Explico mi realidad a través de memes de Twitter mucho más a menudo de lo que me gustaría reconocer. Soy de la generación Simpson — quién no lo es tras más de tres décadas, por otra parte — , lo que me hace todavía más patético por haber transmutado las referencias ‘Springfieldianas’ hacia la banalidad de las redes sociales.
La historia de Internet también es pendular, y tras el periodo Mr. Wonderful, ha llegado el auge del cinismo contra los tíos y tías ‘chulísimas’ que hacen ostentación del autocuidado y la sobrevaloración propia. No tengo nada en contra de este fenómeno, ojalá pudiera conseguir la confianza y el arrojo necesarios para superar ciertos límites mentales relacionados con el síndrome del impostor. A este respecto, recomiendo encarecidamente su reverso luminoso, acuñado por mi admirado Nacho Vigalondo: el síndrome del estafador. Esto es, trabajar en nuestros proyectos con el único objetivo de que las personas de nuestro alrededor no se den cuenta de que les estamos dando gato por liebre.
Vuelvo al carril derecho. Ayer me levanté temprano, me metí a Twitter y lo primero que vi fue que Lonzo Ball, base de los Chicago Bulls, había conseguido hacer su reaparición en una cancha de baloncesto tras casi tres años en el dique seco debido a las malditas lesiones. Tres cirugías artroscópicas en la rodilla izquierda después, reemplazo completo de menisco y trasplante de cartílago mediante, pisaba parqué de nuevo. En septiembre de 2022, Lonzo Ball no podía subir escaleras.
Cualquiera que haya seguido la NBA desde 2017 conoce la historia de Ball, pero aquí habrá lectores que tengan una vida productiva como cualquier hijo de vecino, así que os pongo en contexto. Este chico ha estado acostumbrado a ser el centro de atención desde que ha sido un infante. Espoleado por un padre megalómano que era más un director de marketing para su hijo que un guía, Lonzo Ball siempre destacó desde el instituto, en Chino Hills, donde jugaba junto a sus hermanos LaMelo (hoy jugador franquicia de los Charlotte Hornets) y LiAngelo (hoy trotamundos de la anaranjada).
Estaba llamado a ser el nuevo hijo pródigo de California. Oriundo de Anaheim, una ciudad al sur de Los Angeles, se alistó en UCLA y se destapó como uno de los mejores proyectos jóvenes del mundo. A este tipo de chavales, que están acostumbrados a que les digan lo buenos, guapos y listos que son, se les suelen colocar demasiados nidos de pájaros en la cabeza. Más aún si su padre se convierte en una celebrity y exhibe por todos los medios de comunicación esas supuestas cualidades divinas en pro de su propio beneficio personal.
Finalmente, fue elegido por los Angeles Lakers en el número dos del Draft de 2017. En ese momento, Kobe Bryant se acababa de retirar, los Lakers iban a la deriva y yo acababa de comenzar mi periplo como redactor en Somosbasket cubriendo a la franquicia angelina. Conozco muy bien esta historia. Elegido por (y comparado con) el mismísimo Magic Johnson, se esperaba de él que fuera la estrella que liderara el siguiente renacer de los de púrpura y oro. Una carga muy pesada de llevar a cuestas. Por supuesto, jamás llegó a cumplir la tarea imposible que le fue encomendada.
Pero era un jugador brillante. Iluminaba la pista con su visión de juego. Cómo disfrutaba viéndole recorrer la pista, qué manera de mover el balón tan encantadora. Pareciera como que el chico tímido y callado de fuera de la pista se transformara dentro para revolucionar el tempo de los partidos. Cómo defendía con esos brazos largos. De mecánica de tiro extravagante, era un jugador mucho más esforzado que el prototipo de estrellita que sólo mira por si mismo. Nunca tuvo una mala palabra hacia ninguno de sus compañeros; al revés, les hacía la vida mucho más fácil a través de su juego colectivo.
Los Lakers le traspasaron a los New Orleans Pelicans junto con el resto de jóvenes a cambio de Anthony Davis. A su vez, los Pelicans lo mandaron en última instancia a Chicago un par de temporadas después, cuando la liga ya había entendido quién era de verdad Lonzo Ball: un magnífico base que jamás llegaría a convertirse en la estrella que su padre proyectó en él. ¿Sabéis lo jodido que es recalcular el cómo te piensas en relación al resto del mundo? ¿Cómo puede uno gestionar la mediocridad (si es que llegar a la élite del deporte fuera tal) si todos te han encasquetado sus expectativas superlativas?
Y entonces se convirtió en un juguete roto, anatómica y socialmente. En un paria. Os lanzo la última pregunta: ¿haríais el titánico esfuerzo de rehabilitar esa rodilla maldita, sufriendo un dolor inaguantable a todas horas, sabiendo que lo más probable es que nunca vuelvas a pisar una cancha? Su caso es extraordinario, ningún otro deportista de renombre había vuelto de un calvario semejante. Ya no a jugar profesionalmente tras un destrozo así en la rodilla, sino a tener una vida funcional en el día a día. No sé si Ball podrá volver a ser determinante en la NBA. Probablemente no. Tampoco me importa.
No todos podemos ser Michael Jordan. Y eso está bien. Más que bien: es lo natural, lo humano. En los 90 proliferó, a raíz de un mítico anuncio de Gatorade, el lema ‘Be like Mike’. Todos los niños querían ser como Jordan: llevar sus zapas, sacar la lengua y encogerse de hombros como él, humillar a sus rivales, tomarse la vida como un desafío constante. En definitiva, todos querían ser unos cabrones. Cabrones como Mike. Perdonen mi opinión no pedida, pero yo no quiero ser como Mike. No quiero pagar el precio por ser el mejor. No quiero tratar al resto como basura. No quiero la soledad de la cima. No quiero la psicopatía necesaria para llegar ahí. Lo que yo quiero, lo que deseo para todos nosotros, es ser como Lonzo Ball.
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