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Reflejos

La historia de Judas Shuttlesworth

Ray Allen estaba a punto de convertirse en un completo traidor a ojos de sus compañeros, sus aficionados y prácticamente, todo el universo NBA. Y sin embargo, era la persona más tranquila del planeta.

Wikimedia

Jim Tanner había quedado en llamar a las cinco en punto, y, como era costumbre en él, no se retrasó ni un segundo. Al otro lado respondería pocos segundos después una voz pausada y serena. Demasiado serena, pensaría Jim.

– Ya está todo preparado…. ¿Estás absolutamente seguro?

– Sí, Jimmy. Por supuesto. Mañana nos vemos allí. ¿De acuerdo?

– De acuerdo, amigo. Descansa. Será un día largo.

Tanner colgó y, de repente, el mundo amagó con enmudecer. El ruido de la oficina cesó. Los teléfonos callaron. Los chascarrillos de la secretaria se desvanecieron. Lo único que el hombre albergaba en su mente era la charla que había tenido hace unos segundos con su cliente. Aquel hombre acababa de rechazar dieciocho millones de dólares. Y se iba a convertir en un traidor a los ojos de medio mundo. Y sin embargo, Ray Allen era la persona más tranquila del planeta.

***

El advenimiento del Big Three en Boston durante el verano de 2007 supuso el cambio, intencionado o no, de un paradigma de la nueva NBA, en la que la convivencia de superestrellas creada para un bien superior -el anillo- no sería un extravagante experimiento condenado al fracaso como el de aquellos Rockets de Barkley, Pippen y Olajuwon, sino que se convertiría en una fórmula tan buena como cualquier otra de acercarse al botín que durante años se había presentado esquivo. Así, y continuando la saga iniciada en Boston, en Miami asistiríamos atónitos a la unión de tres estrellas en pleno apogeo de su carrera como eran James, Bosh y Wade, o replicando el modelo unos años más tarde en Oakland, la llegada de Durant al reino de Stephen Curry y Klay Thompson.

Pero volvamos a Massachusetts. Con los Celtics atravesando la mayor sequía de títulos de su historia, y, con lo que es peor, encadenado un proyecto vergonzoso tras otro, Danny Ainge, antigua estrella ochentera y director de operaciones de la franquicia, hila dos movimientos que cambian el destino de toda la temporada, y de rebote, el panorama de la NBA. Ray Allen, un escolta con categoría de perenne All-Star y anotador compulsivo, firma por los Celtics. En una operación paralela, Kevin Garnett abandona su casa de toda la vida, Minnesota, rumbo a Boston, en un traspaso en el que quedó reflejado el amor que todavía sentía Kevin McHale, manager general de los Wolves, por su antigua casa. A ambas estrellas las recibe con los brazos abiertos Paul Pierce, el último mito verde, que de repente se ve inmerso en un proyecto ganador.

Porque esos Celtics se construyeron para ser un éxito inmediato. No se podía concebir otra forma, con un trío estelar que combinaban una madurez plena y el hambre de unas carreras exentas de títulos colectivos. Pero el problema para aquel equipo entrenado por Doc Rivers era encontrar a los actores de reparto que acompañaran a los grandes intérpretes. Sin apenas opciones, el casting se iría completando con nombres de todo tipo de pelaje: Glen Davis, un cinco con tanta clase como sobrepeso, el veterano Eddie House, el simpático Scalabrine… y Rajon Rondo.

Rondo había sido una joven promesa que deslumbraba desde su época en Oak Hill. Dotado de un talento innegable, y acompañado con un físico perfecto para el base del siglo XXI, el problema de Rajon durante su año de novato -y en su trayectoria en Kentucky- había sido su cabeza. Con un ego tan superlativo como tóxico, había completado un primer año en la liga errático, alternando actuaciones interesantes con constantes decisiones erróneas en la pista. Y su tiro exterior era digno de una película de terror barata. Desde luego no parecía el perfil de jugador que pudiera funcionar al lado de esas estrellas consagradas que acababan de aterrizar. Pero funcionó, y de qué forma. Los Celtics se llevarían ese anillo de 2008 ante los Lakers y Rondo puso energía, defensa y circulación de pelota. Resultó un complemento perfecto, mientras su ego siguió elevándose. Sin un techo aparente.

