Abril de 1992. Golden State Warriors contra Seattle SuperSonics. La atmósfera que se vive en el Seattle Center Coliseum es soporífera hasta el extremo, como en una jungla recóndita en la que lo salvaje y lo claustrofóbico se mezclan a partes iguales. Más de 14.000 almas entran en trance y gritan hasta erosionar sus gargantas, deleitándose con ese morboso histerismo que se contagia deprisa. Más veloz incluso de lo que viaja un virus letal.
«¡Reeeeeeeeeeeeeign Maaaaaaaan! ¡Reeeeeeeeeeeeeeeeign Maaaaaaaan!»
Alton Lister está postrado en el suelo, abatido, impotente, como un pelele sin vida. Su cuerpo está entero, o al menos todo lo entero que podría estar, pero su espirítu ha sido despedazado con ensañamiento y alevosía. Es perfectamente consciente de que acaba de vivir su momento más humillante como profesional. Ya no hay vuelta atrás.
A metro y medio de él se sitúa su verdugo, un depredador sanguinario venido de un universo lejano, aquel donde la gravedad y la fuerza parecieran seguir otros principios físicos. Señala con sus dedos altivo, recreándose con el cuerpo del damnificado, y reclamando allí mismo lo poco que le queda de orgullo y dignidad. Para él no deja de ser otro trofeo más, de los muchos que ha ido cazando a lo largo de su todavía corta carrera, pero aquella pieza goza de un significado especial. Sobre todo a raíz de que, dos partidos antes, Lister le propinara un desafortunado puñetazo al protagonista en cuestión cuando este se preparaba para realizar un mate remontando línea de fondo. Lo pagaría caro. Muy caro.
Honor. Sangre. Caza. Los principios existenciales del Yautja. Nadie se escapa.
A finales de los años ochenta, los hermanos Jim y John Thomas crearían un archiconocido personaje de ficción que ya ha pasado a la posteridad: el Depredador. La idea era diseñar un extraterrestre cuyo leitmotiv existencial fuera viajar de planeta en planeta tratando de verse inmerso en macabros desafíos con cualquier forma de vida inteligente que poseyera atributos guerreros (entre los que, lógicamente, se encontraban algunos humanos). Esa violenta costumbre representaría una especie de rito de iniciación para los miembros más jóvenes de la especie, que para ganarse el respeto del clan, debieran conseguir un trofeo de sus víctimas. Posteriormente, y gracias a la ayuda de Stan Winston y James Cameron, la extraña criatura sería llevada al cine.
Aquella velada de Playoffs de 1992 fue el rito de iniciación para un Depredador que, durante mucho tiempo, se recorrió las selvas NBA en busca de una presa que atrapar. Cada noche, sin excepción, afilaba el instinto y salía a cazar. Estableció su nido base en Seattle, tierra húmeda y lluviosa, y desde allí, se propuso martirizar al resto de la liga. Era alto, fibroso y atlético, de eterna zancada e infinita energía. Se llamaba Shawn Kemp, y esta es su historia.
El camino de Kemp comienza en el instituto Concord High School de su localidad natal, Elkhart, en el estado de Indiana. Territorio donde el baloncesto es mucho más que un deporte y cobra forma de religión. No hay un rincón de Elkhart donde el sol entrecortado del Medio Oeste americano no se pose sobre los aros de una canasta. Allí, en un municipio que ronda los 50.000 habitantes, fue donde Kemp se enfrentó por primera vez a las demandas del clan.
