“Creo que, si no hubiésemos estado en Chicago, habría ganado él”. Michael Jordan era muchas cosas en una cancha de baloncesto. Sin embargo, nadie lo habría tildado de poco agresivo o sin afán competitivo. Por ello, debemos tomar en suma consideración su afirmación en la Ciudad del Viento en 1988 tras uno de los eventos más anhelados del fin de semana de las estrellas: el concurso de mates.
Eran días interesantes para el público de los Bulls, puesto que su franquicia parecía estar amortizando, al fin, disponer del inconmensurable dorsal 23. Al parón del All Star llegaron con 27 victorias y 18 derrotas, convenciendo a los más escépticos de que Jerry Krause sabía qué estaba armando como general manager alrededor de un prodigio atlético y mental que no se iba a conformar con nada. Pese a ello, la grada se olvidó por unos instantes del futuro para disfrutar de un espectáculo único. Todavía en nuestro presente se evoca este certamen de matadores como una de esas cosas que el baloncesto permite disfrutar en raras ocasiones, una alineación de astros.
The Killers
David Stern sabía que poseía un producto ideal para un mundo que daba pasos agigantados hacia la globalización. La NBA siempre había sido un campeonato de jugadores, y el astuto Comisionado se iba dando cuenta de que la gloriosa rivalidad entre Magic Johnson y Larry Bird (quien regaló a la urbe con mayor población del estado de Illinois otra exhibición en el torneo de triples) se iba extinguiendo lentamente. Por suerte, aquel joven venido de la universidad de North Carolina amenazaba con ser una celebridad incluso más impactante que los últimos genios salidos de la factoría Celtic y Laker.
Era sabido que Jordan buscaba cualquier motivación extra, real o imaginaria, para sacar lo mejor de sí mismo en la pista. Muchos años después Phil Jackson hablaría de la gran diferencia de MJ con respecto a otros genios como Kobe Bryant: las manos. Deberían haber sido tasadas en un millón de dólares de acuerdo al Maestro Zen. Esa capacidad de poder coger la pelota como una naranja y su forma de quedarse suspendido en el aire daban al astro Bull una ventaja enorme para copar los highlights semana tras semana.
Eso sí, no estaba solo en esa categoría. “Es la primera vez que tendremos la oportunidad de competir los tres”, sonreía el hombre más codiciado por las cámaras y micrófonos. Nuestro protagonista aludía a que la NBA había conseguido un hecho bastante inédito: los campeones de los tres últimos años iban a estar dándolo todo en el Chicago Stadium, recinto que había aguardado con impaciencia repetir como sede del espectáculo desde 1973.
¿Quiénes eran los otros dos asesinos natos de los aros? El primero de ellos merecía el apodo de “The Human Highlight Film”, Dominique Wilkins. Un portento físico que estaba llevando a los Atlanta Hawks a competir codo con codo contra el conjunto dirigido por Doug Collins. De hecho, aquel curso ambas escuadras empatarían a 50 triunfos respectivamente en la temporada regular. Wilkins poseía unas condiciones innatas para el arte del mate y justificaba el precio de la entrada.
A simple vista, no podía decirse lo mismo de su compañero de equipo: “Spud” Webb, quien en 1986 había robado el corazón de la afición al ganar merecidamente la lid, sin importar sus 1’68 metros de altura. Bajo el papel era quien menos opciones tenía, pero su corazón gigantesco y su desventaja enloquecían al respetable, algo que podía condicionar al jurado, ya que su mérito era mayor que el de los otros dos contendientes, verdaderos prodigios de la naturaleza.
Descartes con ribetes púrpuras
La memoria juega malas pasadas a la hora de calibrar cuestiones subjetivas. Hay muchos hitos en la destreza del dunk contest, ¿cómo podría alguien olvidar la cara perpleja del mismísimo Shaquille O’Neal cuando Vince Carter se presentó en sociedad? ¿O la emoción del público español viendo de madrugada a Rudy Fernández rindiendo tributo al añorado Fernando Martín? Por no habar de Nate Robinson convirtiéndose en el sucesor de “Spud” Webb a nivel de emotividad.
