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Costa a costa

El sueño imposible de Rollie Massimino

Leyenda de los banquillos universitarios, la (enorme) figura de Rollie Massimino permanecerá unida a la Universidad de Villanova, a la que entrenó durante dos décadas

Mi infancia (más bien adolescencia tardía) son recuerdos de una NCAA que aún no veíamos sino leíamos, tal vez soñábamos. Sueños trufados de leyendas, de apellidos imposibles que aún apenas conocíamos pero que de alguna manera se nos iban quedando adheridos al cerebro, Krzyzewski, Carril, Carnesseca, Tarkanian, Majerus, Valvano, Massimino, también otros mucho más corrientes como Thompson, Smith o Knight. Cada coach llevaba además aparejada su cátedra, esa universidad a la que los asociábamos de manera indisoluble como si todo aquello fuera un mundo aparte (lo era), como si allí nadie necesitara ser ratificado ni se dudara de que fuera a comerse el turrón, como si sus respectivos magisterios sólo pudieran ejercerse durante décadas enteras desde un único lugar: Coach K era Duke como Dean Smith era North Carolina o Bobby Knight Indiana; como Carnesseca era St. John’s, Boeheim era Syracuse, Calhoun UConn, Thompson Georgetown o Massimino Villanova, Sí, Villanova, Qué otra cosa podía ser si no.

No sé si nos chirriaba más la denominación de aquel entrenador o la de su universidad. Rollie Massimino, un nombre rodante (diminutivo de Roland) para un apellido extrañamente contradictorio, máximo y mínimo a la vez. Un apellido que nos sonaba italiano (aquí lo habríamos escrito con X) para una universidad que casi nos sonaba catalana, era nombrarla y que te dieran ganas de añadir i la Geltrú. No, aquella Villanova no estaba precisamente en el Penedés sino en Philadelphia, a la vera de otras universidades no menos míticas como Temple, St. Joseph’s, Pennsylvania o Penn State. A quienes empezábamos a amar (aún desde la distancia, aún más desde la ignorancia) el baloncesto universitario, aquella Ciudad del Amor Fraterno casi se nos antojaba un lugar de peregrinación.

Massimino era Villanova pero no siempre había sido ni siempre sería Villanova, contra lo que entonces pudiéramos pensar. Massimino se había graduado en Vermont (y sí, también jugó, aunque su posterior apariencia física pareciera desmentirlo) y se había labrado una sólida reputación como técnico escolar en sucesivas high schools antes de que en 1969 le llegara su primera oportunidad universitaria en la neoyorquina Stony Brook. Su siguiente viaje fue ya a Philadelphia, para ejercer de asistente en la mítica Penn a la vera de un tal Chuck Daly. Que en la vecina Villanova repararan en ese prometedor técnico de ancestros italianos, modales histriónicos y cabellos revueltos sólo fue cuestión de tiempo. Sucedió en 1973.

Y de 1973 a 1992, casi dos décadas enteras con muchas más luces que sombras. No teman, no les aburriré con unas y con otras, ni siquiera les contaré con pelos y señales sus once viajes casi consecutivos al Madness (de 1978 a 1991) sino que me centraré en su luz por antonomasia: la luz que le permitió pasar a la historia, aunque la historia no siempre haya sabido reconocérselo. La que nos puso en el mapa a Villanova, una universidad que apenas conocíamos por haber criado en su seno a un chaval grandote (también de apellido italiano, casualmente) que acababa de llegar al Estu y al que ya entonces llamábamos Oso Pinone. La luz que se encendió en aquella primavera de 1985.

Así a priori nada hacía presagiar que aquella temporada 1984/1985 fuese a ser ni mejor ni peor que otra cualquiera: un buen equipo, sí; un gran equipo, ni de coña. Un equipo que se sustentaba en dos patas básicas, a saber: Ed Pinckney, socorrido pívot al que su cuerpo y su oficio le permitieron vivir luego holgadamente durante unos cuantos años en NBA, en Celtics sobre todo; y Harold Pressley, aquel longilíneo y delicioso alero con aires de pantera rosa que poco tiempo después sentó cátedra (y hasta ganó ligas, y hasta rozó euroligas) en la Penya a la vera de Corny Thompson, Villacampa o los Jofresa y a las sabias órdenes de Lolo Sainz. Junto a ellos una pareja exterior sumamente peculiar, McLain & McClain, no eran hermanos (repárese en que el segundo tiene una C de más) pero como si lo fueran. El primero (Gary) ejercía de base, el segundo (Dwayne) de escolta (más o menos) anotador. Añádase a Wilbur, al freshman Plansky y al base suplente (a la par que buen tirador) Jensen, y casi pare usted de contar. O no, porque no estará de más reseñar que en las profundidades de aquel roster también aparecían, de manera casi testimonial, el base R.C. Massimino y el alero Steve Pinone. Ciertas cosas nunca suceden por casualidad.