Ya desde su año junior se agolpaban largas colas de aficionados a las puertas del humilde gimnasio de Concord, solo para verle a él. La marabunta social acudía al estadio motivada por esa manera única que tenía de moverse en cancha. Era como si le brotara de dentro un salvajismo incontrolable de naturaleza puramente animal. Una condición que se acentuaba exponencialmente cada vez que realizaba un mate, la expresión máxima de su dominio. Los mates de Kemp no eran mates normales, ni siquiera si se comparaban con los que ejecutaban los grandes artistas de la escala profesional. Sus finalizaciones eran expresiones de furia contenida, de una rabia tan poderosa que quemaba por dentro, y que por tanto, debía ser liberada. Kemp era un caníbal del aro, tal vez el mayor que se ha visto, porque lejos de tratarlos con delicadeza, los desmenuzaba y martilleaba convirtiendo cada acción en un festival de baloncesto gore. Despojos quebrados, hechos trizas, como los soldados de las fuerzas especiales que comandaba el mayor Alan «Dutch» Schaefer (Arnold Schwarzenegger) en la selva de Centro América. Baloncesto no apto para menores de edad.
Y, sin embargo, eran adolescentes la mayoría de las personas que poblaban el gimnasio de Concord. Una noche, y según testimonio de un primo suyo que acudió presto a verle jugar, Kemp realizó un mate con tanta fuerza que provocó una minúscula descarga eléctrica en los alrededores del aro. Una historia recogida por el prestigioso diario deportivo Sports Illustrated en 1989, y que si no fuera por el individuo que la protagoniza, solo hubiera despertado risa e incredulidad. Pero así era el día a día de su existencia en Concord: contraataques fulgurantes coronados por mates suicidas, que le causaban cortes, arañazos y quemaduras en brazos y muñecas. Todo merecía la pena por entretener y gozar practicando su deporte favorito. La afición, como no podía ser de otra manera, se beneficiaba de aquel privilegiado espectáculo, sabedora de que estaban ante un talento de clara proyección NBA.
No obstante, no todo iba a ser un camino de rosas para el imberbe Kemp. Más bien al contrario, ya desde temprana edad se vería obligado a enfrentarse y superar una serie de duros obstáculos que llegaron a poner en jaque su carrera. El primero, y casi más importante de ellos, siempre fue el académico. Tras apalabrar con Kentucky su futuro reclutamiento universitario, y después de levantar el rencor local por haber elegido a los Wildcats por delante de los competitivos Hoosiers de Indiana, Kemp no alcanzaría la nota mínima exigida por la NCAA en el SAT (Scholastic Aptitude Test), una especie de prueba de conocimiento general que se antojaba fundamental para poder ingresar en el siempre controvertido baloncesto colegial. Dicho incidente tendría una repercusión mayúscula: uno de los talentos baloncestísticos más extraordinarios del país no podría, según la normativa, disputar un solo minuto oficial en su año freshman. Un jarro de agua fría para su familia, para toda la comunidad de Elkhart, y por supuesto, también para él.
Impedido para el baloncesto, frustrado y distraído, Kemp no supo o no quiso adaptarse a la vida en el campus de Lexington. Inexperto y por hacer, demasiado inmaduro para tomar las decisiones adecuadas, parecía que sus prioridades se perdían en un mar de confusión. Con el paso de los meses sus problemas extradeportivos comenzaron a amontonarse uno tras otro, llegando a agotar la paciencia de la dirección deportiva. El frágil cordón umbilical que unía al joven prodigio con su universidad se rompería para siempre a mitad de año, al descubrirse que había empeñado dos cadenas de oro robadas a Sean Sutton, compañero de vestuario y, para colmo, hijo del entrenador Eddie Sutton.
«Yo no soy un ladrón. Nunca pasé un solo día en la cárcel, y tampoco fui interrogado por la policía. Sí, empeñé aquellos colgantes y fue un error, pero no soy un ladrón», diría Kemp.
Pero nada le podía ya salvar, ni siquiera la mediación de Dwane Casey (actual entrenador de Toronto Raptors y por aquel entonces asistente en Kentucky), uno de sus más firmes valedores. Sería expulsado inmediatamente del centro y, por vez definitiva, roto el sueño de maravillar a la grada del mastodóntico Rupp Arena con sus vibrantes mates. Lo único que pudo hacer Casey es gestionar su traslado a otra universidad, mucho menos prestigiosa, en la zona este de Texas, donde también tendría que esperar hasta su segundo año para poder debutar. Kemp, sin embargo, meditaba otros planes.