De cualquier modo, la edición de 1988 tiene varias ventajas. Si bien Webb no volvió a ser el mismo tras su operación de rodilla, Jordan y Wilkins llegaban con una explosividad fabulosa a aquel sábado. ¿Alguien daba más? Pues sí, ya que había otros aspirantes al título; entre ellos, dos fenómenos surgidos de la factoría Blazers: Clyde Drexler y Jerome Kersey.
El primero era el mejor jugador de un conjunto de Portland que estaba a punto de dar el salto competitivo bajo la batuta de Rick Adelman (Rick en la Rip City). Únicamente la alargada sombra del propio MJ impedía a “The Glide” ser aclamado como el mejor escolta del planeta. Por su lado, Kersey era una fuerza de la naturaleza, una joya de la segunda ronda del draft de 1984.
Como siempre sucede, hubo ausencias lamentadas por la afición, destacando la de Terence Stansbury, otro de esos benditos locos bajitos que desafiaban el tópico de que el baloncesto era coto reservado para las personas altas. Sea como fuere, la organización de Stern podía estar complacida: se complementaba el listado con Otis Smith (Golden State Warriors) y Greg Anderson (Rookie de los San Antonio Spurs). El nivel que se iba a ofrecer en los televisores era incomparable a cualquier otro rincón del mundo.
Calentado motores
Fue Anderson quien rompió el hielo. Formado en la Universidad de Houston, el forward-center de San Antonio demostró las causas de su apodo: “Cadillac” Anderson levantó al respetable tras arrobar la pelota al tablero y rematar su autopase con un furibundo mate. Michael Jordan, maestro en dominar la escena, puso su mejor sonrisa para levantar al público de Chicago, puesto que salía justo después del muchacho de Texas. Aunque la grada estallo ante la estilizada forma del dorsal 23 de girar sobre sí mismo, el jurado lo calificó con 47 puntos.
Sería una constante en aquel duelo de individualidades. Se iba a poner una vara de medir bastante alta. Llegó a continuación un habitual de aquellas alturas: a Drexler le encantaba el concurso y había participado en cuatro de las últimas cinco ediciones. En el futuro, Jordan diría que el escolta de los Blazers era realmente bueno, pero que no conocía los verdaderos entresijos del negocio de la NBA para amortizar realmente su talento. Sea como fuere, el elegante jugador de Oregón firmó un mate de molinillo a una mano que lo colocó en una virtual segunda posición de la primera tanda, puesto que Smith, Webb y Kersey parecían haberse reservado sus mejores trucos para más adelante.
De cualquier modo, las cosas se complicaron para el favorito de la grada. Dominique Wilkins demostró que los últimos serían los primeros. De acuerdo con la Biblia, firmó una fantástica acción de espaldas a dos manos. Como de costumbre, lo mejor en él era su armónica plasticidad y lo agradecido que era para las cámaras de todo el planeta. En una NBA que quería exportarse, personalidades como Wilkins suponían una bendición audiovisual. Sus 49 puntos amenazan con que iba a poder repetir su entorchado de 1985.
Como una tormenta
Oliver Reed fue un legendario actor británico. Aunque falleció antes de poder ver el resultado final, supuso una de las claves para que Ridley Scott filmase un éxito de taquilla rotundo con Gladiator (2000). Su papel era el de un secundario de lujo, Próximo, un antiguo gladiador que ahora se ha tornado en lanista y enseña al protagonista (Russell Crowe) cómo se gana el favor de la masa en el Coliseo. No es una simple cuestión de golpear con la espada. Es entender sus silencios y el momento justo de la ejecución de los movimientos para que te amen por ello.
Llegada la hora de la verdad en las semifinales, Michael Jordan habría entendido a la perfección esos consejos. Fingió arrepentirse de una decisión cuando todo lo que hacía en una pista de baloncesto estaba procesado al milímetro en una cabeza rapada privilegiada para este espectáculo. Ante el alborozo del respetable y las cámaras de televisión que se ponían de rodillas para filmarle, se colocó al otro extremo de la pista.
