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Made in USA

En busca del oro perdido de Petersburg

Mitad de los setenta. Un jugador de instituto es pretendido por numerosos centros del país. Moses Malone no era un proyecto más. Era el tesoro prometido.

Dave Pritchett era un fanático del baloncesto, un técnico cuya devoción por el juego rozaba lo maníaco. Además, era un voraz ‘cazador’. Un obseso de la búsqueda y el reclutamiento de nuevos talentos para su equipo. Le llamaban ‘Pit Stop’. Se había ganado –a conciencia- este calificativo a causa de su frenética y audaz rutina automovilística. Los rent-a-car de toda la geografía norteamericana eran su segundo hogar. Siempre en la carretera, pisando el acelerador rumbo hacia el siguiente diamante por descubrir. Constantemente ‘presumía’, en forma de desgastada y soporífera anécdota, de registrar, como récord personal, siete coches de alquiler en un mismo día. Amaba su trabajo. Y odiaba, de la misma forma, que alguien se adelantara a sus pasos.

Ya tenía entre ceja y ceja a su nuevo objetivo. Su trabajo no era otro que encontrar jugadores que hicieran de la Universidad de Maryland, la UCLA de Oriente. Un propósito ambicioso, rozando lo petulante, pero asumible según su juicio. Y esta vez no iba solo. Le acompañaba Lefty Driesell, cabeza visible de la descarada empresa y entrenador jefe de los Terrapins, equipo que acababa de alcanzar el Elite Eight por primera vez en su historia bajo su mandato. Previamente, había sacado del ostracismo a la humilde Universidad de Davidson, lugar que volvería a ocupar hasta la irrupción de Stephen Curry hace una década. El mismo Driesell que fue acusado años después –quién sabe si como chivo expiatorio- de ocultar el escándalo ocasionado por la devastadora y prematura muerte de Len Bias, siendo expulsado, por ello, de Maryland.

Por supuesto, no había límites, incluso si estaba en juego su propia integridad física. Pasar sueño o hambre entraba en sus planes y era el precio a pagar. “Puedes encontrar esposa en cualquier rincón de Estados Unidos, pero no un jugador de 6’10” que pueda jugar a baloncesto”, le repetía infatigable e impertérrito a Driesell. “Pritchett quería dormir en el coche, en la acera, fuera de la casa,…”, recordaba años después el coach, recientemente incluido en el Hall Of Fame en su última edición. Donde fuera, con tal de ser el primero en entrar en aquella casa a la mañana siguiente e incorporar a aquel joven llamado a ser una estrella, no solo en la universidad, sino también en la NBA.

Era una rareza. Apenas unos meses antes lo había visto humillar a una estrella de la NBA –su nombre no llegó a trascender en los medios de comunicación- durante la celebración de un campus de baloncesto. Todas las grandes universidades del país anhelaban disponer de un jugador como él en sus filas, pero no todas estaban ‘infectadas’ con el virus del reclutador obsesivo que poseía Dave.

Lefty había acordado hacer la visita a las siete de la mañana, una hora quizá excesivamente temprana para cualquiera, pero no para Pritchett. “Alguien se nos va a adelantar, Dave, estoy seguro”, repetía una y otra vez el asistente y scout de Maryland.

Y así fue. Pese a que, finalmente, Driesell cedió a las reiteradas súplicas de su compañero por adelantar la hora de la cita, la pareja vio como Chuck Noe, por aquel entonces, entrenador de la VCU, enfilaba velozmente la entrada principal de la estancia a las seis y media. “Te lo dije, Lefty, joder. Te lo dije”, espetó visiblemente molesto Pritchett. “Tranquilo, Dave, todo irá bien”, respondió con rebosante serenidad el entrenador.

Si Dave Pritchett era eléctrico e hiperactivo, en esta ocasión fue Lefty, mucho más metódico y cerebral, el que tenía un as en la manga. El técnico de los Terrapins no había perdido el tiempo y se había hecho amigo de Mary, la madre del fornido chaval que comenzaba a despuntar en el panorama nacional. La mujer, muy inteligente y de carácter afable y cariñoso, confió en el discurso previo de Lefty. No solo eso, sino que le prometió que su retoño no iría a otra universidad que no fuera la suya. Era una mujer de palabra.

