Bahía Blanca. Capital del baloncesto argentino. Ciudad natal de Manu Ginóbili, Pepe Sánchez, Alejandro Montecchia, Juan Alberto Espil, Sergio “el oveja” Hernández y del Che García, entre tantas otras figuras nacidas en treinta cuadras a la redonda. En un país donde el fútbol es la pasión número uno, Bahía Blanca se destaca como una notable excepción. Un verdadero caso de estudio.
A mediados de la década del 80, la floreciente Liga Nacional de Básquet empezaba a recibir jugadores norteamericanos, toda una novedad. El proceso de reclutamiento era bastante rudimentario: un llamado telefónico con algún contacto en EE.UU, seguido de un VHS de algún jugador universitario o veterano para certificar que lo que se decía era cierto.
La información era escasa y los videos VHS que nos mostraban los representantes de los jugadores constituían nuestra única ventana al talento extranjero. Unos pocos números —altura, peso, promedio de puntos— y un par de jugadas destacadas eran todo lo que teníamos para hacernos una idea. La incertidumbre era parte del encanto, pero también generaba una gran expectativa. A través de la radio, los aficionados se enteraban si aquellos prometedores refuerzos eran blancos o negros, universitarios o veteranos, si medían más o menos de dos metros. La mayoría eran internos, porque los jugadores grandes siempre han sido una carencia de nuestro básquet. En fin, no sabíamos mucho más. Había que esperar que bajaran del avión y saltaran al rectángulo.
En esos momentos, las canchas de Bahía quedaban pequeñas; no entraba un alfiler. Se juntaban fácilmente 4000 personas en una ciudad con poco más de doscientos mil habitantes. Pero lo que quiero significar es que entonces los datos eran muy pobres, elementales. Y qué desilusión era ver a algunos de estos americanos y qué efervescencia generaban otros. Entonces un buen americano marcaba mucha diferencia. Al verlos por primera vez en acción, nos enterábamos de un dato que generaba risas nerviosas: según decían, a los “yanquis” los medían con zapatillas. O al menos esa era la excusa, porque casi siempre resultaban algunos centímetros más bajos de lo que se decía. Una pequeña decepción que contrastaba con la enorme expectativa que traían consigo, aunque algunos rápidamente se encargaban de compensarlo con su talento.
Claro que todo cambió a medida que las comunicaciones se fueron mejorando y la Liga fue creciendo. Para entonces ya habían comenzado a viajar hacia Estados Unidos y Europa los videos de jugadores nacidos en Bahía Blanca, surgidos de la propia Liga Nacional, y eso marcó el inicio de una emigración que hasta hoy continúa, recrudecida por las enormes dificultades económicas y estructurales que atraviesa nuestro país.
Del VHS a la inteligencia artificial
La incertidumbre que caracterizaba la era de los videos VHS quedó atrás. La llegada de Internet, dos décadas más tarde, revolucionó la manera en que consumimos información deportiva. Nacieron portales especializados que ofrecían estadísticas detalladas sobre cada jugador, equipo y partido. El público, ávido de conocimiento, comenzó a sumergirse en un mar de datos.
Gracias a la tecnología, hoy podemos analizar el juego de un jugador en detalle: desde su desplazamiento en cada drible hasta su eficiencia en distintas zonas de la cancha. Lo que antes se basaba en intuiciones y conjeturas se ha convertido en una ciencia de datos, transformando la manera en que entrenadores y equipos toman decisiones. La intuición ha dado paso al análisis estadístico y al uso de softwares avanzados que permiten rastrear movimientos y medir la eficiencia de las formaciones.
Esta era de la analítica también ha cambiado la relación entre los equipos y los aficionados, quienes ahora tienen acceso a datos detallados y debaten sobre las estrategias con un nivel de profundidad impensable en el pasado. Incluso la industria de los videojuegos, que se ha convertido en un referente con títulos como NBA 2K, ha adoptado esta tendencia, ofreciendo simulaciones más realistas basadas en datos reales.
Equipos como los Golden State Warriors han liderado esta revolución con el uso de datos para desarrollar un estilo de juego innovador. En contraste, en lugares como Argentina, donde los recursos son limitados y el éxodo de talentos es un problema, la analítica presenta una oportunidad para optimizar procesos sin grandes inversiones en infraestructura. A pesar de las barreras económicas y la falta de profesionales capacitados en algunos países, la analítica tiene el potencial de nivelar el campo de juego y permitir que equipos de menor presupuesto optimicen sus posibilidades frente a las grandes potencias.
El futuro del baloncesto: datos y pasión
El futuro del baloncesto estará indudablemente cada vez más atravesado por la estadística. Veremos cómo los entrenamientos se personalizan aún más, cómo se comprende mejor el tema de las lesiones y cómo surgen nuevas métricas para evaluar el rendimiento de los jugadores. Pero, aunque la información cuantitativa sea fundamental, el desafío es y será encontrar el equilibrio entre el poder abrumador de la analítica y la esencia natural del juego.
En la Bahía Blanca de los años 80, un entrenador conocido solía frenar el juego pateando un bidón de agua en momentos clave. Ese tipo de astucia es imposible de cuantificar. Porque aunque la analítica avance y el baloncesto se convierta en una ciencia más precisa, siempre habrá imponderables que no encajan en ninguna fórmula. Quizás no nos dimos cuenta en su momento, pero mientras las comunicaciones mejoraban, los datos se iban enriqueciendo, y el baloncesto se fue transformando en un deporte cada vez más exacto, más lógico. Incluso los aficionados, sin saberlo, fuimos especializándonos. Y aunque los datos se volvieron parte integral del juego, lo que sigue siendo necesario y encantador es esa parte menor e impredecible, que no se puede medir, esa chispa que sigue tan viva como el primer día.
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