Gris, distante, y con la sensación permanente de estar viviendo en una película de espías barata. Widflecken era el perfecto retrato robot de un pueblo fronterizo de la RDA a mediados de los ochenta. Un lugar apartado de casi todo, y casi todos, y que hacía vida en torno a la base militar americana, el auténtico corazón de la zona.
El sol comenzaba a cobrar protagonismo aquella primavera de 1985, lo que había contagiado de buen humor a unas tropas hartas del frío y de la nieve de una tierra poco agradecida, más aún durante los largos inviernos. Pero no sólo era el sol el motivo de aquel clima de repentino optimismo. La visita de Dale Brown, entrenador de la prestigiosa LSU, distraía a unos muchachos siempre dispuestos a cualquier actividad que se saliera de los monótonos y cansinos ejercicios militares.
Dale Brown era un obseso del baloncesto. Experto en motivación -el vértice básico de las charlas a aquellos hombre y de su presencia allí- llevaba desde principios de los años setenta siendo el alma de los Tigers de Louisiana. Entrenador, recruit, consejero… aquel hombre podía llegar a estar pensando las 24 horas del día en baloncesto, y volver al día siguiente a su despacho con mil ideas más.
Sin embargo, todo hombre merece un descanso, y una cerveza fría tras dos horas hablando no le iba a matar, desde luego. Brown resoplaba mientras recogía sus cosas, antes de volver a su hotel. Fue entonces cuando sucedió algo. Notó una presencia a su espalda. Una enorme presencia que le tocaba la espalda, reclamando su atención. Brown ligeramente sobresaltado, se giró como un resorte. Se trataba de un joven recluta, de algo más de dos metros de altura y muy corpulento. La sombra asomó una mueca de timidez, y de ella emergió una frágil voz, teñida con un evidente tartamudeo.
– Perdone, coach… ¿puedo hablar con usted un momento?
Brown, repuesto de la sorpresa, miró al joven. Había algo en sus facciones que le inspiraba ternura. Dejó su bolsa en el suelo y echó un discreto vistazo a su reloj.
– Si, claro. Adelante.
Aquel recluta sacó fuerzas de flaqueza y, sin quitarse la vergüenza del todo, comenzó a exponer una serie de dudas sobre su juego, como la dificultad que tenía para machacar la bola pese a su altura, o la facilidad con la que le vencía el cansancio. Brown se interesó por todas esas cuestiones, y prometió enviarle un programa con entrenamientos de LSU en cuanto volviera a Estados Unidos. Durante esos minutos se creo una sincera cercanía, lo que llevó al técnico a interesarse algo más por él, formulando la mejor pregunta de toda su vida:
– ¿Cuánto tiempo llevas en el ejercito, soldado?
El muchacho se quedó en silencio durante unos segundos, entre sorprendido y avergonzado. Buscando unas palabras que no terminaban en llegar.
– No señor, se equivoca. No estoy alistado, tengo trece años.
Ahora fue Dale Brown quién enmudeció. Tras asimilar la situación unos segundos, le preguntó al chico sobre su talla de calzado. «Un 17, señor» y los motivos que lo le habían llevado hasta aquel remoto lugar. «Mi padre está destinado aquí, es el sargento Philip Harrison». Brown no salía de su asombro mientras seguía inspeccionando al chico con la mirada, sin creer del todo que fuera cierto que aquel enorme diamante en bruto se le había plantado justo delante de sus narices.
El entrenador le pidió que lo llevara ante su padre lo antes posible. El muchacho frunció el ceño, sabedor de que papá Harrison se encontraba en uno de sus escasos momentos de descanso y que no le agradaría demasiado una visita. Pero la insistencia del entrenador venció pronto, y aquel inmenso niño lo lo condujo hacia la sauna donde se encontraba relajándose el sargento.
El encuentro duró casi una hora. Philip Harrison era un hombre de fuertes convicciones, y no tardó demasiado en poner las cartas boca arriba. «Mire, entrenador. todo eso del baloncesto está genial. Pero ya ha llegado el momento de que los chicos negros como él puedan aspirar a algo más. A ser políticos, doctores. Incluso entrenadores, como usted». Brown le obsequió con un asentimiento sincero, y le rogó que tomara una tarjeta suya. Que siguiera el contacto con él. Y que el tiempo diría.
El tiempo no tardó demasiado en manifestarse, algo que suele ocurrir cuando está escrito. A las pocas semanas Brown, de vuelta en Estados Unidos, recibía una carta de su joven diamante negro. En ella le relataba que había sido descartado hace unos pocos días del equipo de baloncesto del instituto por ser demasiado patoso. «Nunca podrás jugar a esto» le habían profetizado.
Aquella noticia, junto con el traslado del sargento a la base de San Antonio, hicieron que Brown aumentará todavía más el interés por él. Fue de los primeros en enterarse de que había cambiado de instituto, uno en el que sus habilidades fueron potenciadas, tanto que lo llevaron a ser un objeto de deseo por decenas de ojeadores, enamorados de aquel enorme proyecto que seguía embutido por una capa enorme de timidez, tanta que, cuando al fin alcanzó su único destino posible -la LSU de Brown, por descontado- lo primero que hizo fue pedirle a su coach que no lo incluyera en su sistema de ataque. «Para hacer puntos ya tenemos a Chris Jackson y Stanley Roberts, yo me ocuparé de defender.» La ocurrencia volvió a dejar mudo a Brown, como en aquella lejana primavera de 1985, aunque en esta ocasión sí tenía la respuesta adecuada. Trabajaría noche y día en pulir aquel diamante, hasta convertirlo primero en el objeto de deseo de toda la NBA, y una década más tarde en el jugador más imparable del planeta. Y nadie diría nunca más que Shaquille O´Neal no servía para jugar a baloncesto.
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