Ese anillo de 2008 puso en marcha el reloj de arena de aquel proyecto. Los intentos por dotar de profundidad al equipo de Danny Ainge no cuajaron -desfilarían nombres ilustres como Rasheed Wallace, Shaquille y Jermaine O’Neal- y el olor a caduco empezaba a sobrevolar el ambiente del TD Garden, en especial tras la dolorosa derrota en las Finales de 2010 y, sobre todo, en las semifinales de la Conferencia Este ante los pujantes Miami Heat de James y compañía. Durante aquella serie, Rajon Rondo estrellaría una botella contra el televisor que estaba utilizando Doc Rivers para recriminarle distintos fallos en su juego. Rondo, enfurecido, se defendía gritando «¿Y LA DEFENSA? ¿QUIÉN DEFIENDE?».  Ray Allen tomaría aquello como una acusación directa hacia él. Si la relación entre el base y el escolta parece que nunca había sido fluida, a partir de entonces no se dirigirían la palabra. Sin duda, el mejor ejemplo para ilustrar esta lucha interna la ofreció el propio Rondo, cuando en 2016, en pleno anuncio de la retirada oficial de Ray, y al ser preguntado por esta, espetó un escueto pero directo «pensé que estaba retirado desde hace años».

Por supuesto, no sería justo cargar a Rajon de toda la responsabilidad, pese haber demostrado que estaba lejos de ser un as en las relaciones sociales. Ray Allen, según los otros dos componentes del Big Three, actuaba siempre al margen. Pasaba de acudir a las cenas del equipo, y tampoco aparecía en la mayoría de los habituales actos de caridad que organizaban los Boston Celtics y la NBA. Ah, y adivinen quién faltó a la cena para celebrar la renovación de Rondo. Exacto. Si Kevin Garnett pronto se convirtió en un Celtic más, la integración de Allen fue mucho más lenta, y posiblemente incompleta, como si el californiano supiera en su fuero interno que aquello era solo una estación más en su carrera.

Como decíamos, aquellas series de 2011 enterraron definitivamente el proyecto de un segundo anillo. Y Danny Ainge decidió que era el momento de reconstruir, y que para ello, tendría que traspasar a alguna de sus viejas estrellas. Con la imposibilidad material y espiritual de sacar a Pierce o Garnett de Boston, tan solo Ray Allen parecía un canje posible, y durante el mes de febrero de 2012 a punto estuvo de concretarse. Pero mejor que nos lo cuente el propio Ray.

«Estaba en San Francisco para jugar contra los Warriors. Hablé con Danny y me dijo que me había traspasado a Memphis por OJ Mayo.  Sabía que lo hacía por el equipo, aunque realmente estaba molesto por cómo se había llevado todo. Pero entiendo que esto es un negocio, y que no había nada que pudiera hacer al respecto.»

Aquel conato de traspaso que desterraba a Sugar Ray a Tennesse, y que tumbó la avaricia de Ainge -que pidió una ronda extra a Memphis cuando estaba todo cerrado- fue la semilla de lo que pasaría meses después. Durante aquellos días el escolta se sentía maltratado. Tras casi cinco años vistiendo el verde, había sido reemplazado en el quinteto titular por el pujante Avery Bradley, que había aprovechado una larga lesión de tobillo de Allen para presentarse a la liga. Y ahora además, le trataban como mercancía barata. El 9 de junio de 2012 los Celtics claudicarían ante Miami Heat en el séptimo y definitivo encuentro de las Finales del Este. Ray Allen anotaría quince puntos esa noche. Y jamás volvería a vestirse de verde.

Las negociaciones ese mes de julio con Miami fueron bastante sencillas. Allen tenía ofertas además de Memphis y de Minnesota, pero no las contempló. Tampoco meditó mucho más la oferta de renovación que le puso encima de la mesa Danny Ainge. Y eso que sería apabullante en comparación con la que podía ofrecerle Pat Riley. Mientras los Celtics estaban dispuestos a pagarle 27 millones por tres temporadas, los Heat le pagarán tan solo nueve. Por un contrato de tres años. Pero Ray aceptó.

Antes de que se hiciera público, Allen se lo comunicó a Rivers y a Ainge, que lo aceptaron con deportividad. También le escribió a Kevin Garnett. Jamás recibiría respuesta. Según el ala-pívot, «había perdido su número». El trío que cambió la NBA cinco años antes ahora estaba roto. Hecho añicos.

***

El tiempo parece que va derritiendo levemente la pared de hielo que se había levantado entre los protagonistas de la historia. Ainge ha manifestado en varias ocasiones que agradece a Ray el tiempo que estuvo allí, y el gran jugador que fue, aunque no parece partidario de retirar la camiseta del escolta. Garnett y Pierce, que terminaron por abandonar también Boston en busca de una última oportunidad, no parecen tener tanto interés en recuperar el tiempo perdido, aunque quizá el devenir de sus carreras haya hecho comprender un poco mejor la decisión de Ray. Por supuesto, Rajon Rondo es el menos proclive hacia la figura de Allen, aunque con Rondo debemos ser clementes. La forma en la que lleva destruyendo su carrera durante los últimos años ya parece suficiente castigo.

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