En junio de 1989 decidiría presentarse al Draft de la NBA, desafiando toda lógica y desoyendo los consejos procedentes de su mismo entorno. Al fin y al cabo, su intentona universitaria solo le había causado problemas y desengaños (algunos de ellos causados por él mismo, dicho sea de paso), así que, ¿por qué esperar? Aspiraba a ser el primer jugador desde el lejano 1975 que daba el salto directamente desde el instituto. Un riesgo potencial que siempre tuvo a Moses Malone y Darryl Dawkins como reflejo del éxito, pero que de salir mal, podía echarlo todo a perder. Además, el juego de Kemp distaba eones de lucir pulido. Carecía de la necesaria disciplina profesional, dependía en exceso de su superioridad física, y para colmo de males, hacía más de un año que no disputaba un solo partido oficial. Parecía que todo apuntaba en su contra.
Se puede entender entonces que, cuando su nombre salió elegido en la decimoséptima posición un 27 de junio de 1989, la escéptica grada congregada en el Felt Forum solo le recibiera envuelto en un manto de abucheos. Era imposible creer en un chico tan virgen, que arrastraba tantos problemas fuera de las canchas, y al que se veía como el claro exponente de todo lo malo que traían las nuevas generaciones de jóvenes afroamericanos. Too Rich, Too Young, Too Fast.
Como era de esperar, el primer año de Kemp en la liga no fue fácil. Demasiado verde, talento a borbotones pero crudo, sin cocinar, no estaba preparado para medirse con las bestias que poblablan el universo interior NBA. De los 82 encuentros que componen la liga regular solo uno lo disputaría como titular, con una media de minutos jugados que apenas alcanzó los quince por partido. Eso sí, detalles de exuberancia atlética y bravuconería desenfadada (la misma que le había hecho famoso en Elkhart) no faltaron. Tampoco rehusó a participar en los concursos de mates de 1990 y 1991 (posteriormente también en los de 1992 y 1994), donde dejaría un agradable sabor de boca.
Tal vez el punto de inflexión para Kemp llegaría durante los dos años siguientes, con el aterrizaje en Seattle de dos perfiles que marcarían su devenir deportivo para siempre, y que sin duda trabajarían para auparle al estrellato. Primero en 1990, cuando los Sonics draftearon al genial base, Gary Payton, un hermano donde verse reflejado. Callejero, indómito y lenguaraz hasta el abrasamiento, GP compartía con Kemp la filosofía in your face, además de su gusto por el baloncesto rápido, salvaje y vertical. Segundo y quizás más importante, en 1992 con la adquisición del siempre controvertido George Karl, firmado como entrenador jefe en sustitución de K.C. Jones.
La llegada de Karl supuso una radical revolución táctica y técnica en el seno del equipo. Su gusto por el baloncesto intenso y enérgico, de asfixia física atrás y transiciones fugaces arriba, se adaptaba como un guante a las virtudes de sus jugadores, en especial de Kemp y Payton. De esta manera, los Sonics se convirtieron en uno de los equipos más imprevisiblemente atractivos de la liga. En defensa enviaban ‘traps’ constantes desde el lado débil y dobles equipos al dueño de la bola para forzar robos y pérdidas que, con inusitada frecuencia, se convertían en puntos fáciles. Verles defender era como asistir a un ejercicio de caos controlado, donde un mar de brazos revoloteaban constantemente en busca del esférico. El objetivo no era otro que minar la moral del rival, que perdía el balón a cada rato y debía asistir atónito como Seattle armaba rápido el contraataque, la mayor de las veces culminado en alley-oop de Payton a Kemp. La jugada que selló su lugar en la memoria de los noventa. La secuencia que excitó las pasiones de una generación entera. Desde tribuna de prensa narraba siempre la escena Kevin Calabro, mítica voz de los Sonics, que bautizaría a nuestro protagonista con uno de los motes más poderosamente sonoros de la historia: «Reign Man». El hombre que reina bajo la lluvia.