Villanova empezó el año como un tiro, ocho victorias consecutivas que incluyeron a casi todos sus vecinos, 8-1 para acabar su non-conference que llegó incluso a ser 10-1 tras empezar el calendario de su conferencia. Claro que aquella no era una conferencia cualquiera, aquella era la Big East, la de toda la vida, la que en casi nada se parecía a la Big East actual: Georgetown, St. John’s,, Providence y Seton Hall, sí, pero también Syracuse, Connecticut o Pittsburgh. Así las cosas era cuestión de tiempo que apareciese el tío Paco con las rebajas (por qué se dirá esto), que apareciesen y se acumulasen las derrotas. Tampoco es que fueran tantas, no vayan a pensar: Villanova cerró su Big East con un balance de 9-7 (18-9 en el global de la temporada), empatada con Syracuse en el tercer puesto pero muy lejos de los gallitos Hoyas y Johnnies. Y el torneo de conferencia tampoco les fue mucho mejor, más o menos lo esperado, ganar a Pitt en cuartos de final para luego caer ante St. John’s en semis. Suficiente para recibir su merecida invitación al Baile, insuficiente para no merecer más que un seed 8 que les ponía cuesta arriba toda la competición.

Su primera victoria fue ya una sorpresa, no por el hecho de que el seed 8 gane al 9 sino porque éste era Dayton y el partido se disputaba precisamente en Dayton, territorio comanche. Y su segunda victoria fue ya sorpresa y media, ni más ni menos que los Wolverines de Michigan, agasajado seed 1 de la Región. Sweet Sixteen, viaje insospechado a Birmingham (Alabama) para vérselas con una Maryland con la que ya habían perdido 74-77 en temporada regular pero a la que ahora iban a imponerse por un ajustado 46-44 (sí, eran otros tiempos, muy pronto podremos comprobarlo). Elite Eight. La puerta de la Final Four. La de dios.

Normalmente las sorpresas se acaban aquí. Normalmente puedes dar la campanada en las primeras rondas ante aquellos que van de sobrados por la vida, pero cuando llegas a la Final Regional ya raramente sorprendes a nadie, ya el grande se pone las pilas sabiendo perfectamente que al pequeño nadie le ha regalado nada si ha sido capaz de llegar hasta allí. Así suele suceder casi siempre, así pareció que sucedería también esta vez porque al otro lado esperaba nada menos que North Carolina. Unos Tar Heels que ya no eran los de Jordan, Worthy o Sam Perkins pero que aún presentaban en sociedad a un magnífico base llamado Kenny Smith (tantos años ejerciendo luego de base en Rockets, tantos más ejerciendo de comunicador en TNT) y a un maravilloso pívot que llevaba por nombre Brad Daugherty, profunda debilidad del que suscribe hasta que las lesiones le retiraron prematuramente de los Cavs. Palabras mayores.

Y ni que decir tiene que de primeras todo siguió el guión previsto, que los Tar Heels cogieron ocho puntos de ventaja al filo del descanso que al sonar la bocina sólo fueron cinco merced a un dos más uno providencial. Acaso fuera el efecto de esta canasta psicológica, o acaso fuera (mucho más probable) el efecto de la charla de Massimino en el descanso, lo cierto es que lo que se vio tras la reanudación en nada se pareció a lo de antes: los Wildcats apretaron en defensa (alternando a ratos una especie de zona de ajustes capaz de desconcertar al más pintado), empezaron a robar balones, a sacar incluso contraataques, a mover la bola al otro lado como no pensábamos que supieran hacerlo; y Pinckney se imponía a Daugherty, y McClain ya aparecía, y McLain dirigía con cordura, y Pressley siempre estaba para lo que fuera menester. Primero remontaron, luego se fueron de 10 y finalmente le dieron al gran Dean Smith una buena dosis de su propia medicina: cuatro esquinas durante minutos enteros, ayudadas por el hecho de que al baloncesto universitario aún no había llegado el reloj de posesión. Los Tar Heels acabaron persiguiendo sombras, viendo impotentes cómo el balón les pasaba una y otra vez por encima. El seed 8 Villanova estaba en Final Four mientras Massimino parecía implorar que alguien le pellizcara para cerciorarse de que no fuera un sueño. Un sueño imposible que no había hecho sino comenzar.

