Leo con estupor -nunca comprendí demasiado bien esa palabra- que los equipos italianos podrían retirarse de la Eurocup. No sería tan extraño en esta Europa baloncestística repleta de guerra civiles si no fuera porque el sorteo se celebró el pasado jueves. Hace apenas tres días.
Lo reconozco, antes éramos gilipollas. Sumamente estúpidos. Lelos. O estúpidamente crédulos. Crecimos en otro baloncesto y pensamos que siempre sería así. O eso queríamos creer.
Crecimos en un baloncesto en el que si a tu equipo le iba bien, subiría de categoría. Y si le iba mal, descendería a la que hay justo abajo. No tenía que significar una desaparición segura. Crecimos en un baloncesto en el que sí que había un canon, pero no era un imposible. Ese canon era una herramienta para salvaguardar la liga, no para destruirla. Y nadie lo cuestionaba, tenía sentido.
Crecimos en un baloncesto en el que si a tu equipo le iba todavía mejor, jugaría en Europa. Había tres competiciones y más o menos sabías donde acababas. Si eras muy bueno, te ibas a la Euroliga, en la que jugaban todavía alguno de los mejores jugadores de Europa. Si habías acabado un poco peor, a la Korac, esa competición que te sonaba a empresa de revelado de fotos, pero que te ayudaba a descubrir un montón de puntos escondidos del atlas y que el infierno turco y el infierno griego se parecían mucho más de lo que jamás habías imaginado. Y por último, estaba la copa de Europa, esa competición de nombre confuso -en lo que era una advertencia de los nuevos tiempos que llegarían- y que la jugaban los ganadores coperos.
Y no había más. No había licencias, ni ligas cerradas, ni competiciones paralelas. Cada una tenía su valor y eran respetadas. Y no tenían que intentar acabar, cual super villano cutre, con las ligas locales.
Debíamos ser muy gilipollas. Había mitos en nuestro basket.
Crecimos en un baloncesto en el que las plantillas tenían jugadores con ojos. Tipos que podían estar en la misma ciudad durante años, identificados con su ciudad, con sus aficionados. Te dejaban tener tres extranjeros, y punto. Lo de cotonú nos sonaría a cerveza barata. Y lo de los cupos, a algún rollo de la UE y la producción de carne . Y un jugador con formación era Corbalán.
Debíamos ser muy gilipollas. No se había eliminado el salto entre dos.
Éramos absolutamente imbéciles. Pensábamos que las estrellas de aquí sólo se iban a marchar al otro lado cuando fueran muy buenos, cuando de verdad pudieran hacerlo bien en ese universo lejano. Era impensable que gente que aquí había descendido, fuera drafteada en primera ronda pocas semanas después. ¡En primera ronda!
Crecimos en un baloncesto en el que las selecciones, inocentes nosotros, tenían jugadores de su propio país. En el que no se mercadeaba con nacionalidades kosovares, ni búlgaras, ni estonias. En el que cada jugador tenía un pasaporte, y no dos. Y que normalmente era hasta auténtico.
Soñábamos con ganarle al fútbol, o al menos empatarle. Y no con que el fútbol nos regalara unas migajas, que además servirían exclusivamente para adulterar una competición cada día más desigual, más aburrida, con una final eterna y perenne. Una final cerrada para una liga cerrada. Cerrada para sus jugadores. Cerrada para sus equipos. Cerrada cada vez más para unos aficionados que una vez pensamos que esto molaba. Y no nos sentíamos gilipollas por hacerlo.
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