Poco a poco, y a base de esfuerzo, dedicación y terroríficos mates que despertaban la admiración del más cínico, Shawn Kemp comenzó a ganarse el corazón de Seattle. Nadie quería perderse uno de los espectáculos más grandiosos de la constelación NBA, como muestra el hecho de que, en los años de mayor efervescencia, el pabellón de la ciudad esmeralda liderara los rankings de asistencia. Ni siquiera en los gloriosos últimos setenta, cuando se consiguió el único campeonato que tiene la franquicia, hubo tal conexión entre equipo y afición. En muchos sentidos, la sonicmania nació allí, con Kemp situándose en la cúspide del trono, celebrado como el mayor prodigio genético que había alumbrado nunca su posición.
«Siempre que analizo a un jugador escribo en mi libreta: ‘carece de capacidad atlética’. Luego me doy cuenta de que en realidad no soy objetivo porque estoy demasiado acostumbrado a ver a Kemp. Comparado con él, nadie es atlético», diría Wally Walker, GM de aquellos SuperSonics.
«Podías notar cómo su energía crecía durante el partido, con cada gesto y con cada acción. Iba en aumento, en aumento, en aumento… hasta que ¡bam!, explotaba en tu cara y hacía uno de esos mates tan típicos suyos», sentenciaría su compañero Michael Cage.
Bien es cierto que los Sonics, como experiencia colectiva, también atraversaron por duras dificultades que cerca estuvieron de echar al traste con el proyecto de Karl. Una imprevista eliminación en los Playoffs de 1994 cuando, gozando del mejor récord de la liga, cayeron en primera ronda ante los rocosos Denver Nuggets de Dikembe Mutombo. La traumática experiencia logró soflamar a un vestuario que, ya de por sí, era bastante inestable. Ya fuera Payton contra Karl, Ricky Pierce contra Payton, Karl contra Kendall Gill, o todos contra todos, lo cierto es que los encontronazos se sucedían con demasiada frecuencia. Y en medio de todas las trifulcas se situaba Kemp, criticado por no asumir el necesario liderazgo que se esperaba de una figura como la suya.
Ante tal tesitura, la gerencia deportiva aprovecharía los veranos de 1994 y 1995 para seguir apuntalando el equipo, realizando algunos sacrificios clave en pos de mejorar la química grupal. El cambio más importante llegaría con la adquisición de Hersey Hawkins, veterano escolta de sensatez y temperamento pausado, que aportaría experiencia y cordura en un vestuario tradicionalmente alterado. Por su parte, Kemp aprovecharía para someterse a duras sesiones de trabajo con el objetivo de refinar su repertorio técnico y diversificar su aportación ofensiva. Todo depredador que se precie debe contar con el mayor arsenal de armas posible, y no depender exclusivamente del combate cuerpo a cuerpo. Un tirito fiable de media distancia, una mejora en la lectura del juego, mayor disciplina atrás… elementos todos ellos que se antojaban fundamentales para alcanzar el siguiente nivel.
Y por fin, en la temporada 1995/96, tanto Kemp como los Sonics alcanzarían ese nivel reservado solo para los privilegiados. Una vez más, se alzaron con el mejor record de la Conferencia Oeste, practicando el baloncesto más atractivo y selvático de la liga; pero al margen de eso, la escuadra también había ganado en oficio y solidez. Un curso mágico que les llevaría a jugar las Finales por primera vez desde 1979 (el año del campeonato), ante unos Chicago Bulls que, por desgracia, se mostraron intratables. No obstante, aquella serie confirmaría a Kemp como el jugador más importante del plantel, y como una de las grandes superestrellas en alza. Se aproximaba cada vez más a la cúspide de su juego, y todo el mundo podía intuir que lo mejor estaba por llegar.
Pero justo cuando todo parecía marchar viento en popa, algo fallaría.
