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Reflejos

Aquel dragón que conquistó el cielo

Abdul-Jabbar y Bruce Lee procedían de mundos distintos pero pronto comprobaron que tenían mucho en común. Así se forjó la relación entre dos estrellas legendarias, referentes cada una en su terreno.

El joven Lewis podía quedarse en vela noches enteras viendo aquellas películas. Había algo en Zatoichi, aquel espadachín ciego que protagonizó decenas de películas de serie B durante décadas, que lo hipnotizaba. La combinación de mente y físico que proponían las artes marciales fascinaba al adolescente, que aunque se había criado en un ambiente en el que las peleas no le eran ajenas -su padre había ejercido como boxeador aficionado-, veía en las disciplinas de combate orientales un reto superior incluso al que se le presentaba en cada partido de baloncesto.

En 1968 Lew Alcindor era ya una estrella en UCLA, donde había logrado dos campeonatos perdiendo tan solo un partido en tres años, y la universidad se le quedaba cada día más pequeña, no solo a nivel deportivo. Sus ideas políticas y religiosas habían emergido con fuerza, chocando con la opinión pública tras la polémica del los Juegos Olímpicos de 1968, y el efecto que todo esto había provocado era un mayor hermetismo del pívot, que desechó casi por completo la vida social del sur de California para volcarse más con la comunidad islámica de Hamaas, y en profundizar en aquella actividad que tanto le intrigaba desde niño: las artes marciales.

El pívot había comenzado a estudiar aikido -un arte marcial tradicional moderno proveniente de Japón- unos meses antes en Nueva York, y a su vuelta a Los Ángeles, y viendo su creciente interés en esta faceta, el director de la revista especializada en artes marciales Cinturón Negro le habló de un tipo que había desarrollado un nuevo y extraordinario estilo de combate nunca visto antes. Aquel joven respondía al nombre de Bruce Lee. El nombre no era en absoluto desconocido para Alcindor, que le recordaba de la serie The Green Hornet, y no tardó en conseguir su teléfono, y poco después, una cita con él.

Bruce Lee contaba por aquel entonces con seis años más de edad que Lewis, y desde el primer momento se creó una complicidad mutua entre los dos. Lee era un tipo duro, que hablaba sin rodeos, y eso fue algo que sin duda el jugador, asqueado de las falsas apariencias y falsedades que le rodeaban en UCLA los meses anteriores, apreciaba como un tesoro.

A través del actor, Lew comenzó un viaje que tenía como objetivo sacar toda la fuerza y capacidad de concentración que llevaba en su interior, algo que los chinos llamaban chi, una especie de fuerza vital increíblemente poderosa. Aunque al principio se mostró reacio, cada entrenamiento que pasaban juntos acercaba al pívot a esa extraña filosofía, mientras que al mismo tiempo iba adquiriendo más y mejores movimientos de combate.

Bruce había recibido su formación en Hong Kong, en una escuela de artes marciales que al mismo tiempo se había convertido en su nueva familia, y le explicó a Lewis que si alguien de otra escuela desafiaba a un hermano, estaba obligado a defenderlo, incluso hasta la muerte. Sin embargo, y pese a ese poso de tradición de sus orígenes, Bruce Lee era un innovador, algo que  había provocado el desprecio de los viejos maestros, que pensaban que el actor no respetaba muchas de sus tradiciones sagradas. Para Lee, en cambio, aquellas tradiciones era costumbres impuestas por viejos anticuados, que no tenían fundamento ni uso práctico alguno.

Famosa era su técnica del puñetazo de los quince centímetros, un movimiento revolucionario que Alcindor comprobó en su propia carne, cuando fue ejecutado por la mujer del luchador. Linda Lee pesaba cincuenta kilos menos que el pívot, pero consiguió tumbarlo sin apenas problemas.  Aquel día Lewis se convenció del todo del poder del dragón.

Otro rasgo que ayudó a forjar la relación entre dos figuras aparentemente tan antagónicas fue  su posición ante el racismo. Si el pívot siempre se quejó de que la sociedad americana «está dirigida por blancos y para blancos», el actor también sufrió discriminación por su origen desde temprana edad, algo que se prolongó durante toda su carrera, cuando por ejemplo, no obtuvo el papel en la serie Kung Fu -pensado originalmente para él- y que fue a parar a David Carradine. Bruce siempre pensó que a alguien no le pareció adecuado que un chino fuera un buen héroe para los americanos.

El racismo al que fue sometido la figura de Bruce Lee alcanzó hasta después de la muerte de este, cuando utilizaron un doble para gran parte de la inacabada película Juego con la muerte, estrenada después del fallecimiento del actor, bajo la premisa de que nadie es capaz de distinguir a un chino de otro. Precisamente en aquella película tuvo un papel Kareem Abdul-Jabbar, una posibilidad que ambos habían comentado en alguna ocasión y que a la postre dejaría una escena mítica con los dos personajes luchando, con Bruce Lee vistiendo un icónico mono amarillo y el pívot unos pantalones blancos que mostraban su físico portentoso.

Bruce Lee fue hasta el día de su muerte una debilidad para Jabbar, que siempre recuerda que tenía planeado un viaje a Hong Kong el día que se enteró de su muerte. Nunca hubo lucha de egos entre ambos, sí una relación de respeto mutuo entre dos personas con un carácter singular y en muchos puntos opuesto.

Una tarde, tras una dura sesión de entrenamiento en casa de Bruce, ambos se quedaron relajándose tras el ejercicio. Lucía un día estupendo y se podía decir que estaban de buen humor. Lee dijo:

– Tengo que llevar un trasto a casa de un amigo.

– Puedo acompañarte, si quieres.

– ¿Te apetece dar una vuelta?

– Sí, perfecto. ¿A dónde vamos?

– Cerca de Loberston.

Bruce realmente quiso decir Robertson, pero su acento chino le traicionó, algo muy extraño en él. Los dos se quedaron en silencio, y el actor puso un rictus serio. Pensaba que su amigo iba a hacer una burla de aquello. Amigos o no, Bruce Lee jamás permitía una muestra de debilidad y comenzó a coger impulso, listo para poner las cosas en su sitio. Alcindor adivinó sus intenciones, lo agarró y le dio un abrazo. Rompieron a reír. Aquella amistad se cimentaba en pequeños gestos como esos, y el pívot sabía que no podría contar a nadie aquel error.

En cuanto se separaron, el chino golpeó a Lewis en el hombro con fuerza. Eran amigos, y de veras que quería a aquel gigante, pero también tenía que dejar claro quién era. Era Bruce Lee.

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