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Análisis

Utah no necesita el Jazz

Nunca han sido una franquicia popular. Su nombre suena forzado, artificial, hasta falso. Pocas veces un nombre y el apellido que lo acompaña fueron tan disonantes. Hablar de los Utah Jazz desde su llegada a Salt Lake City en 1979, procedentes de New Orleans (ahora todo encaja, ¿eh?) ha sido hacerlo de un equipo más frío que la casi ártica Minnesota. Su anormalidad es, paradójicamente, ser insultantemente normales. El destierro mediático, su penitencia. Y les da igual. Utah ha encontrado un hueco en la liga y lo ha hecho en la contradicción más absoluta. Una que, en ocasiones, hasta se vuelve irresistible.

Nunca necesitaron el jazz para jugar al baloncesto. ¿Para qué improvisar si hay un guión que funciona? La asociación de un base y un hombre alto, casi tan antigua como el propio juego, no la inventaron en Utah. Pero sí la perfeccionaron y la llevaron al extremo de la efectividad. Así lo confirman unos números que acreditan que, ataviado con el uniforme de los Jazz, un muchacho con pinta de oficinista cerró su carrera como máximo asistente de la historia de la NBA. Y muchas de esas asistencias las recibía un tipo al que llamaban «El Cartero», segundo ahora mismo en la tabla histórica de anotadores de la liga. Casi dos décadas de repetición, de proyección en las salas de todo el país de una misma película en la que no intervenía ningún superhéroe. Lo que Stockton y Malone hacían parecía natural, mecánico y habitual. Y solo el tiempo nos hizo colocar a aquellos Jazz de los 90 en su lugar.

El último superviviente de aquel ascenso de Utah al olimpo del baloncesto NBA, con las Finales del 97 y el 98 como punto álgido, seguía en el organigrama deportivo de unos Jazz en reconstrucción. Era el verano de 2010 y Jerry Sloan llevaba un tiempo prestando atención a un chico que completaba su metamorfosis. Gordon Hayward salía del capullo al tiempo que llevaba a la modesta universidad de Butler a la Final Four de la NCAA. Atrás quedaba un «jugador de tenis delgaducho», como le describió Brad Stevens tras su primera impresión. En el horizonte, un baloncestista total que Sloan no dejó pasar.

Entonces no lo sabíamos pero Sloan, que acabó dejando el banquillo tras 54 partidos en esa misma 2010-11, estaba eligiendo a su sucesor. Fueron 23 años con el bueno de Jerry como entrenador, casi dos décadas y media de éxito sostenido. Pero, al tiempo que sabemos que su etapa en los banquillos ha terminado, su influjo no lo hará nunca mientras la #20 de los Jazz la vista Hayward, uno de los mejores entrenadores de corto de la NBA.

Que no parezca que las líneas anteriores desmerecen el trabajo de Quin Snyder en el banquillo. Tampoco el papel de Gobert, el renacido Hill, Hood, Johnson o Favors, entre otros, en la temporada de estos Jazz. Es más, sería imposible concebir a este equipo como algo que no sea una orquesta en la que todos los instrumentos están perfectamente afinados. Pero toda orquesta necesita un director, alguien que maneje la batuta y marque el compás del equipo. En los Jazz, ese es indudablemente Hayward.

Y la suya, como la de la franquicia a la que representa, también es una historia de contradicciones. Lo fue desde su etapa de universitario, con aquel triple lejano en la final contra Duke que pareció recorrer varios kilómetros para salirse por centímetros. Un desperation shot que le valdría la etiqueta de héroe trágico, unida para siempre a la imagen de aquel balón volando en busca del triunfo con el tiempo cumplido. Durante unos segundos que se hicieron eternos, Gordon Hayward y los Butler Bulldogs sintieron el miedo del Goliat del baloncesto universitario. Quizá por eso aquella fotografía ha pasado a la historia más aún que el resultado final.