Desde hacía tiempo, el ala-pívot de Elkhart venía exigiendo una revisión al alza de su contrato que, debido a la normativa salarial, se antojaba casi imposible de realizar. Al menos esa era la justificación que ofrecía siempre la franquicia cuando aceptaba a sentarse hablar con él. Dicha narrativa quedaría terriblemente en entredicho cuando, en el verano de 1996, y tras perder la final contra Chicago, los Sonics firmaron al mediocre Jim McIlvaine, robusto pívot de Wisconsin cuyo talento siempre estuvo bajo sospecha, por la astronómica cifra de 33 millones de dólares a cobrar en siete años. Visto en retrospectiva, uno de los contratos más irracionales en la historia de la NBA. Nadie en la ciudad de Seattle pareció entender aquel extraño movimiento. Wally Walker, general manager al frente del equipo, defendería su decisión argumentando que, ante el crecimiento del temido O’Neal, y los problemas de Seattle para cerrar el rebote y defender a interiores dominantes, se hacía imprescindible fichar a un tipo como McIlvaine. Por su parte, y tras escuchar aquella diatriba tan ilógica, Kemp cerraría su puerta para siempre, y repetiría durante toda la 1996/97 que no volvería a vestir un uniforme de los Sonics en la vida.
«Creo que es evidente que el fichaje de McIlvaine irritó mucho a Shawn», diría George Karl, que también tendría enormes diferencias con Walker.
«Aquella decisión decepcionó mucho a Shawn, y desde ese punto en adelante, fue engordando la bola de nieve…», apostillaría certero Frank Brickowski.
En el verano de 1997, y tras un año de insufrible convivencia (marcada por los rumores de que estaba desarrollando una relación demasiado íntima con el alcohol), se le concederían sus deseos, al ser enviado a la gris Cleveland en un triple traspaso con Milwaukee que, entre otras cosas, dio con los huesos del irregular Vin Baker en Seattle. Y aunque los primeros momentos de Kemp en Cleveland estuvieron caracterizados por un crecimiento optimista en su juego, lo cierto es que el paso de los meses iría provocando un deterioro cada vez más acusado en su motivación y pasión por el baloncesto. Se le empezó a conocer más por sus escándalos fuera de las canchas (relacionados con la droga y de tipo sexual), que por lo que ofrecía dentro de las mismas . De nuevo afloraba la oscura sombra del Kemp de Kentucky, descontrolado e inmaduro, incapaz de sentar la cabeza y establecer prioridades. Esta vez era peor incluso, ya que su mítica frescura física empezaba a desvanecerse sin dejar rastro.
Tocaría fondo al terminar el lockout de la temporada 1998/99, mucho más corta de lo habitual debido al cierre patronal. Tanto tiempo lejos de partidos, concentraciones y entrenamientos le sumergieron en una espiral total de destrucción. Un frenesí de dejadez que tuvo en la comida a su hilo conductor. Entre el verano de 1998 y enero de 1999, Shawn Kemp engordó la friolera de 15,5 kilos, presentándose al training camp de los Cleveland Cavaliers bajo un aspecto lamentable, que no casaba con un deportista profesional de su entidad. Incluso un desesperado Wayne Embry, general manager de los Cavaliers por aquel entonces, trató de encontrar solución al gigantesco problema, aunque sin éxito:
«Con el dinero que le pagábamos, lo lógico era pensar que al menos se mantendría en forma. Podría haber contratado a profesionales para que le ayudaran a hacerlo. El nutricionista de la Cleveland Clinic le diseñó una dieta, pero Shawn no tuvo la disciplina para seguirla. Incluso ofrecimos mandar un chef a su casa para que le preparara las comidas. Le dije a Shawn lo mismo que a Mel Turpin en su momento: ‘no quiero a nadie jugando en este equipo que pese más que yo’. Pero eso tampoco funcionó.»
Por puro talento seguía siendo capaz de rendir a buen nivel y cosechar unos dignos registros estadísticos, pero se echaba en falta esa chispa de su juego que le convertía en absolutamente diferencial. No era el Kemp de Seattle, aquel sanguinario depredador de película que mancillaba el honor de cualquiera que se atreviera a cortarle el paso en su camino hacia canasta. Ni lo volvería a ser.