Perfeccionista nato, luego admitiría haber calculado mal y que no debió apurar tanto la línea del tiro libre. Dio igual. Probablemente, solamente él se dio cuenta de ello mientras el resto del planeta se había quedado con una postal imborrable. El hombre que desafiaba la ley de la gravedad lo había vuelto a hacer y tenía ya un merecido 50 en la primera de las tres intentonas que fijaban las reglas para dicha ronda.
Seguían en pie Drexler, Smith y Wilkins. El jugador de segundo año de Golden State intentó no quedar acomplejado por el último truco del antiguo pupilo de Dean Smith en los Tar Heels. El severo jurado solamente valoró con un 45 su acción de arrojar a una mano la pelota sobre el cristal para rematar con gracia. Probablemente, el recuerdo de la genialidad del de los Bulls todavía pesara en las enojosas comparaciones. Escoltando a un Jordan sentado entre medias de los dos, Wilkins y Drexler tendrían la ventaja de que las expectativas se irían relajando.
Nadie comprendió mejor la situación que el jugador franquicia de los Hawks. Drexler tomó la polémica decisión de repetir la misma acción que MJ. Sin duda, como mostró la slam-cam puesta por la organización, el Blazer sabía ejecutarla a la perfección, pero la originalidad quedaba bastante dañada. Por ello, el explosivo astro de Atlanta hizo algo totalmente distinto para que una tormenta estallara en el Coliseo de Chicago: un mate estruendoso en molinillo a una mano que llevó a cabo con una velocidad endemoniada.
Pocos mortales podían tener esa explosividad que le valió un 49 en su casillero. Por supuesto, eso agudizó el instinto competitivo del favorito local. Jordan sabía que Wilkins y él tenían un premio cada uno como los mejores matadores… seguramente, uno de ellos rompería el empate aquella jornada. Y haría todo lo posible por ser él.
Historia de un beso
No era algo nuevo, pero tampoco parecía preciso. En ocasiones, nos gusta que nos cuenten la misma historia paso por paso, puesto que lo valorado es la categoría de la persona narradora y el tempo que da a las palabras adoradas que conocemos. Kiss the Rim era una destreza dominada holgadamente por Michael Jordan, una barbaridad estética que haría en partidos oficiales en el Madison Square Garden en frente de amigos personales como su compañero olímpico Patrick Ewing.
Dio igual que ya no fuera algo inédito, el jurado otorgó un 48 a la estruendosa operación que permitió volver a verle quedando suspendido en el aire. Sus propios rivales semifinalistas le chocaban la mano sin titubeos tras otro regalo para la NBA. Drexler se mantuvo sobrio y elegante, pero puede que estuviera demasiado poco dramático para lo que estaba exigiendo la velada con su Two Hands off Glass. A pesar de ser una constante en las batallas aéreas, el maestro Blazer nunca alcanzó el galardón.
Wilkins, quien se estaba mostrando algo contrariado por las valoraciones del jurado, hizo un giro de 360 grados con su usual ritmo, volviendo a tomar ventaja, aunque menos de lo esperado (47). Smith quedó descolgado en ese punto del torneo por un mate fallido que en aquel instante penalizaba mucho. Era cuestión de tres, si bien parecía que Dominique y MJ parecían destinados a lidiar sus diferencias en un duelo en O.K. Corral.
Así sucedió. El explosivo halcón buscaba la mejor nota posible, pero su Baseline Reverse Clutch Dunk recibió dos tantos menos de lo esperado por un artista consumado del arte de machacar a quien se no se le podía reprochar ni una gota de esfuerzo en su guerra particular por conseguir su segundo cetro. Al menos, dejaba atrás al incómodo Drexler (se llevó 46 en su última acción de la noche) atrás. Solamente le quedaba un escolta diabólico por eliminar de la partida. “Nos divertimos compitiendo en una amistosa rivalidad. Encontramos formas antes inéditas de sorprender a la gente. Ese es nuestro legado”, afirmó el piloto con la pelota de Atlanta.