A la NBA llegaba un muchacho de 20 años que apenas había salido de Indiana. No tenía pinta de paleto pero sí una apariencia enclenque, hasta débil, como un cantante pop ídolo de quinceañeras y con cara de susto. Quizá por eso el impacto fue inmediato cuando vimos lo que realmente era capaz de hacer. En una temporada rookie en la que dejó más destellos que buenas actuaciones, Hayward realizó mates y colocó tapones al alcance de pocos jugadores de raza blanca e impensables para un novato. Su primera campaña en la NBA, pese a unos números irrisorios (apenas 5 puntos por partido), sentó las bases de lo que ha acabado siendo en su versión más evolucionada: un jugador capaz de brillar en cualquier aspecto. Incluso, en los que se le presupone débil.

En esa temporada rookie, contrastada con lo que ha sido el resto de su carrera (aún corta) en la NBA, también hay contradicción. Ni mucho menos es el de Hayward un nombre habitual en el highlight reel, pero sí uno de los primeros que viene a nuestra cabeza cuando hablamos de jugadores sólidos, regulares, polivalentes. Su ascenso ha sido una constante, una invisible a los ojos del gran público (la penitencia que mencionaba antes) pero tan real y paralelo como el de los Jazz, hasta el punto de que no podemos concebir uno sin el otro. El jugador al que vimos lucir físico en su primera temporada es el mismo que mostraría después una gran habilidad para las canastas ganadoras, como para repartir asistencias (en la 2013-14 fue el segundo forward en este apartado estadístico, solo superado por LeBron James) al tiempo que mejoraba sus promedios de anotación cada año. Siempre, con la pizarra anclada a su cabeza. Dirigiendo de corto.

Por eso, una vez instalados en esta temporada en la que los focos vuelven a dirigirse a Utah, cabe preguntarse qué ha cambiado en Gordon Hayward para que esto suceda. La respuesta es sorprendente: nada. Así lo acreditan sus números, insultantemente similares a los de la temporada pasada. Y a los de la anterior. Hayward derriba por primera vez la barrera de los 20 puntos de promedio, que llevaba rondando desde la 2014-15, rebotea ligeramente más pero asiste algo menos. Lo hace, eso sí, en un equipo destinado a acabar entre los cuatro mejores del Oeste y devolver a Utah a la postemporada. Y si bien el alero siempre ha llevado la voz cantante, la percusión del incipiente Gobert y la resurrección del olvidado George Hill, instalado en los 16 puntos de promedio sin hacer ruido, como el bajo que sienta la base sobre la que edificar las mejores canciones, son igual de culpables en la vuelta de Utah a la primera plana del baloncesto NBA.

Todo esto no evita, eso sí, que hayamos visto esta temporada los mejores arranques de solista de un Hayward especialmente inspirado en la anotación. El de Indiana, que precisamente firmó allí su mejor actuación anotadora con 38 puntos, hace unas pocas semanas, se ha ganado su condición de líder sobre el parquet en la temporada que toca a su fin. Creador de partidos fáciles y ejecutor en los difíciles, su reconocimiento como All-Star abre la puerta a un futuro prometedor. Su contrato, al que solo resta una opción del propio jugador para seguir en Utah la temporada que viene, alimenta la incertidumbre. No sería la primera historia del jugador underground que se vende al mainstream. Y su temporada acredita que, haga lo que haga, lo tiene todo para triunfar.

A sus 26 años, Hayward ha derribado el muro del anonimato cuando más complicado parecía: en una era en la que la improvisación, el jazz hecho carrera y tiro de tres amenazaba con hacerse con el control de la liga. Pero su cocción a fuego lento también entraña una revolución increíblemente lenta, como prueba el hecho de que los Jazz sean los últimos en pace de la liga. Una, eso sí, que gana partidos y que amenaza con dar mucha guerra en unos Play-Offs a los que su juego parece adaptarse mejor que ningún otro. El All-Star con menos madera de superestrella conduce a la batalla final al equipo con menos jazz de la liga. Porque por mucho que su camiseta vuelva, una vez más, a contradecirnos, eso es Utah. Y está bien así.

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