una proposición de cinco años acompañada por varios de cientos de miles de dólares.  Era una oferta excelente, pero al alcance de los Nets.

Un día más tarde fue el turno de la ABA. Al otro lado de la mesa se encontraba el dueño de la franquicia, Arthur Borwn, y el comisionado George Mikan, el gigante prehistórico de la NBA, la competición a la que ahora quería robar su último brillante. Kareem esperaba una gran oferta, en primer lugar porque eso le ayudaría a decidirse por el destino que más les apetecía, y en segundo porque sabía que la los Nets tenían un bonus por parte del resto de las franquicias si firmaban a una estrella de su calibre. Sin embargo, la cifra que se encontraron estaba no solo muy por debajo de sus expectativas, también a años luz de la oferta de los Bucks. Gilbert preguntó a Mikan si ese era el importe total de la operación. Mikan asintió, asegurando que era todo lo que podían ofrecer. Jabbar tomó en ese momento la palabra para primero agradecer la oferta, y sin un ápice de dudas, rechazarla. Por mucho que le hubiese gustado jugar en casa, con los suyos, la diferencia era demasiado sustancial. No había lugar a las dudas. Saphiro esperó unas horas hasta que telefoneó a Walter Kennedy para confirmarle lo que ya era un secreto a voces. Kareem Abdul Jabbar jugaría para Milwaukee Bucks las siguientes cinco temporadas.

– Es una noticia estupenda, Ralph. ¿Podemos contar con que es su decisión final?

– Sí. Tienes nuestra palabra. Puedes prepararlo todo para la firma.

Pero la palabra de un hombre no tiene el mismo valor siempre. Aquella noche Sam Gilbert fue asaltado por dos representantes de la ABA cuando regresaba a su hotel. Tenían una nueva oferta. «Sabíais las normas, una sola oferta por equipo.» contestó rápida y elegantemente Gilbert.  Los dos ejecutivos no se rindieron,  y le aseguraron que Mikan no tenía autoridad para una oferta definitiva, y le suplicaron que Kareem no firmara todavía por los Bucks, rogando por unos  días para mejorar la oferta.

Sam no escondió su enfado, pero se sintió obligado a comunicarle la novedad directamente a Jabbar. Subió a la habitación y marcó el número del jugador.  Al cabo de unos segundos, la voz grave  y cansada retumbó en el auricular del teléfono. Kareen escuchó en silencio las explicaciones de Sam y las nuevas perspectivas que se abrían ante él. Si quería jugar en casa, todavía estaba a tiempo.

El joven recordó sus recientes enseñanzas  y valores adquiridos a través de la fe musulmana y la importancia que tenía en ella la honestidad y el respeto. Y pronto llegó a una conclusión. Si aquellos tipos no le habían respetado en la negociación, que podría pasar si terminaba firmando un contrato con ellos. Si terminaba por ser suyo. Además, hacía apenas unas horas que había dado su palabra a la NBA. Y eso tenía para él mucho más valor que un puñado de dólares más. No lo dudó ni un segundo más.

– A la mierda. Firmamos por Milwaukee.

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