A falta de cuatro minutos y tres segundos, Scott Brooks sentaba a James Harden, quien caminó lentamente hasta la esquina de su banquillo, donde le esperaban, de pie, Russell Westbrook y Kevin Durant. Estos habían abandonado el parqué poco antes. Los tres permanecieron de pie, abrazados, viendo cómo se esfumaban los últimos instantes de una temporada de ensueño. Para un aficionado de Oklahoma City este momento tenía una doble lectura, dos sensaciones contrapuestas. Por un lado, el dolor de cuando estás a punto de alcanzar algo grande y se te escurre en el último momento. El pudo ser y no fue de tantas veces en cada vida: ese casi ascenso en un puesto de trabajo, un día de playa que de pronto se oscurece, el instante en el que sale de sus labios el mortífero “te quiero, pero como amigos”. Brota el deseo de que la tierra te trague, de ser invisible, de perderte donde nadie pueda encontrarte… Pero por otra parte, esa imagen, con esos tres jugadores rebosantes de talento asomados al abismo, podía a su vez resultar esperanzadora. Quizá se trataba del mejor momento de la serie. Tras sufrir a Mike Miller desencadenado, el yugo de un LeBron James imperial, o a todo el American Airlines Arena en plena ebullición, el final. De acuerdo. Aunque, pensándolo bien, un final que bien podría ser el principio de todo. De los tres pilares del equipo, ninguno había cumplido aún los veinticuatro años. Tiempo para la esperanza, incluso aquella noche del veintiuno de junio de 2012.
Etapa quemada. Sabemos cómo funciona la NBA. Hasta los más grandes, salvo contadas excepciones, han tenido que esperar para reinar. El mismísimo dios del baloncesto sufrió las Jordan Rules. Perder es el aprendizaje que te acerca a la victoria. Fracasa de nuevo, fracasa mejor. Hasta que un día esa palabra se esfume. El espejo podría estar en el rival. El viaje de LeBron James hasta la gloria estuvo plagado de tropiezos, de frenazos, de enseñanza. Si yo fuese fan de los Thunder, esperaría lo mejor después de aquello, ya que ni en el más optimista de sus sueños podrían imaginar que en sus filas se encontrarían el probablemente segundo mejor jugador de la planeta, uno entre los diez mejores y un tercero entre los veinte, todos menores de veinticinco años, y que mantuviesen una gran relación mientras disfrutaban jugando juntos. El escenario no podía ser más idóneo.
Lástima que el deporte sea también un negocio. Por lo negativo, claro está. Imagino a ese niño de Oklahoma, fantaseando el futuro y a la vez escuchando los primeros rumores acerca de la posible salida de uno de sus baloncestistas favoritos. Unos rumores que fueron creciendo hasta que se convirtieron en una realidad: James Harden parecía alejarse cada vez más. Y, sencillamente, un día ocurrió.
De pronto una corriente señalaba al escolta y daba la razón a Sam Presti, General Manager de los de Oklahoma. Que si Harden y su entonces agente, Rob Pelinka, eran demasiado codiciosos. Que si el traspaso no hubiera tenido lugar de haber jugado la Barba a su mejor nivel en las finales. Que si esto, que si aquello… ¿Cómo le explica un padre a su hijo que se va a romper ese potencial Big Three? Después de aquel abrazo, sabiendo de su unión. Quedarse a medias en lo mejor, una peli sin los últimos veinte minutos, un disco de una sola cara, un banquete sin postre, una cobra acabado el baile. ¿Era Harden un jugador de contrato máximo? Hoy sabemos que sí. ¿No desplegó el baloncesto esperado llegado el instante esperado? También es cierto. Pero, ¿acaso no se había sacrificado por el bien colectivo aceptando salir desde el banco? Renunciando a minutos, lanzamientos, protagonismo. ¿Acaso él no había colaborado para alcanzar ese último escalón? ¿Por qué a Serge Ibaka se le renovaba con emolumentos propios de un All-Star sin serlo (a día de hoy, parece que jamás lo será) y no se hacía el mismo esfuerzo por Harden? Párate un segundo y supón que eres fan de los Lakers. Ahora regresa a ese verano. Qué panorama, ¿verdad? Luego es cierto que todo saldría mal para los angelinos, desde cuestiones de química grupal hasta lesiones, además de que la llama competitiva de los Spurs se vería reavivada e incluso magnificada por la excelencia de The Beautiful Game, pero imagina ese momento. Los de púrpura y oro eran un equipo sobrado de talento, pero al que le costaría competir con otro tan veloz, tan dinámico. Y de pronto ven cómo sale de la ecuación uno de sus mayores quebraderos de cabeza. Los asiduos al Staples Center dando gracias mientras se tuestan al sol en Venice Beach, Malibú o Santa Mónica… Definitivamente, no puede ser bueno que tu rival más grande dé saltos de alegría.
