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Análisis

Camino al esperpento

Durante el proceso que desemboca en la escritura de un artículo, en ocasiones la cabeza da vueltas buscando un título adecuado que refleje la naturaleza de lo escrito, que resuma en pocas palabras su esencia. Para no ser menos, en este me ha ocurrido exactamente lo mismo. La palabra “esperpento” la tenía clara desde el principio, sin embargo, dudaba si incluir el adjetivo “inevitable”. Al final no aparece, y no sé muy bien por qué. Es posible que sea un romántico y aún crea en los Reyes Magos y en las hadas madrinas, y por extensión también albergue la secreta esperanza de que otros tiempos volverán de nuevo a insuflar de magia a unas estrellas actuales, que una noche al año se ponen, y parece que muy a gusto, el disfraz de payasos. Unos payasos absurdos que cometen el peor de los pecados; no hacer ninguna gracia.

Últimamente atravieso una época en mi vida muy trascendental. Me hago preguntas que me conducen a la paranoia absoluta. ¿Habrá vida inteligente fuera de este planeta? ¿La hay en éste? ¿Existe algo tangible después de la muerte? ¿Desde cuándo el All-Star Game de la NBA transmutó en una bazofia infumable incluso para los espectadores menos exigentes? Para las primeras tres cuestiones no tengo respuesta, tan sólo intuiciones, lo malo es que para la última tampoco. Desconozco exactamente cuándo y de qué manera sucedió, lo más lógico es pensar que se trató de un proceso involutivo gradual que transformó lo que otrora era un espectáculo de primer nivel en un desfile de saltarines y triplistas compulsivos sin apego alguno a un mínimo atisbo de competitividad.

Efectivamente, jóvenes padawans del baloncesto NBA. Existió una galaxia lejana hace mucho tiempo donde este partido era otra cosa radicalmente distinta. No os llevéis a engaño, no existía la defensa ni la determinación por la victoria de unas finales de la NBA, pero los jugadores se lo tomaban en serio, querían demostrar por qué habían sido elegidos, quizá no por los métodos más ortodoxos, pero elegidos al fin y a la postre. Llamadme viejuno, carcamal, anticuado, no me importa, pero tirad de YouTube si es posible y disfrutad de los felices 80. El primer All-Star Game que recuerdo se remonta a 1986, y un año después, coincidiendo con la retirada del mítico Julius Erving los 24 protagonistas se confabularon para ofrecer los mejores minutos, en mi opinión, de la historia de este partido de exhibición. El nivel se mantuvo de forma general los siguientes seis años, con picos de intensidad memorables como la demostración de Magic Johnson en 1992 y el dramático final de 1993. A partir de ahí, con matices, comenzó la lenta decadencia hasta el socavón actual, situado varios metros por debajo del nivel de la pura decencia.

Me acusan de nostálgico, acaso con razón. Para nada afirmo que los jugadores de antes eran mucho mejores en términos de promedio. Ahora nos topamos con uno de las seis o siete mayores luminarias de la historia en la figura de LeBron James, y seguramente el tirador exterior más imaginativo y más letal de todos los tiempos, Steph Curry. Kobe Bryant, Kevin Garnett y Tim Duncan acaban de abandonar la práctica deportiva, pero aún nos quedan tremendos talentos como Russell Westbrook, Dirk Nowitzki, James Harden, Kevin Durant, Kyrie Irving y muchos más. La nómina es inacabable. Y los jóvenes irrumpen con fuerza. Me gustaría saber la razón principal por la cual todos sin excepción se contagian de la molicie y nos ofrecen año tras año ese espectáculo tan dantesco que más se asemeja a una rueda de calentamiento sin fin y en la que se apuesta para ver quién es capaz de lanzar más mandarinas por minuto y llevar a efecto alley-oops escasos de imaginación.

Si la edición de 2016 rozó la vergüenza, la de este año 2017 celebrada hace pocas fechas en New Orleans ha batido bastantes récords. Mejores marcas numéricas, como por ejemplo los 52 puntos de Anthony Davis, superando de largo los 42 del mítico Wilt Chamberlain, pero también mejores marcas de estulticia competitiva. Tropecientos intentos triples, mates con pasillo y alfombra roja, por no hablar de un reglamento hecho a medida, donde los árbitros llevan a cabo una labor más monótona que la del batería de Fito y Fitipaldis, y se convierten en convidados de piedra con derecho al bostezo.

Como lapidario resumen de esta situación tan solo me resta rezar para que se revierta, pero mucho me temo que aquellos tiempos ya no volverán. La NBA está repleta de atractivos, los Playoffs aglutinan en mes y medio todo lo mejor de este deporte en su máximo nivel, pero aquel lejano espectáculo que fue el All-Star Game en la distante galaxia de los 80 y 90 ya no recobrará su vigor. Tendremos que conformarnos. Pero en la madrugada del tercer domingo de febrero que nadie espere que permanezca despierto para comprobar que mis cuentos de abuelo cebolleta son, cada vez más, producto de una pérdida en la noción del tiempo.

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