Aquella de 1985 fue una Final Four atípica, yo no recuerdo ahora mismo ninguna otra con tres equipos (de cuatro posibles, obviamente) procedentes de una misma conferencia. Georgetown y St. John’s dirimirían su duelo fratricida (final anticipada, dirían muchos) por el otro lado, por el que a nosotros nos ocupa a Villanova le esperaba la única universidad ajena a la Big East de aquella cita, Memphis State, hoy Memphis a secas. Unos Tigers dirigidos y liderados por un base cuya mera mención debería hacer que nos pusiéramos todos en pie, don Andre Turner, palabras mayores, verdadera historia viva de cuando la ACB era todavía la ACB y no lo que queda de ella.

Turner estaba además magníficamente rodeado por el finísimo alero Vincent Askew (aún freshman en aquellos días) y por un tremendo juego interior en el que se combinaban Keith Lee, Baskerville Holmes y sobre todo William Bedford. Un tremendo juego interior que (dicho sea de paso) se dio luego de bruces con la cruda realidad del profesionalismo y de la vida: Lee nunca cuajó y a los dos restantes las drogas se los llevaron por delante; a Bedford le arruinaron su prometedora carrera (número 6 del draft de 1986, nada menos), a Holmes le arruinaron bastante más que eso: finalmente acabó con su vida (tras haber acabado él previamente con la de su novia) en 1997.

Pero estábamos a finales de marzo de 1985, estábamos aún en plena semifinal de la Final Four. Obviamente Memphis State era favorita, cómo no habría de serlo si a todo ese repertorio antes expuesto se le añadía que llegaba con un casi inmaculado balance de 30-3 en el total de la temporada, con un flamante seed 2 del Este y habiéndose cargado además en su Final Regional al seed 1 Oklahoma. Una vez más Villanova era víctima propiciatoria, una vez más iba a aguantar más o menos el tirón en una primera parte de tanteo, una vez más la supuesta charla de Massimino en el entreacto iba a poner las cosas del revés. Y otra vez la match-up zone, otra vez la tela de araña, la casi imposibilidad para Turner y compañía de meter balones dentro, de alimentar a sus pívots, de encontrar vías de penetración. Otra vez la ventaja, la magnífica administración de esa misma ventaja, la desesperación de unos Tigers incapaces de reaccionar, la locura. Un seed 8 como Villanova se acababa de meter en toda una Final Nacional, lo nunca visto; esta vez ya no era sólo Massimino quien necesitaba pellizcarse para acabárselo de creer.

Claro que como broma ya estaba bien. En la Final esperaba el vigente campeón Georgetown, aquellos invulnerables Hoyas que tan sólo llevaban dos derrotas (por 35 victorias) aquel año y que venían de dar cuenta de su eterno rival St. John’s (la imponente St. John’s de Chris Mullin o Walter Berry) por un abrumador 77-59. Ni que decir tiene que Georgetown (por decirlo a la manera actual) no era ya favorita, era lo siguiente. Ni que decir tiene que Georgetown y Villanova se habían enfrentado ya dos veces en temporada regular (ser de la misma Conferencia es lo que tiene) y que ambas habían caído del lado de los Hoyas como no podía ser de otra manera, si bien con ciertos apuros: 57-50 en el Capital Centre washingtoniano y 52-50 (prórroga incluida) en el mítico Spectrum de Philadelphia que los Wildcats habían ocupado para la ocasión. Ni que decir tiene que en tales circunstancias nadie daba un duro por Villanova, nadie imaginaba siquiera que fuese a haber partido. Final (aparentemente) menos igualada jamás se vio.

No hará falta explicar a la concurrencia que la zona de Georgetown era aún patrimonio exclusivo de Patrick Ewing, acaso uno de los pívots más dominantes e intimidadores que haya conocido jamás el baloncesto universitario (o el baloncesto, en general). Pero no estará de más añadir que a las órdenes de John Thompson y su eterna toalla al hombro pululaban también otros (más o menos) míticos como Reggie Williams, David Wingate o Michael Jackson (no confundir con). Todos ellos se aprestaban a cumplir con el ritual de ganar su segundo título consecutivo, pareció que así lo harían pero ya desde el primer momento se vio que aquella Villanova les había salido respondona: buenísima defensa marca de la casa (a menudo zonal, con constantes ajustes), magnífico movimiento de balón y una adecuada selección de tiro que les posibilitaba que a apenas cuatro minutos para el descanso se movieran en unos porcentajes de acierto (créanselo) cercanos al noventa por ciento. 20-20 señalaba entonces el marcador, y aquellos que preveían un paseo militar para los Hoyas empezaban a tomar conciencia de que habría partido. Y tanto que lo habría.