La búsqueda de la perfección
Wilkins no se lo había puesto nada fácil. De hecho, Jordan podía darse por satisfecho con la rigurosidad de la mesa hacia el killer de los Hawks. La segunda obra maestra de “The Human Highlight Film” en su cierre tuvo una puntuación de 45 que se antojaba realmente exigente. Máximo José Tobías, auténtico experto de la andadura jordaniana, no duda en admitir en su biografía Michael Jordan: El rey del juego (2010) que el rival del dorsal 23 había merecido bastante más. El propio beneficiado lo admitió: “Yo le habría dado un 50”.
Esa sinceridad no estaba reñida con una situación que se haría célebre en la siguiente década. Los noventa serían aquellos años donde la NBA era un deporte de cinco contra cinco… donde los últimos cuartos igualados quedaban decididos por Michael Jordan. Le quedaba una bala de plata y, como los Utah Jazz o los Cleveland Cavaliers habrían de descubrir, no había peor sicario en los pabellones del mundo para aprovechar la oportunidad.
“Veo las imágenes en mi memoria como si fuera hoy y no tengo dudas: gané yo. Pero era contra Michael y en Chicago: demasiado”. Incluso actualmente la herida no ha terminado de cicatrizar. Indiscutiblemente, cualquier tribunal ecuánime le daría el beneficio de la duda a Wilkins a la hora de protestar el desempeño en el All Star de Gail Goodrich, Tommy Hawkins, Johny Green, Randy Smith y Gale Sayers como evaluadores imparciales.
Repasemos la situación con frialdad. Un tomahawk feroz colocó a Dominique en una posición de teórica ventaja para ser su último intento. Iba ganando 100-97 e incluso algunos participantes sintieron el jaque mate: “Todos pensamos que Dominique iba a ganar, pero los jueces escogieron el lado conservador. Un concurso como este y con estos jugadores… no volverá a verse” acertó a vaticinar el añorado Jerome Kersey.
Es decir, la polémica estaba mucho más afincada en la tacañería en bonificaciones de la mesa hacia el oponente de MJ que en las valoraciones al mito de Chicago. Habiendo errado el primero de los dos ensayos a los que tenía derecho, el ídolo local habló brevemente con una de las leyendas a las que más respetaba: Julius Erving, quien fuera genio en la ABA y la propia NBA, un atleta cuyo sentido de la estética hacía a muchos considerarlo un precursor de lo que ahora era el dorsal 23. Dentro de un excelente artículo (1988), Alejandro Delmás destaca una clave interpretativa propuesta por Charles Barkley y que habla maravillas de la capacidad de lectura por parte de Michael Jordan de sus fortalezas y debilidades. Wilkins era el mejor dunker con la batición de los dos pies. En cambio, el de Chicago podía brillar con una opción que exigía hacerlo solamente con uno y parar el tiempo mientras volaba. El único inconveniente radicaba en el cansancio con el que llegaba y que no quedaba colchón de error: “Estaba cansado y el público tuvo mucho que ver con esto. Me dio energía extra”.
Sixto Miguel Serrano, uno de los primeros corresponsales en lengua castellana a la Meca de las estrellas, siempre habló maravillas de la simpatía con la que Michael Jordan recibió a medios como Gigantes del Basket cuando aterrizaban al otro lado del Atlántico. Aparte de buena educación, MJ sabía que la prensa podía ser un utilísimo aliado. Y en el Chicago Stadium tenía a uno de ellos: Walter Loos Junior, fotógrafo del prestigioso medio Sports Illustratred, el magazine deportivo que no dudaría en bautizar el certamen de 1988 como el mejor jamás ejecutado. Y tendrían la instantánea perfecta para justificar su respuesta.
