«Claro que es importante la defensa. Es imposible ganar si no eres duro atrás. Pero defender bien no conlleva realizar un baloncesto lento. Se puede atacar con fluidez, y entonces salimos ganando todos. Los equipos, los espectadores y el basket».
Con esas palabras justo después de proclamarse campeón de Europa, el entrenador Jonas Kazlauskas firmaba el epíteto de una era oscura para el baloncesto del Viejo Continente. Un tiempo en el que se ralentizaban los ataques mientras se vaciaban los pabellones. Por supuesto, el cambio de límite de posesión, que menguaría poco después de los treinta a los veinticuatro segundos, fue la herramienta más importante a la hora de dar forma a esa nueva etapa, pero aquel Zalgiris de Kaunas se convirtió para siempre en el símbolo de la revolución ante un régimen iniciado un lustro antes y que amenazaba seriamente con matarnos de aburrimiento a través de un juego lento hasta el agotamiento, con pocas concesiones al riesgo y en el que las estrellas languidecían. Una idea que también tuvo su adalid en otro equipo, nacido en pleno centro de Francia de la mano de Boza Maljkovic. Aquel Limoges se había convertido en un ejemplo envenenado para la aristocracia europea hasta que llegó la Final Four de Múnich para cambiarlo todo.
La improbable estela verde
La temporada 1998-99 arrancó en Europa contaminada por el cierre patronal que acontecía al otro lado del mundo. La huelga de jugadores podía suponer que un buen puñado de estrellas europeas regresaran ese año a casa, y el simple rumor de que jugadores como Kukoc o Divac estuvieran de vuelta era suficiente para animar un mercado en el que italianos y griegos estaban dispuestos a pagar lo que hiciera falta por contar con ellos. Sabonis, pese a sus treinta y cuatro años aderezados con interminables problemas físicos, sería otro de los nombres llamados a sonar con fuerza en ese improvisado zoco, si no fuera porque ese mismo año el pívot se había hecho con un importante paquete de acciones del club báltico, al mismo tiempo que sellaba su destino en caso de que la temporada NBA no saliera adelante. Era simple, si había huelga, jugaría para Zalgiris.
Todo cambió cuando semanas después David Stern anunció, con una sonrisa forzada y un enorme alivio, que la NBA finalmente sí se disputaría esa temporada, aunque en un formato reducido con más de treinta partidos menos de lo habitual. Ese día Sabonis estaba a punto de jugar su primer partido con Zalgiris, en Belgrado ante Partizán. Pudo hacerlo, aunque finalmente Portland ganó su batalla y en pos de evitar riesgos, le puso un avión al pívot al día siguiente con rumbo en Oregón. Los de Kaunas, que con Sabas podrían haber sido los máximos favoritos al trono europeo, se convertían de la noche a la mañana en un equipo más. O eso hicieron creer al resto del mundo.
En un momento en el que el impacto de la Ley Bosman había eclosionado con plenitud en la configuración de las plantillas europeas, los lituanos mantenían un esquema clásico, que partía de los mejores jugadores lituanos que no habían emigrado todavía a tierras más cálidas, y dos americanos de primer nivel como Tyus Edney y Anthony Bowie. Edney era un base con pasado glorioso en UCLA, que no se había terminado de establecer en la NBA después de ser escogido por los Kings en la segunda ronda -segundo quinteto de novatos de la temporada 1995-96- y posteriormente traspasado a los Celtics, donde no lograría ni un hueco en la rotación ni por supuesto un nuevo contrato. Pese a su aparente fragilidad física, era un jugador que por talento tenía su hueco en Estados Unidos, y no dirigiendo a un equipo de clase media europea. Por su parte Anthony Bowie era un americano más convencional, que tras una carrera a medio camino entre la CBA y los banquillos de varios equipos NBA, había llegado a Zalgiris para aportar puntos y físico. La única concesión a los nuevos tiempos era el checo con pasado NBA Jiri Zidek, que años más tarde jugaría en España con escaso éxito defendiendo la camiseta del Real Madrid.
Del núcleo de lituanos sobresalía el finísimo alero Saulius Stombergas, que de haber nacido quince años más tarde, hubiese hecho una larga carrera por las Américas. Inteligente, técnico y con una mano maravillosa, es uno de esos jugadores con menos nombre que otros contemporáneos, pero que resultó fundamental en cada equipo por el que pasó. Pregunten referencias en Vitoria, sin ir más lejos.