Justo entonces se desencadenaron los acontecimientos: los bases de Georgetown encontraron por fin a un Ewing que anotó seis puntos consecutivos, pero a cada golpe suyo respondió también Villanova con inusitada precisión. Total, 27-28 para los Hoyas tras dos extraordinarios minutos de baloncesto… a los que sucedieron otros dos de congelación de balón, fruto de que Massimino decidió agotar el tiempo para jugársela al filo del descanso. Dicho y hecho: Pressley puso el 29-28 para Nova a falta de cinco segundos, Gtown falló en su empeño de montar la contra y Reggie Williams no encontró mejor manera de desahogar su frustración que golpear sin venir a cuento la cabeza de Everson, pívot suplente de Villanova que pasaba por allí. Se montó un alboroto mayúsculo, los árbitros se hicieron los locos (obviamente aún no había llegado el instant replay, ni se le esperaba siquiera) y Massimino estalló, como no podía ser de otra manera. Se fue echando espuma por la boca al vestuario, no parece muy difícil imaginar lo que debió salir de esa misma boca durante el descanso.

Fuera por lo que fuese, Villanova volvió del recreo comiéndose el mundo. Antes de que nos diéramos cuenta ganaba ya 36-30, lo cual con ser bueno no era lo mejor, lo mejor era que a Ewing le habían caído de manera consecutiva la segunda falta (peleando un rebote de ataque) y la tercera (defendiendo una penetración de Pressley). Y aún se libraría por los pelos de la cuarta, aún abusaría una y otra vez Pinckney de su pánico a cometer la personal. Georgetown le dio la vuelta a la tortilla hasta el 41-42, Villanova la volteó a su vez hasta el 53-48. Aún quedaban seis minutos, aún quedaba la locura.

Porque pronto llegará la magnífica presión de GTown provocando varias pérdidas consecutivas, llegará el parcial de 6-0 para los Hoyas, llegará la desesperación de un aparentemente desquiciado Massimino ante el temor de que a sus chicos se les venga el mundo encima… o no. Porque Villanova no va a tardar en volver a sus raíces, a su magnífica defensa provocando pérdidas absurdas de GTown, al baloncesto-control hasta la extenuación, a los buenos tiros como aquel de Jensen que vuelve a ponerlos uno arriba, a la trabajadísima tela de araña que impide a Wingate encontrar a Ewing y cierra todos los caminos hacia el interior. Y si encima Pinckney roba, recibe falta y convierte el uno más uno pues ya son tres arriba, ya a quien se le viene el mundo encima es a John Thompson, ya su toalla no puede absorber tanto sudor. Y lo que le queda.

Y más de lo mismo, la defensa zonal de Nova se cierra aún más y más tapando a Ewing, los cinco defensores casi sobre la pintura, GTown no encuentra por ningún lado a su referente y finalmente precipita un tiro errático, otro más. Aún queda más de minuto y medio pero Nova tiene el balón y no existe un límite de posesión que le vaya a obligar a soltarlo, a los Hoyas no les queda otra que hacer falta, Jackson la comete sobre Jensen para parar el reloj pero éste anota sus dos tiros libres, 59-54, más difícil todavía. No está de más recordar que aún no existe tampoco la línea de tres, que las escasas esperanzas de Gtown pasan por anotar y robar de inmediato, lo primero lo cumplen pero la consiguiente presión se les va de las manos, cometen varias faltas, les señalan una, Jensen sigue a lo suyo con los tiros libres, ahora ya son 61-56, ahora ya queda apenas un minuto.

Un minuto eterno que empezará con Ewing recibiendo por fin la bola rodeado por dieciocho brazos (o acaso sólo fueran diez, pero parecían veinte), falla, el rebote es para Nova, otra falta más y así sucesivamente, es la secuencia típica de cada final de partido, canasta rápida del que va por debajo y tiros libres del que va por arriba, éstos casi siempre en las manos de un Dwayne McClain que no tiene la costumbre de fallarlos. El 61-56 dará paso al 63-58 y éste a su vez al 65-60, de ahí al 65-62 pero ahora ya sólo quedan diez segundos, como si no quedaran, los Hoyas en su desesperación cometen la falta antes de que se ponga la bola en juego, según el reglamento es intencionada pero no la pitan, aún dará tiempo a que Georgetown fuerce el 66-64 a falta de 2 segundos, a que en pleno ataque de angustia intenten robar incluso antes de sacar. Ni que decir tiene que a estas alturas el Rupp Arena es ya un manicomio, que las cámaras se ceban con un Massimino que hace señas claras al jugador que reciba de que lance el balón al cielo para que el tiempo se consuma, sucederá más bien lo contrario, McClain recibe ya en el suelo (previamente derribado por su defensor) y se hace un ovillo abrazando la bola contra el parquet, es el final, es la locura, es Villanova entera abrazada a un ya por fin destensado Massimino que no cabe en sí de gozo, que ahora ya sonríe, se desmadeja, se deja ir, se deja incluso pellizcar…

