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Perfiles NBA

El niño que lanzaba para olvidar

Para Martell Webster, la verdadera victoria está en el amor de su familia. Porque, al final del día, eso es lo que realmente importa.

Martell Webster
Wikimedia

Como cada noche, el pequeño aprovechó que su abuela dormía para escapar de casa rumbo a la cancha de baloncesto presente en el parque que se encontraba a pocas manzanas de allí. No recordaba cuándo habían dado comienzo aquellas fugas nocturnas, algunas de ellas finalizadas con una cita con la zapatilla tras ser ‘pillado’. Pero sí por qué lo hacía, aun a riesgo de aquel doloroso castigo.

Aquel ritual no tuvo en la búsqueda de la gloria deportiva su temprano origen, sino, más bien, para huir de un vacío enorme e irreparable. Su madre desapareció un día para no regresar. Nunca más. Su presencia se esfumó entre la niebla, así como su nombre, enterrado en un pasado del que nunca pudo escapar.

Martell Webster apenas posee dos vivos recuerdos de su madre. El primero data de la mañana de Navidad de 1990. Eran tiempos felices. El pequeño, que cuenta con cuatro primaveras por aquel entonces, juega con sus nuevos juguetes junto a su hermana –de siete años- Moncheri, mientras que Bobby, apenas un bebé, salta en su parquecito. Tan entrañable escena es observada de forma continua, entre risas y miradas de complicidad y cariño, por su madre, Cora McGuirk, y por su abuela, Beulah Walker.

El segundo –y último- tendría lugar apenas siete meses más tarde. Tras dos días desaparecida, Cora regresó a su hogar una mañana de julio visiblemente inquieta y abstraída. Beulah sintió al instante que algo andaba mal. Su hija se marchó al día siguiente y nunca más volvió.

“Esa mañana, cuando se iba, le pregunté si ocurría algo. Pero me dijo que no era nada, que todo estaba bien. Luego salió de casa, se detuvo y volvió a entrar. Dijo que, si algo le pasaba, que, por favor, cuidase de sus hijos. Que, por favor, lo hiciera por ella. Le dije que por supuesto que lo haría. Y esa fue la última vez que le vi”, relataría años después la abuela de Webster, haciendo memoria de aquel fatídico día.

26 años después, Martell sigue sin saber dónde se encuentra su madre, aunque ha preferido dejar atrás los acontecimientos que rodearon su desaparición. “Es demasiado horrible para pensar en ello… Hay una parte de mí que piensa que todavía sigue viva. Solo espero que esté en paz, esté donde esté”.

La policía, sin embargo, sospechó durante mucho tiempo que su desaparición estuvo fuertemente vinculada a Gary Ridgway, mejor conocido como ‘el asesino de Green River’, condenado a cadena perpetua en 2001 tras haberse declarado culpable de asesinar a 48 mujeres entre los años 80 y 90, aunque posteriormente afirmaría haber matado a 71. Sin embargo, en el registro oficial, el nombre de Cora McGuirk no se encuentra entre ninguna de ellas. Su cuerpo no ha sido encontrado y su caso permanece abierto.

Así, el cuidado del pequeño –su padre los había abandonado antes de que Webster naciera- recayó en las manos de Beulah, mientras que su primo, Stallone Braxton, con trece años de edad, se convirtió en una especie de ‘tutor en las calles’ y le arropó como a un hermano.

“Martell se vio completamente superado, abrumado, a una edad temprana”, explicó Braxton en una entrevista para ESPN. “A veces se ponía a pensar en su madre. De alguna manera, todo eso le impulsó a mejorar cada día. Con el tiempo, usó el dolor a su favor».

El crío, entre la desolación y la ira, vivió un completo desafío desde el primer día. A veces furioso y temperamental. Otras, apático y retraído. Su desesperación y sentido de no pertenecer a ninguna parte no hizo más que aumentar cuando, un par de años después de la desaparición de su madre, fue incluido en un programa de educación especial en la escuela primaria tras haber sido diagnosticado con Trastorno de Déficit de Atención. “No tenía demasiada confianza en los demás”, relata su amigo de la infancia Ross Donnelly.