Los últimos años de Kemp en la NBA oscilaron entre el patetismo y la indiferencia, vagando por las pistas de Portland y Orlando como una triste caricatura de sí mismo. Aquejado de múltiples problemas, se convertiría en una especie de circo mediático andante, constantemente acusado de no pasar la manutención a los múltiples vástagos que había engendrado (hasta siete con seis mujeres diferentes, aunque la rumorología apunta a cifras aún más boyantes). Esa condición de Kemp como irresponsable womanizer se convirtió en motivo de burla y socarronería para la opinión pública, que había perdido todo el respeto por una figura en su momento idolatrada. Pero lo peor no sería eso, sino su adicción al alcohol y la cocaína, explosiva combinación que le obligaría a abandonar la temporada 2000/01 antes de tiempo para ingresar en un centro de desintoxicación. Por asuntos que nada tienen que ver con lo deportivo, Kemp contribuyó directamente a alimentar la imagen matona y carcelaria encarnada por los Trail Blazers de principios de siglo.
Al término de la 2002/03, y tras años de radical declive, Kemp anunciaría su retirada definitiva del baloncesto profesional. Una decisión que, lejos de causar tristeza, provocó alivio. En el subsconciente de cualquier aficionado a la NBA permanecía vivo el Kemp de Seattle, orgulloso e imperecedero, y torturaba ver cómo el personaje que había ocupado su lugar en Portland y Seattle engullía a aquel chico (literal y figuradamente). Retirarse era la mejor opción, a pesar de que su trayectoria dejó ese regusto amargo que deja siempre el potencial desperdiciado.
«De lo único que me arrepiento es de que podía haber alargado mi carrera un poco más, y así enseñar mi talento a la gente durante el mayor tiempo posible. Pero al margen de eso, realmente no tengo nada que lamentar», diría recientemente un Kemp más sabio y reconciliado consigo mismo.
Lo cierto es que, en los últimos años, da la sensación de que el Kemp controvertido y escandaloso al que se nos había acostumbrado durante más de una década, ha dado progresivamente paso a una figura menos mediática y mucho más silenciosa. Fuera del radar del sensacionalismo amarillista, su nombre solo ha levantado interés por causas más nobles, como cuando se le vio en la grada de los Washington Huskies asistiendo a un partido de su hijo, Shawn Kemp Jr (que actualmente forma parte de los Reno Bighorns de la D-League). Incluso en el enfrentamiento ante Oregon State compartió momentos con su antaño socio natural, Gary Payton, cuyo retoño formaba parte del equipo rival. Una bonita estampa que parecía cerrar el círculo.
Hoy en día, y mientras se aclaran los nubarrones que ensuciaron su vida, Kemp se ha convertido en un auténtico jugador de culto. Es celebrado como una de las expresiones más sinceras de la esencia noventera, el ejemplo perfecto para ilustrar un ‘revival’ nostálgico que recorre con fuerza la NBA actual. Esas históricas batidas al aro siguen inspirando a millones de personas, incluso a aquellos que no pudieron disfrutar de su maravilloso repertorio en directo, y que, gracias a internet, ahora también pueden hacerlo. Se ha intentado reencontrar en jugadores como Amare Stoudemire o Blake Griffin la mágica esencia que alimentaba a sus mates, pero siempre se llega a una misma conclusión: nada iguala al prototipo original. Al menos en ese particular aspecto. Durante mucho tiempo, tal vez para siempre, Shawn Kemp se seguirá manteniendo como un jugador único, visualmente cautivador, y en algunos sentidos hasta revolucionario.
Un auténtico regalo de la genética.
Cuenta la leyenda que, en lo alto del Space Needle de Seattle, esconde su guarida un depredador de otro mundo. Desde el skyline esmeralda divisa todos los movimientos de la ciudad en busca de su próxima presa. Se desconoce su nombre u origen. Solo un apodo en clave que discurre como un tenebroso eco por los callejones de la urbe: Reign Man… Reign Man… Reign Man. Esta noche hay partido y ya puede olfatear la sangre.
Que comience la caza.
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