Casualmente aquel fue el último partido universitario que se disputó sin reloj de posesión. Este sorpresón de 1985, unido al que dos años antes había protagonizado la North Carolina State de Jim Valvano, movió quizá a la reflexión de unas autoridades que acaso pensaran que tanto control del juego propiciaba que a veces ganara quien no tenía que ganar. Entró finalmente la NCAA en la modernidad pero tampoco es que se volvieran locos con el cambio, reloj sí pero posesiones de 45 segundos no vaya a ser que nos entren las prisas. Lo cual no quita para decir con total rotundidad que aquella Final de 1985 de alguna manera cambió la historia de este juego, o de la versión universitaria de este juego. A las pruebas me remito.

Massimino aún continuó en Villanova hasta 1992, hasta que dio por terminado su ciclo y le apeteció aceptar un nuevo reto, un reto mayúsculo: recoger el testigo de Tarkanian en la mítica UNLV. Plaza complicada la de Las Vegas porque la etapa del Tiburón había estado jalonada de éxitos pero también de turbulencias, era de esos que jamás dejan indiferente a nadie ni para lo bueno (mucho) ni para lo malo. UNLV acostumbraba a ser el hotel de los líos, si pensaban que la llegada de Massimino les iba a traer una nueva etapa de placidez evidentemente se equivocaron, en buena medida por su culpa: aceptaron pagarle una parte de su sueldo (que ya imaginarán que no era escaso) en negro, por debajo de la mesa como si dijéramos. La argucia en principio coló pero finalmente acabó trascendiendo, y ya imaginarán que a las rígidas autoridades tributarias del Estado de Nevada no acabó de parecerles del todo bien. Abrupta salida, carrera en declive y parada final (no sin contratiempos y problemas extradeportivos, también) en la mucho más modesta Cleveland State.

¿Parada final, dije? Ni de coña. Massimino de alguna manera murió con las botas puestas, al documentarme para escribir esto me ha alucinado descubrir que siguió ejerciendo como técnico hasta el fin de sus días, hasta que hace muy pocos meses su enfermedad se lo hizo ya prácticamente imposible. Obviamente no ya en NCAA sino en la mucho más modesta NAIA, en la Universidad de Northwood (posteriormente reconvertida en Universidad de Keiser), sita además en una localidad tan propicia al retiro dorado como West Palm Beach, Florida. De allí voló en la primavera de 2016 hasta Houston para presenciar con sus propios ojos cómo Chris Jenkins anotaba aquel mítico triple sobre la bocina, cómo su Villanova de toda la vida volvía a ganar otro título universitario 31 años y tres días después. Cómo olvidar su pequeña figura casi en primera fila, justo tras la de su heredero Jay Wright: tan diferentes en apariencia, tan parecidos en su manera de entender el baloncesto. Como si no hubieran pasado tres décadas.

Malos tiempos para la lírica baloncestística. Rollie Massimino se nos fue el pasado 30 de agosto, apenas dos días después de que se nos fuera otro mito de esto como Jud Heathcote, igualmente campeón universitario (Magic Johnson mediante) en 1979 con Michigan State. Dicen que a los verdaderamente grandes no se les reconoce por el espacio que ocupan, sino por el hueco que dejan cuando se van. Massimino nunca ocupó mucho espacio, nunca recibió el reconocimiento que se les otorgó a tantos otros (a veces con bastante menos mérito), nunca fue elevado a los altares del Hall of Fame, por ahora no pasó de finalista. Pero su huella es imborrable, es la huella de alguien que cambió verdaderamente el juego y que en la ya lejana noche del 1 de abril de 1985 fue capaz de poner el mapa baloncestístico entero del revés. Massimino, su trayectoria, su título, forman ya parte indisoluble de nuestra historia, aunque (insisto) esa misma Historia no siempre haya sabido reconocérselo. Allá ellos. Otros en cambio nunca dejaremos de echarle de menos.

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