El objetivo de cualquier franquicia es el Larry O’Brien. No hay más. Tienes a un jugador como Kevin Durant, que te garantiza treinta puntos por noche si son necesarios. Tienes a ese animal competitivo que es Russell Westbrook, causando estragos a ambos lados de la cancha con esa fiereza tan característica suya. Tienes a Ibaka. Tienes a Harden. Y ni un cuarto de siglo ninguno. Eres un contender, no cabe duda. Nada te garantiza hacerte con el anillo, pero con esas piezas estás cerca. Ergo, si le restas uno al producto ya te estás alejando. ¿Cuánto desearon Stockton y Malone a un tipo como Harden? ¿Y Payton y Kemp? ¿Qué tal Barkley y Kevin Johnson? Nunca tuvieron algo así en sus equipos. En tres temporadas, Harden había evolucionado hasta convertirse en un sólido anotador y una especie de seguro para el grupo. Si Russ no estaba a tope, él asomaba dispuesto. En cierto modo, era jugar con red. Muy recientes, aún en la retina, sus series ante Mavs o Lakers. Con al menos siempre uno de ellos en la cancha, el joven trío garantizaba cuarenta y ocho minutos de recursos ofensivos.
La fórmula no era nueva. ¿Cuántas veces no vimos en un equipo a dos estrellas brillando mientras que un tercer jugador, posiblemente de un nivel similar o al menos cercano, se sacrificaba por los demás? Nos vale Manu Ginóbili como ejemplo. Aceptando liderar la segunda unidad, jugando los minutos que Gregg Popovich estimaba. Si funciona, siempre es más sencillo renunciar al sol (y dólares) de Phoenix. ¿Retrocedemos más? James Worthy, Joe Dumars, Dennis Johnson, Andrew Toney… La lista podría ser interminable. Tipos con una capacidad manifiesta que aceptaron no acaparar los focos mientras ayudaban a los suyos a tocar el cielo. La controversia llega en el plano económico. Sacrificar en la pista, pase. Hacerlo en los despachos ya es otro cantar. ¿Acaso la brecha era insalvable? ¿En serio? ¿Siete millones repartidos en cuatro años? No te lo compro, Sam (Presti). Esos siete millones no garantizan traer un recambio a la altura o la pieza que reactive el engranaje de una máquina que ya funciona. En 2012, aún era reciente el caso de Steve Nash, firmando una extensión con los Suns por dos años y veintidós millones, para que pudiera emplearse más dinero en atraer agentes libres. Luego, en Phoenix permitieron que Amar’e Stoudemire se fuera, trayendo como recambios a Hakim Warrick y Josh Childress. OKC había ofrecido a Harden cincuenta y trés millones por cuatro años a la vez que negaba incluir un “trade ticker”. Querían jugar con las cartas marcadas, siempre en ventaja. La firmeza de Pelinka estaba justificada.
La excusa de los Thunder fue el pequeño mercado. Alegaban que no podían permitirse el lujo de mantener a sus tres mejores jugadores. Sin embargo, algunos informes señalaban que desde que la franquicia cambió Seattle por Oklahoma City, las ganancias habían sido millonarias. A día de hoy, un equipo profesional vende por anticipado. Entradas, palcos de lujo, patrocinios… Casi todo cerrado antes de empezar el curso. Esto es, ingresos garantizados. No hay que esperar a que el dinero llegue o no posteriormente, ya está ahí. Vale, es obvio que una ciudad como Oklahoma no va a recibir de la televisión lo mismo que los Lakers o Knicks, pero… ¿De verdad están tan lejos de Sixers o Celtics? La cuestión es: ¿el asunto Harden se trataba en realidad de no perder dinero? Quizás el objetivo encubierto era seguir ganando dinero. Puede que los Thunder creyesen que solo con Durant y Westbrook seguirían en la pomada, siendo candidatos. Teoría respaldada con la llegada de Kevin Martin para contrarrestar de manera inmediata la pérdida de la Barba, mientras mantenían el deseo de que Jeremy Lamb explotase en los siguientes cursos.
¿Y si el problema fue de mentalidad? Cuando estás tan cerca de ganar el título, ¿por qué estropearlo? ¿En qué piensa el dueño de la franquicia llegado este momento? Volvemos a mirar hacia Arizona. Los Suns, entre 2005 y 2010 dejaron pasar activos interesantes: soltaron elecciones en el draft, regalaron a Rajon Rondo, no retuvieron a Joe Johnson. ¿Qué piensan los ciudadanos de Phoenix al respecto? ¿En qué lugar queda Robert Sarver, su propietario? La gente no va a mirar las cuentas; lo que desea es colgar una bandera en el techo del pabellón.
Las cosas en Oklahoma City no han mejorado. Sí hubo momentos en los que parecía que estaban de nuevo en disposición de ganar. Estuvieron cerca, en 2014, con Durant siendo el mejor de la liga y, sobre todo, en 2016, dejando escapar un 3-1 favorable en final de conferencia. Pero jamás alcanzaron nuevamente las finales. Y, a día de hoy, tras la salida del propio Durant en verano de 2016, sus opciones de igualar tal hazaña son ciertamente remotas. Llevando la vista atrás no tengo dudas de que hoy los Thunder desearían regresar y firmar ese contrato a James Harden. Porque la vida casi nunca da segundas oportunidades. En ocasiones, estando cerca, lo que procede es echar el resto. “All in” y que sea lo que tenga que ser.
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