El dorsal 23 hizo la señal para que supiera donde disparar de la mejor manera su máquina. Tommy Hawkins y Gail Goodrich, antiguos integrantes de Los Ángeles Lakers, justificaron sus decisiones en que Jordan estaba siendo más creativo que su oponente en aquella cita tan igualada. En realidad, por lo menos para el último acto, la gran virtud de MJ fue mejorar el que ya había sido un salto precioso desde la línea de tiro libre. En esta ocasión midió con mucha precisión el punto exacto e incluso transmitió la confianza de que podría haber arrancado el vuelo desde más lejos.
A una mano culminó con delicadeza y era de esperar que otros miembros del jurado como Gale Sayers, jugador de los Chicago Bears, le mostraran más cariño que a Wilkins. “No sé si Nique fue robado. Será mejor que mire su cartera”, bromeaba Spud Webb, quien no perdía el buen humor ni en una noche aciaga. De todas formas, aunque el otro Hawk no pudo entrar en las últimas rondas, siempre gozó del respeto de Jordan, quien rememoraría años después su milagroso torneo donde el bravo joven venció pese a la diferencia de tamaño: “No podía creer lo que estaba viendo”.
El victorioso Bull reeditó el trofeo (que jamás volvería a intentar defender) y 12.500 dólares para su cuenta corriente. Dominique se quedó con los 7.500 fijados para el subcampeón, confesando posteriormente que su propio vencedor le prometería que hablarían de aquel duelo tan controversial en privado. En honor a la verdad, Jordan jamás vaciló en admitir que fue el primer sorprendido en la nota a la baja que le permitió tener la oportunidad final de vencer por 147-145 en un combate que pareció de dos pesos pesados que podrían haberse estado golpeando toda la noche con los mejores repertorios de su arsenal para aterrorizar a los aros.
Bajo ningún concepto, las sospechas de Wilkins con los jueces tuvieron algún menoscabo en la relación personal con su competidor: “Éramos rivales y tuvimos grandes batallas, pero él entendía el momento. Comprendía las circunstancias. Entre nosotros no había molestias ni ninguna animosidad. Nos encanta que hasta ahora se siga hablando del concurso porque sabemos lo que hicimos”. Además, aquel día confirmó lo que ya apuntaba Mike Fratello, “A pesar de que se convirtió en uno de los jugadores con más talento que he conocido, Dominique Wilkins destacó en la universidad solo por su capacidad para saltar por encima del resto. Cuando yo llegué a Atlanta me encontré con un jugador que tenía serios problemas para botar el balón. Un tiro a cuatro o cinco metros era toda una aventura y solo lucía un 68% en tiros libres. Hicimos un detallado estudio de lo que necesitaba trabajar y el resultado fue que se convirtió en un jugador completísimo”. El Chicago Stadium supuso el examen final superado con matrícula de ese reto.
Al igual que “His Airness”, Nique también comprendía bien por qué sus estilos se complementaban tan bien en la televisión: “Michael volaba, yo machacaba con todo”. Incluso durante una visita a Valencia en 2024, el antiguo alero de la NBA (que luego probó con éxito la aventura europea en Atenas y Bolonia) seguía mirando con agrado que la afición de un país lejano como España mantuviera el recuerdo y las nuevas generaciones continuaran teniendo curiosidad por aquella cita de dos colosos.
Como el gran campeón que era, “The Human Higlight Film” terminó empatando el palmarés de MJ con su victoria sobre Kenny Smith (Sacramento Kings) en el fin de semana de las estrellas de 1990. Con todo, Michael Bradley dedicó más espacio en un precioso artículo sobre su héroe personal a la derrota contra Jordan que a esos éxitos incontestables. ¿Qué importaba el marcador en la guerra aérea más hermosa, plástica e incruenta que nunca volverían a contemplar ojos mortales?
Actualmente, el encantador Nate Robinson ostenta el récord con tres premios como mejor matador del All Star. A buen seguro, Jordan y Wilins se “conforman” con haber brindado el pulso más épico donde los aros temblaron.
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