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Objetivo Europa

Los renglones torcidos del baloncesto

Si vas a Dubrovnik, podrás visitar una maravillosa e hipnótica asimetría, que, como no podía ser de otra forma en esa tierra, esconde una exquisita historia detrás.

Información de interés público: este no va a ser un artículo sobre la última temporada de “Juego de Tronos” aunque haga un cameo Daenerys Targaryen en algún momento; ni va a ser un post de cariz turístico-publicitario, aunque haya alguna foto de bucólicos paisajes amurallados esparcida por el artículo; y desde luego no va a ser un ejercicio de nostalgia aunque en algún momento puede que acaricie cierta ñoñería (y por favor disparadme entre las cejas si llego a esos niveles).

Tampoco estoy completamente seguro de que vaya a ser un post sobre baloncesto per se: puede que el deporte favorito de usted, querido lector, y de aquí su seguro escribano, no sea esta vez más que una excusa para cruzar desde las murallas de Dubrovnik a los cerros de Úbeda en menos tiempo que Flash sale a comprar helado de pistacho. O quizás no, quizás el deporte de la pelota gorda sí sea el centro neurálgico del artículo y yo esté balbuceando cual personaje de Woody Allen y echando a perder este primer párrafo. No sé a dónde va a parar esto, así que invito al amable lector (tal como va la cosa, a estas alturas ya solo debe de quedar uno. Un lector, digo) a acompañarme por el existencial vacío de la página en blanco.

Podríamos principiar por la idea. La idea provino de la columna sobre Ante Tomic que acometí hace un par de meses. En plena investigación (sí, investigación, ¿qué pasa? ¿a qué vienen esas risas?) sobre el jugador azulgrana y sus orígenes, me tropecé con un par de peculiaridades sobre su ciudad de nacimiento que me llamaron poderosamente la atención.

La primera la explicité en el texto referido: en el reparto de jugadores croatas de éxito, a Dubrovnik le ha tocado, extrañamente, la pedrea; y quizás por ese motivo se ha convertido en una localidad de tradición más waterpolista (o al revés: el orden de los factores-etcétera). Como enumeré en su momento, aparte de Tomic, podemos recordar a Prkacin, Andro Knego, Mario Hezonja… y ya. Sí, Luksa Andric jugó en Manresa, lo sé, malditos frikis, pero estaremos todos de acuerdo en que that’s. Not. The. Point.

La otra curiosidad con la que me topé fue una foto de una pista de baloncesto de la ciudad que saltaba inmediatamente a los ojos por su hipnótica asimetría y por el inaudito paraje en el que se encuadraba. En un primer momento me imaginé a un arquitecto estrábico diseñando la cancha; luego sumé dos más dos y concluí que aquello debió derivar de un maravilloso accidente o de una solución provisional que las circunstancias habían mutado a definitiva.

Después de darme un par de palmaditas en la espalda por semejante deducción herculespoirotiana (hola RAE, he venido a darte algo de trabajo), añadí a mi bucket list “visitar Dubrovnik” y me dispuse a ver el making of del penúltimo episodio de la temporada final de “Juego de Tronos”, ese en el que a Daenerys, Madre de Dragones, Rompedora de Cadenas y Hacedora de Barbacoas, le entra un calentón (pun intended) y arrasa Desembarco del Rey, la capital de los Siete Reinos, que ha sido siempre escenificada en la pequeña ciudad del litoral dálmata. Juraría que en una de las panorámicas del minidocumental atisbé la singular cancha de baloncesto. Y el resto es historia.

Nota del articulista: el párrafo anterior es una reinterpretación con fines dramáticos. El desarrollo de los hechos no se dio así EN ABSOLUTO pero y lo bien que me encaja todo.

Una historia que explica mucho mejor que yo José Manuel Puertas en este estupendo artículo, así que no lo voy a intentar. Pero sí resumir en pocas palabras. Alehop: al principio del siglo XIV se erigieron las dos torres fortificadas que actualmente escoltan la cancha, y en el XV se construyó una pared que conectaba esas torres; esa pared se convertiría con el tiempo en la singular pista de la que os estoy hablando, pero en aquel momento se aprovechó para construir una fundición.

El terremoto que en 1667 asoló la ciudad de Ragusa (nombre croata de Dubrovnik) arrasó dicha fundición, como tantas otras cosas, y sus ruinas fueron tapadas por las de las casas adyacentes; se decidió recubrir ese espacio, que empezó a ser utilizado por los niños como lugar de juegos, hasta que el colegio del casco antiguo decidió acondicionarlo como espacio de recreo para sus alumnos.

Finalmente, en 2008, después de excavarse la zona buscando (y encontrando) la antigua fundición, se decidió crear un remozado espacio deportivo público en el que era innegociable una pista de baloncesto. Viendo que las medidas no permitían diseñar una cancha tradicional, se preceptuó una configuración en la que se facilitara el poder jugar 2×2 y 3×3, de espíritu tan callejero. Vaya, no han sido tan pocas palabras.

Sí, solo pensar en jugar al baloncesto con esas solemnes, fastuosas vistas de la ciudad, a uno se le relamen los sentidos; no en vano, Vogue la incluyó en su “lista de las diez pistas de baloncesto mejor diseñadas” (y si os preguntáis por qué Vogue tiene una lista de las diez pistas de baloncesto mejor diseñadas, bienvenidos al club de debate).

Un partido en el que cada vez que ataques tengas que poner el intermitente puede dar para reguero de anécdotas y cachondeíto. Pero nada de esto es lo que me inspira a canturrear en Skyhook la poesía de la bella y adriática Ragusa; y ni siquiera estoy muy seguro de saber de dónde procede el impulso, pero me voy a aventurar, que aventurar no engorda.

¿No es hermoso que esta deslumbrante singularidad haya nacido en el caldo de cultivo de algo tan simple y primordial como la necesidad de unos críos de practicar su deporte favorito en su barrio? Al fin y al cabo, un ritual de comunión social infantil que nace y crece con absoluta naturalidad, que en su versión más básica nos cincela el carácter, y en la premium nos pavimenta un futuro hacia, pongamos, unas Finales de Conferencia. Creo que esta es la escena que se ha incrustado en mi imaginación, un poco al estilo de aquellos montajes de la inefable “Érase una vez el hombre”: un terremoto devastador del que nace, piedra sobre piedra, voluntad sobre voluntad, como caldo primordial originado sobre tierra quemada, un brote de belleza alrededor de una pelota naranja.

Y se me ocurre que este es el baloncesto real. Más que el de los pases imposibles de Magic, las suspensiones congeladas de Jordan, los dribblings enloquecidos de Curry o los contraataques-tuneladora de LeBron, el basket que aprendimos a amar es el de hordas de mocosos que se emperran, los muy plastas, en botar, saltar y lanzar sobre los escombros de una ciudad perdida, día tras día, año tras año, generación tras generación, hasta que consiguen, a través de la revolución más pacífica que pergeñar se pueda, que les construyan una pista de baloncesto imposible.

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