Así, treinta minutos después, Chuck Noe salió cabizbajo y derrotado de la casa de aquel barrio marginal de la ciudad de Petersburg. Apenas le había dado tiempo para exponer la oferta de VCU, centro universitario incipiente que serviría, posteriormente, de cuna a jugadores como Gerald Henderson Sr., Eric Maynor y Larry Sanders.

Lefty y ‘Pit Stop’ entraron apresuradamente, sonriendo, saboreando la miel de la victoria. Dentro les esperaba Mary, con gesto cordial pero visiblemente cansado, fruto de unas largas jornadas laborales como asistenta del hogar por apenas 25 dólares a la semana. Nunca hubo una figura paternal en aquel hogar. Como en tantos otros casos, ambos tuvieron que sufrir en sus carnes la ausencia del padre.

A las 7:15, los entrenadores subieron las escaleras en dirección a la habitación del joven. Moses dormía, plácidamente, ajeno a la prometedora reunión que iban a tener lugar apenas minutos después. Se abrían, para él, las puertas del cielo. Del futuro baloncestístico profesional. Estaba escrito. Y nunca mejor dicho.

En contraposición al malogrado Chuck Noe, poco había que discutir en esta reunión. “Firmó para nosotros esa misma mañana”, reconocería orgulloso el propio Lefty en su oficina de Virginia Beach varias décadas después. Una copia enmarcada de la beca firmada por Moses Eugene Malone aquel 20 de junio de 1974 supone una instantánea fehaciente de ello.

Sin embargo, Moses, curtido en las canchas del Petersburg High School y en las pistas de la cárcel de la ciudad en las que disputaba partidos con los reclusos con el fin de endurecer su juego, tenía otros planes. Sabía de sobra de la gran ilusión que tenía su madre por ver a su hijo en la universidad, pero también era consciente de la insoportable carga que tuvo que soportar durante años después de que los problemas con el alcohol de su padre destrozaran el hogar familiar.

Desde pequeño, su gran objetivo era jugar en la NBA. Lo había escrito en su pequeña Biblia de mano y grabado a fuego lento en su memoria. Pero no solo eso, sino que quería dar el salto a la mejor liga de baloncesto del planeta desde el instituto, algo impensable por aquel entonces. Ahora, ante la necesidad interior de recompensar todo ese sacrificio por parte de su madre, su meta abarcaba una nueva dimensión. Era consciente de que una gran amistad unía a Lefty y a Mary pero, sintiéndolo mucho, no jugaría en Maryland.

Para entonces, Lefty ya había visto lo que Moses Malone había escrito en su Biblia. No fue una sorpresa, entonces, que en el primer día de clases en Maryland aquel otoño de 1974, Malone firmara un contrato por un millón de dólares y cinco temporadas con los Utah Stars de la American Basketball Association. Sin embargo, el entrenador y el joven nunca perdieron el contacto y entablaron una profunda amistad hasta el triste fallecimiento de Moses Malone en 2015 (ambos habían quedado para cenar el fatídico día de su muerte). Lefty, incluso, incluyó a Moses en la página “Jugadores de Maryland que alcanzaron la profesionalidad” de su guía de medios.

“Hubiéramos ganado un par de campeonatos con Moses Malone”, aseguró Lefty, quien sumó la friolera de 786 victorias en la División I de la NCAA. Cuando se retiró en 2003, tan solo Bob Knight, Adolph Rupp y Dean Smith le superaban.

La gloria del campeonato siempre se le resistió a Driesell. De hecho, nunca llegó a disputar una Final Four, pero su legado sirvió de referencia a posteriores ilustres de los banquillos como Mike Krzyzewski.

Un título que si consiguió Moses Malone en 1983 y como gran logro colectivo de su exitosa carrera en la NBA, y que, indudablemente, lleva impreso, de una manera u otra, el nombre de Charles Grice Driesell.

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