Sin embargo, confiaba en Beulah, así que cuando ella le sugirió que utilizara el deporte como vía de escape para su dolor, no dudó en hacerle caso. El problema fue su, a priori, nula habilidad para la práctica deportiva. El béisbol le parecía muy difícil y el fútbol demasiado exigente para su frágil físico. Cuanto más jugaba, más frustrado se sentía. Incluso en el baloncesto, donde sus 190 centímetros de altura a los doce años de edad le parecían más un castigo que una virtud. “Estaba realmente mal. Pensé en dejarlo todo”.

Afortunadamente, no tardaría demasiado en conocer a alguien capaz de traer luz y esperanza a la vida de un niño controlada por la desesperación y la penumbra. Y, sobre todo, de abrirle las puertas a un futuro que amenaza con hacerse pedazos. Se trataba de Lou Hobson, director deportivo del instituto St. Joseph’s, situada a pocas manzanas del hogar de Martell, y director de la YES Foundation, un programa especial de baloncesto para niños y jóvenes. No obstante, el primer encuentro entre ambos fue de todo menos fructífero. Conduciendo de camino a casa tras un partido, Hobson se encontró con Martell, jugador rival en aquel duelo, caminando por el medio de la carretera. El director hizo sonar el claxon de su automóvil y el jugador le respondió con un ‘cariñoso’ corte de mangas.

Unas semanas más tarde, el propio Webster en persona hizo acto de presencia en St. Joseph’s con una clara petición: jugar para Hobson. Ante la ‘peineta’ dedicada a Lou afirmó –como sigue haciendo hoy en día, ya de manera anecdótica- no recordar nada de aquel episodio. Pese a ello, el técnico aceptó la incorporación del nuevo pupilo. Era precisamente aquel, el encauzar a rebeldes como aquel joven, el tipo de desafío que realmente le motivaban.

Hobson descubrió rápidamente que el futuro de Martell Webster estaba en el perímetro, así que se volcó en perfeccionar su lanzamiento, así como en trabajar su acondicionamiento físico y aspectos técnicos. “Entrena el tiro hasta que no sientas los brazos. Hasta que creas que se te van a caer. Y luego, entrena un poco más”, era su lema. Tras horas y horas de entrenamiento en las instalaciones deportivas de St. Joseph’s, la dura disciplina del entrenador comenzó a dar sus frutos. Los lanzamientos comenzaron a entrar cada vez con mayor asiduidad y facilidad. Y cuantos más anotaba, más quería tirar. En la cancha no había dolor. En la cancha no había sufrimiento ni lugar para las dudas y los miedos. En la cancha solo estaban la pelota, la canasta y él. Y paz. Mucha paz. “Lanzar fue su terapia”, afirma Rich Padden, amigo íntimo de la familia.

Y lo continuó haciendo. Durante mucho tiempo. Tanto que su increíble capacidad anotadora le abrió las puertas de la NBA -omitiendo su etapa universitaria pese a recibir interesantes ofertas de UCLA o Arizona- en 2005 tras promediar 27’1 puntos en la Seatte Prep School. Los ojos tristes de aquel niño rebelde e incontenible dieron paso a la mirada llena de determinación del hombre que ha conseguido vencer a los fantasmas del pasado.

Hace apenas dos semanas, Martell Webster anunciaba su retirada con apenas treinta años tras un calvario con las lesiones y más de 700 días sin disputar un partido oficial. Un mal menor para un jugador que, desde bien pequeño, tuvo que sobrevivir a uno de los vacíos más grandes que existen: la ausencia de una madre.

Es por ello que estos acontecimientos han dado a Martell una perspectiva de la vida muy distinta, comprometida con su familia. «Tengo a mi mujer y a mis hijos. Después de todo lo que me sucedió en mi infancia nunca permitiré que algo similar les suceda a ellos. Estaré siempre cerca cuando necesiten algo. Estaré cerca cada vez que les suceda algo. Quiero que sepan que su familia estará ahí siempre que la necesiten».

Sin baloncesto, todo el mundo girará ahora en torno a su familia -ya había confirmado en su momento que se retiraría joven para poder disfrutar de ella-. El agujero en su corazón ya no es tan profundo, ni el dolor tan agudo y, por fin, ha encontrado la paz que la vida le había negado durante tanto tiempo.

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