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Costa a costa

Magic Johnson y Oscar Schmidt: breve historia de lo que pudo ser

Magic y Oscar compartiendo los colores de Michigan State a finales de los setenta. Suena a crossover de Marverl, pero puedo ser muy real.

La chaqueta de pana de Jud Heathcote hacía ya un buen rato que se había quedado aparcada en un rincón del banquillo. Y de buena gana el entrenador de Michigan State hubiese hecho lo mismo con esa maldita camisa. La humedad de aquel pabellón de Sao Paulo era irrespirable, más aguda todavía que en el resto de la ciudad, y provocaba una sensación de cansancio que irritaba enormemente a Jud, un hombre acostumbrado al frío de su Dakota del Norte originaria.

«Demonios», murmuraba una y otra vez, mientras agitaba su pequeña pizarra, convertida en un improvisado abanico con el que aliviarse levemente el sofoco. La idea de aquella gira por América del Sur no había sido suya, y no le gustaba nada. Tampoco trataba de esconderlo. Pensaba que ese viaje era una distracción innecesaria para un equipo con demasiadas piezas nuevas, entre las que destacaban la pareja formada por el alero Jay Vincent y, sobre todo, Magic Johnson, el héroe local del instituto Everett, y que debía trabajar mucho y rápido si quería implementar todas las rutinas y sistemas para conseguir el objetivo principal de la temporada: revertir la nefasta temporada anterior de Michigan State -saldada con un pobre balance de 12 victorias y 15 derrotas- mientras Magic se iba convirtiendo en la gran estrella que prometía. Esa aventura en el culo del mundo era un incordio, un capricho de los dirigentes del centro, que a buen seguro no impondrían a un John Wooden o un Dean Smith. Sin embargo, él era un recién llegado, casi recién aterrizado de su querida Montana. «Demonios», volvería a maldecir.

El rival aquella tarde era el Palmeiras, del que apenas conocía nada más allá de su sobrenombre, «verdãos», en una clara y poco sutil alusión al color verde sus camisetas. Imaginaba que sería el clásico rival con el que llevaban jugando los últimos días, repleto de jugadores veteranos, limitados en calidad pero muy avanzados en otras artes menos dignas con las que desconcentrar a los jóvenes jugadores americanos. Esta sequía informativa no era ninguna novedad para Jud, que prefería destinar el tiempo a preparar a sus muchachos de cara a la exigente temporada que se les venía encima antes que descifrar las claves de un rival con el que jamás volverían a cruzarse. No obstante, el entrenador tenía la costumbre -heredara también de su época en Montana- de observar al equipo rival durante su calentamiento para poder ofrecer dos o o tres vagas pistas de cara a los emparejamientos en defensa.

Casi por azar, Heathcote se fijó en uno de los chicos mas jóvenes y altos del Palmeiras, que sostenía una pelota a unos siete metros de distancia de su aro. Su rictus era extremadamente serio, ajeno al clima del amistoso que empezaría en unos minutos. El chaval, de pelo ensortijado y piernas finas, estaba a punto de lanzar desde aquella posición tan lejana, al menos un paso más de donde estaría -si no estuviéramos en 1977- la línea de tres puntos. Un pequeño salto, la pelota baila en el aire y acaba dentro. Un compañero le devuelve la bola. Mismo rictus. Idéntica rutina. Igual resultado.

Un lanzamiento tras otro, aquel larguirucho con altura de pívot y el 14 a la espalda encadena una serie eterna de aciertos desde distintas posiciones, todas muy alejadas del cristal. Pero aquello no es lo que más impacta a Jud. Lo que más llama la atención al entrenador de Michigan State es la reacción de absoluta indiferencia del resto de compañeros del muchacho, como si esa hazaña fuese la cosa más normal del mundo.

El partido comienza y efectivamente se convierte pronto en una guerra de estilos. El desbordante juego veloz de Michigan intentando imponerse al cansino ritmo brasileño, que dejaba como único alarde creativo el lanzamiento de aquel número 14 que respondía -poco tardó Heathcote en preguntarlo en la mesa de anotación- al nombre de Oscar Schmidt Becerra. Magic Johnson tampoco quedó ajeno al peligro que suponía el desconocido rival. Pidió la asignación del alero brasileño en defensa y logró imponerse en varias ocasiones. En otras, algún truco de Oscar le hacía escapar de su marca y recibía una canasta, casi a través del tiro. Mientras en un lado de la pista cada vez que se anotaba era como conquistar una pequeña cima, en el otro lado Magic masacraba a sus rivales -algo que repetiría durante los siguiente tres lustros- gracias a su combinación única de velocidad, altura y talento. Schmidt no se emparejó con él en ningún momento, dejando claro que su labor en el Palmeiras era otra, como había quedado demostrado sobradamente durante la velada.

Concluyó el amistoso y ambos equipos se marcharon a sus respectivos vestuarios, mientras el cuerpo técnico de cada equipo recogía los enseres desperdigados por las inmediaciones de los banquillos. Heathcote se alejó unos metros mientras encendía un pitillo, sin cesar de mirar de reojo a la desgastada puerta del vestuario local. Pasado un cuarto de hora, el muchacho de pelo ensortijado asomó por ella, y sin dudar ni por un instante, Jud lo abordó. Le estrechó la mano y acto seguido comenzó a hablar, mientras el muchacho observaba a aquel tipo sudado hasta los huesos de forma sorprendida. El entrenador se interesó por su edad, y extravió una sonrisa cuando confirmó que estaba todavía en edad universitaria. Durante aquellos escasos diez minutos de monólogo le relató las oportunidades del campus de Michigan State, de la NCAA, de jugar con los mejores, de la vida en los Estados Unidos.

La conversación muere de forma súbita cuando entra en escena Cristina, la novia de Oscar, y ambos al unísono tienen la intuición masculina de que lo mejor es dejar ese sueño para otro momento. Ese momento llegaría a través de un par de llamadas desde Estados Unidos, con una oferta clara de Heathcote para que el alero al menos vaya allí unos días y compruebe de primera mano que las promesas eran reales. Sin embargo, aquel viaje nunca se llevaría a cabo. Oscar estaba comenzando a ganar un buen dinero con el Palmeiras, y estar durante años sin percibir un salario a cambio de una promesa en la NBA -con mucha suerte- no parecía el mejor plan. Además, y en caso de que fructificase, jugar con los profesionales le privaría de vestir la verdeamarelha de la selección, y ese era un precio demasiado alto para un hombre llamado a hacer historia con la camiseta de su país.

***

Son varias las pregunta que nos deja esta hipótesis es tan atrayente como imposible no hacer conjeturas con ella. ¿Qué hubiese pasado de Oscar aceptar aquel billete de avión a Michigan? ¿Cómo habrían convivido en el mismo equipo dos armas ofensivas del calibre de Schmidt y Magic? ¿Imaginan que hubiese deparado el enfrentamiento en la NCAA de dos pistoleros como Bird y Oscar frente a frente, y que no tuvo lugar hasta pasados quince años?

Son muchísimas las preguntas, pero la certeza de que las posibilidades de que el brasileño hubiese podido tener un buen papel tanto en la liga universitaria como después en la NBA apenas alberga discusión, como se ha reconocido en multitud de jugadores que compartieron pista con él durante los ochenta y los noventa, y que descubrieron en Mano Santa a uno de los grandes francotiradores de la historia, ajeno a cualquier ámbito geográfico o temporal.

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