Final Four en Alemania
Que Zalgiris ganara aquella Euroliga supuso una sorpresa inmensa, pero tampoco era un equipo desconocido para el gran público, como se ha intentado vender años después. Un año antes conquistaron la Copa Saporta a Milán con otro partidazo memorable, y pese al gatillazo con Sabonis, habían añadido a su plantilla a Tyus Edney, un ejemplar único en Europa. Desde luego que por nombres estaban lejos de los otros finalistas de Múnich, pero ya habían avisado de que no llegaban de turismo a la Final Four, tal y como demostraron derrotando al Efes Pilsen en Turquía en la ronda de cuartos.
Los dos partidos que disputaron aquel fin de semana los lituanos fueron verdaderas exhibiciones. Combinando una defensa agresiva con ataques rápidos y acierto exterior, no dejaron opciones a unos rivales que asistían incrédulos al renacimiento de un deporte. En semifinales Kazlauskas puso el foco en intentar parar a la estrella de Olympiacos, un Dragan Tarlac que parecía estar llamado a dominar el siguiente lustro. Pese a que el interior de Novi Sad logró anotar quince puntos, los griegos en ningún momento compitieron y fueron arrollados por una estela de energía verde. Años después Stombergas confesó que salieron especialmente motivados por unas declaraciones de Ivkovic, técnico heleno en ese momento, que poco menos que consideraba el partido de seminales como un trámite antes de la final. Según narra el alero lituano, esas palabras motivaron especialmente a Anthony Bowie, que se tomó aquello como una afrenta personal. «¿Nosotros débiles? OK, vamos a demostrar lo débiles que somos». El 87 a 71 final es el mejor resumen de la diferencia de nivel entre un equipo abrumado y otro el que hasta cuatro jugadores -Bowie, Edney, Stombergas y Adomaitis- anotaron diez puntos o más.
Dos días más tarde se completó el cambio de guardia en Europa. La Kinder de Bolonia era una colección de estrellas andante: Danilovic, Nesterovic, Sconochini, Rigaudeau… dirigidas por el técnico de moda en Europa, Ettore Messina, que justo un año antes había completado su obra maestra ganando la Final Four de Barcelona después de dejar al AEK de Atenas en 44 miserables puntos.
De nuevo, los lituanos partían como claras víctimas. Y por segunda vez, demostraron que todo el mundo se equivocaba. El veloz ritmo de su juego colapsó a un equipo italiano poco acostumbrado a ceder el ritmo del partido, y que subsistía a duras penas gracias a la clase de Antoine Rigaudeau. Diecinueve puntos abajo nada más comenzar la segunda parte hicieron que Messina optara por aquello que más odiaba: tomar riesgos. El baloncesto control estaba pasando a la historia en directo ante los ojos de media Europa, y el principal culpable era un base de menos de setenta kilos de peso que lideraba a un grupo de lituanos sin miedo a nada. 82 a 74, Tyus Edney MVP de la Final Four y el capitán lituano, Darius Maskoliunas elevando el viejo trofeo de la Copa de Europa al cielo bávaro. El milagro era real.
«Todo el partido estuvieron por delante nuestro. Solo puedo felicitarles y reconocerles como justos campeones». Las palabras de Messina servían al mismo tiempo de portavoz al sentimiento que durante esos tres días recorrió el baloncesto europeo: algo había cambiado.
Casi veinte años después Zalgiris vuelve a una Final Four. Lo hace de la mano de Sarunas Jasikevicius, que por entonces jugaba en el gran rival doméstico de Zalgiris, el Lietuvos Rytas, sin ni siquiera imaginar el papel protagonista que tendría durante los siguientes años de su carrera, primero como jugador y luego como entrenador. Por supuesto, de nuevo tienen la etiqueta de Cenicienta asignada por defecto, igual que dos décadas atrás. Que repitan la historia en Belgrado parece un milagro todavía mayor, pero si hay algo que nunca falta en el corazón de los bálticos es un enorme sentimiento de esperanza. Al fin y al cabo, Europa ya ha sido verde otras veces.
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