He de advertir que uno de los pocos ámbitos de mi vida en los que me considero, con orgullo, un purista de tomo y lomo es en el baloncesto. Lo confieso. Formo parte de ese espectro sociológico dogmático, serio, formal, sopranesco, respetuoso de los códigos baloncestísticos con los que ha crecido que se siente paralizado por la vertiginosa moda o muda de los cambios y que, al igual que Tony, es arrastrado violentamente por la atracción que implica vivir en constante imantación a la nostalgia en un mundo que cada vez está más irreconocible. Un payaso triste cuya capacidad mental para estimularse está siendo atrapada silenciosamente por un ruido blanco plano, lineal, plomizo, a la par que observa en Youtube el inacabable abanico de citas legendarias de Kobe Bryant. Todo esto a sabiendas de que eso es un camino que solo sirve para volver.
La NBA es una constante noria que jamás cesa de girar. Esta dicotomía implica que si un día estás en la cima, luego, irremediablemente, llegará el momento de estar en lo más bajo, hasta que finalmente te vas. Y no existe cárcel que prive de más libertad al individuo que aquella cuyos barrotes conforma la nostalgia. Tengo que evolucionar. Tengo que salir de esto. Tengo que empezar a aprender a valorar lo que han conseguido estos Warriors y disfrutar de ellos mientras engalanan sus vitrinas, tengo que empezar a aferrarme a la nueva generación o irme y no volver a ver un partido de la NBA jamás.
Afortunada y desgraciadamente desde hoy puedo decir que yo vi jugar a Kobe Bryant. Esto es jodidamente triste. Son tiempos aciagos para los románticos de mi generación, ni que decir tiene. El relevo generacional está triturando, deglutiendo de forma paulatina, convirtiendo la NBA que a mí me sostuvo en una especie en extinción. Esto es evidente. La situación es crítica. Los pastelosos de las estrellas de antaño, de Kobe, de Tim, de Pierce, de Dirk, de Pau, de Kevin Garnett, de Iverson…nos encontramos, en términos bukowskianos, peleando a la contra. Nos sentimos viejos. Apartados. Castigados al ostracismo mediático al que nos ha conminado la devastadora embestida de los nuevos aspirantes a suceder al rey en este juego de tronos. Y esto es ley de vida, quienes han reinado largo tiempo en el pasado antes o después se terminan desdibujando incapaces de igualar las dentelladas estadísticas que hoy propinan Curry, LeBron, Harden, Westbrook…No obstante, existen Stark y Lannister para todo en esta vida. Algunos optan por sacrificarse por el bien común y ceder su protagonismo con el fin de pelear por un anillo, como Pierce abandonando los Celtics, otros optan por vender su honor con tal de meterse unos cuantos millones más antes de marcharse, todo esto a consta de su orgullo. Pero Kobe no. El orgullo de Kobe siempre ha sido infinito, porque Kobe Bryant es un rey de los que destila honor por las cuatro puntas del viento angelino.
Aquellos que al igual que yo empaticen con esta nostalgia generacional que nos viene sacudiendo, nos toca aferrarnos al último destello de nuestro tiempo que aún tiene pulso; Mientras el trío Parker-Duncan-Ginóbili, comandado por Popovich, perviva, siempre se podrá hablar de la penúltima marcha de nuestro tiempo. No obstante, la realidad es que el milagro púrpura que hizo olvidar a MJ a toda una generación ya se ha ido, y el mundo hoy nos sonríe un poco menos, y lo único que verdaderamente me genera relativo consuelo es rever el documental de Spike Lee “Doin’ Work” porque gracias al documento sé que el futuro de Kobe Bryant está en los banquillos. No sé cuánto nos hará esperar. Pero hasta ese momento siempre estaré balbuceando en cualquier borrachera que se presente por qué Kobe Bryant ha sido el mejor jugador de la historia.
See u son, Kobe.
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