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Análisis

Jabari Parker, mormona espiritualidad

El garment es una pieza de ropa interior sagrada de origen y uso en la comunidad mormona, aún en vigencia. Se basa en un conjunto de camiseta y calzoncillos que puede variar de medida y tejidos según el clima o el hábitat; ambos sexos tienen sus propios diseños, que cabe decir que no encenderían una mecha en el más devastador de todos los incendios. Tanto para hombres como para mujeres, esta tradicional vestimenta representa una protección interior, algo simbólico y espiritual, que llevan como muestra de su creencia.

En su larga lista de apariciones mediáticas, los también llamados Santos de los Últimos Días han sido representados como una congregación intransigente de valores rígidos y austeros, a menudo caricaturizados en forma de pesados propagandistas del puerta a puerta con corbata. La figura del mormón siempre ha ido ligada a un joven de piel blanca, y no es para menos; pese a que en la modernidad se haya actualizado el pensamiento, las escrituras en las cuales se basa esta ramificación de la iglesia del siglo XIX contienen numerosos elementos racistas.

Una de las primeras partes de El Libro del Mormón, el segundo de Nefi, habla en uno de sus capítulos de cómo Dios impone un brutal castigo: ser negro. “Una penosa maldición a causa de su iniquidad […] Ya que eran blancos y sumamente bellos y deleitables, el Señor Dios causó que los cubriese una piel de color oscuro, para que no atrajeran a los de mi pueblo” –Nefi 2, capítulo 5, versículos 21, 22 y 23-.

Superado en parte, y no gracias a Dios, el estigma racista, en el mundo del baloncesto también unimos el hecho de pertenecer a la fe mormona con la raza blanca. Desde la universidad mormona por excelencia, Brigham Young, han salido jugadores como el legendario a la par que fastidioso Danny Ainge, el tirador Jimmer Fredette -recordado por ser uno de los mejores lanzadores del baloncesto universitario- o Shawn Bradley, segundo pick del Draft de 1993 y único freshman seleccionado ese año que rindió muy por debajo de sus compañeros de camada: Penny Hardaway, Chris Webber, Nick Van Exel…

Ningún jugador de la era moderna que haya pasado por Brigham Young ha tenido éxito en la NBA. Pese a que en algunas ocasiones han llegado a la mejor liga del mundo con el cartel de potencial estrella, su carrera no ha sido todo lo exitosa que se esperaba. Quizás por eso, el mejor jugador mormón de la NBA decidió escoger uno de los grandes programas universitarios de los Estados Unidos y dar la espalda a la universidad que más acorde iba con sus principios religiosos. Un sacrilegio deportivo fácil de excusar, pero difícil de llevar; aunque algunos alumnos de BYU decidieran versionar la célebre canción surcoreana ‘Gangnam Style’ con el nombre del jugador para intentar convencer de que aceptara la beca de la universidad, la atractiva vida universitaria se antojaba más complicada para un creyente de élite que decir no a una legión de fanáticos devotos –del baloncesto-.

Jabari Parker se comprometió con Duke tras ser nombrado el mejor jugador de High School de todo el país, título que portaría con elegancia durante su etapa universitaria. Triunfó en los Blue Devils de forma madura y constante, demostrando liderazgo, aptitudes y una consistencia psicológica fuera de lo normal por su edad. El gran borrón de su expediente deportivo fue caer en primera ronda del torneo final de marzo en un loco partido ante el inferior college de Mercer; una debacle para el pequeño gran mundo del baloncesto universitario. Sueños rotos en un suspiro que solo eran la antesala formativa de una prometedora trayectoria.

Desde el reportaje que le dedicó Sports Illustrated durante su etapa en HS, hasta el momento, Parker ha mantenido un perfil personal muy tranquilo, alejado de los cánones del estrellato que con 17 años ya rechazaba. Visto lo visto, el ritmo de vida y situaciones que puede llegar a vivir un jugador de primer nivel en Duke quizás no fueran del todo una distracción. Por seguro que la pecaminosa –y casi inexistente- vida nocturna de Milwaukee tampoco.

Los periodistas que más se han podido acercar a la atmósfera del equipo de Jabari, los Bucks, hablan de él como un tipo tranquilo, más bien callado, pero en ningún momento triste o cerrado. Llegó a la liga con cara de niño y cuerpo de atleta; aterrizó en el mayor espectáculo mediático de baloncesto del mundo con unas convicciones y sin una gota de alcohol en su cuerpo, según el propio jugador. Un choque cultural en una Milwaukee conocida como “ciudad de la cerveza” al que se ha adaptado a la perfección y del que ha sabido sacar partido: en su tercer año ya destaca entre los mejores de la competición y es uno de los claros aspirantes al Most Improved Player Award.

Desde la pequeña cima en la que se encuentra, puede divisar una mayor cumbre deportiva esperando dar el salto definitivo al estrellato, pero también puede echar la vista atrás y ver por lo que ha pasado. Primeramente, Jabari Parker es hijo de la expectación, como todo joven jugador de baloncesto de los Estados Unidos que saborea las mieles del circo del High School y de la NCAA. Cocerse bajo los focos de atención de medio mundo y llegar a la NBA habiendo aprovechado el tiempo y tener la cabeza amueblada no es fácil, y menos para el proclamado mejor jugador de HS desde LeBron James.

Algo especial debe tener su camada, anunciada a bombo y platillo como una de las mejores desde el famoso Draft de 2003. Tanto él como Andrew Wiggins son dos jugadores atípicos, con ninguna salida de tono ante las cámaras o micrófonos ni deslices públicos, resultado de su personalidad. Dos rocas de cara al exterior que mejoran día a día y que, sin duda, serán los líderes de la siguiente generación de cracks. Para más evidencias, el proceso de crecimiento de Joel Embiid desde la sombra pese a salir de Kansas como freshman al igual que los mencionados Wiggins o Parker, Aaron Gordon, Zach LaVine o los internacionales Dante Exum y Nikola Jokic.

Sin embargo, en diciembre de 2014, el primer año de Jabari como profesional, el natural de Illinois se destrozó la rodilla y dijo adiós a su temporada rookie, que estaba resultando más floja de lo esperado. Una vez más, debía estar a la altura mentalmente, pues jugaba en su contra un importante hándicap físico. Tras ocho meses en el dique seco, el ex de Simeon HS pudo volver dosificado con cuentagotas en su campaña sophomore, sin hacer mucho ruido y entre algodones hasta terminar llamando a la puerta del éxito. Un escollo más, un nuevo camino recorrido con naturalidad; la grave lesión sufrida no pudo pararle y terminó la temporada promediando casi 19 puntos por partido durante los últimos 28 encuentros para acabar la campaña con un engañoso promedio de 14’1, si se tiene en cuenta que hasta diciembre jugó con restricciones.

Y como la segunda vuelta del Señor que predica la fe que Jabari abraza, el de los Bucks ha vuelto de donde nunca debió salir: de las portadas, de los artículos, de los puntos de mira de ojos inquietos. El siguiente paso, afrontar de nuevo el halago con humildad y trabajar para avanzar como ha hecho hasta el momento: como un tipo tranquilo, como un tipo espiritual, con el garment sobre su piel y la serenidad por bandera.

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