Aquí el problema es que estáis muy mal acostumbrados. Dos veces campeones del mundo, dos. Tres campeonatos europeos.
Dos platas históricas, osando alterar el sistema nervioso de un par de “dream teams” (entre comillas; el único que se merece su ausencia es el original) durante ambas finales.
Chorrocientas medallas de diverso pelaje en cualquier competición oficial que se os ocurra. Solo les ha faltado un Globo de Oro, Miss Universo y Gran Hermano VIP.
Por encima del mero factor generacional, las dos últimas décadas de la selección española conforman el legado del que, con bastante probabilidad, es el equipo nacional más competitivo de la historia FIBA, y a quien pretenda discutirlo, bien, le ampara el derecho constitucional de estar equivocado. Esta última Copa del Mundo es un reflejo cristalino de la exasperante, contumaz competitividad de un núcleo de jugadores cuyo modelo de gestión, posiblemente, no sea el más adecuado para enseñar en las escuelas, pero que ha funcionado clamorosa e indiscutiblemente durante los últimos veinte años. Con o sin Navarro, con o sin Pau Gasol (no ha estado en ninguna de las dos finales mundialistas conquistadas), con o sin Scariolo. Siendo favoritos y sin serlo. Siempre ahí arriba. Up, up and away.
No siempre, por supuesto, ha sido así.
Cuando (no) éramos los mejores
Pensadlo de nuevo. Quedaos con esa horquilla de tiempo: veinte años. Comparadla con el periodo que transcurrió entre aquellos JJOO de Los Angeles, históricamente considerados como el punto de implosión de lo que se denominó, snif, el boom del baloncesto español, hasta el espectacular descenso a los infiernos que supuso el torneo olímpico de Barcelona: apenas ocho añitos de nada. Una visita a los aposentos de Satán que fue bautizada con un término que hizo singular suerte en su momento y que aún hoy en día es capaz de reconocer y asociar cualquier españolito de a pie: el angolazo.
Hagamos camino al andar. La final olímpica angelina acabó siendo el canto del cisne de un colectivo histórico; colectivo que abrió los cielos baloncestísticos a toda una generación (aquí un representante de la susodicha: hola) de jóvenes y menos jóvenes ávidos de una alternativa al rudo, omnipotente y más bien rijoso fútbol hispano, absolutamente intrascendente a nivel de selecciones, esposado aún a la carpetovetónica “furia”.
Después del cuarto puesto del mundial del 82 en Cali y del exuberante subcampeonato del europeo del 83 en Francia, nadie podía prever que desde la plata de Los Angeles no se iba a tocar chapa hasta el europeo de 1991 en Italia, el de la última victoria de Yugoslavia como país unificado (recuerde el querido lector la espantada de Jure Zdovc en pleno torneo). Fue un bronce agridulce, empero; vista la composición de los grupos, se daba por sentada la clasificación entre los cuatro primeros, así que la medalla no sirvió para calmar los encorajinados ánimos de la prensa contra Díaz-Miguel*, cada vez más enrocado en su pedestal, cada vez más devorado por su ego.
*Curioso lo de Díaz Miguel. En apenas 6-8 años había pasado de ser un innovador, gracias a sus contactos americanos, a ser adelantado por la derecha por toda la élite europea de técnicos. Nadie en la FEB supo verlo, o si lo vieron, carecían del poder necesario para moverle la silla al bueno de Antonio, convertido en todo un poder fáctico en el deporte español, entre otras cosas gracias a su amistad íntima con José María García. Ese poder fáctico.
El malrollismo crónico que arrastraba la selección se multiplicó exponencialmente durante las semanas previas a los Juegos Olímpicos de Barcelona. Mientras la ciudad, y el país, se engalanaban disfrazados de jolgorio y modernidad, y el baloncesto mundial chillaba cual fan adolescente de Harry Styles ante lo que se avecinaba con ese circo itinerante llamado Dream Team; mientras, digo, el equipo nacional, sus técnicos, sus directivos, y cualquiera que vistiese alguna prenda con escudo de la FEB, se dedicaban a pisar todo charco disponible en los alrededores.
Por si no fuesen suficientes las guerrillas que Antonio mantenía contra (casi toda la) prensa, (algunos) directivos o (algunos) jugadores, agudizadas por una polémica lista de seleccionados a la que le faltaban centímetros (Antonio Martín, el mejor del europeo anterior, estaba lesionado, al igual que Juanan Morales; se descartó a Fernando Romay y a Ferran Martínez en beneficio de Santi Aldama), talento y suerte (Epi y Biriukov se lesionaron con la lista cerrada y sin posibilidad de sustituciones); y por una esperpéntica huelga de jugadores a cuenta de la aprobación del tercer extranjero en ACB. Por si fuera poco, el sorteo nos había situado en un grupo bastante complicado, en el que se encontraban, sin ir más lejos, los dos equipos que acabarían siendo finalistas del torneo. Aquello no podía acabar bien de ninguna manera.
Spoiler: no lo hizo.
La huelga acabó siendo un simple amago, pero el rastro de malas vibraciones fue el único camino que siguió el combinado nacional; Thelma y Louise y Díaz Miguel y doce jugadores, sin frenos ni atajos hacia el acantilado. Como un vallista que se tropieza en todos y cada uno de los obstáculos, así fue la absurda andadura del equipo español durante los Juegos Olímpicos de Barcelona.
La primera valla que no supimos saltar fue la alemana. Una selección limitada en talento pero con la garantía de Schrempf en la pista y la de, atención, Svetislav Pesic fuera de ella, fue capaz de dejar a la española en paños menores en la primera jornada de grupos, y dejarnos ya, así de entrada, con la soga al cuello. Era un partido que, teniendo en cuenta que las citas con Croacia y USA se daban por perdidas, había que ganar. Perdón: HABÍA QUE GANAR.
Pero a los alemanes les bastó con una actuación aseada del jugador de los Pacers, la astuta dirección del zorro serbio, y 20 rebotes de Hansi Gnad (hurgando en la herida de nuestra falta de centímetros), para imponerse (74-83) y desesperar a un pabellón badalonés que se pasó buena parte del encuentro exigiendo a golpe de cántico a Tomás Jofresa, al que Díaz Miguel le dio… los últimos tres minutos. Al técnico de Ciudad Real le iba la marcha, no me lo negaréis.
La segunda valla sí se superó: a fin de cuentas, incluso un reloj estropeado etcétera. Una victoria afanosa y agónica contra Brasil, 101-100, recargaba un poco las pilas de la esperanza, gracias a un tiro libre de Santi Aldama a falta de 7 segundos. El buen partido de Villacampa y Jiménez y la defensa coherentemente carnavalesca de los brasileños se combinaron para contrarrestar, a duras penas, los 44 puntazos de Oscar Schmidt, el antebrazo de dios. La clasificación para los cruces aún era posible.
La tercera valla era casi insuperable, pero se tropezó con dignidad. Fue, posiblemente, el mejor partido de la selección en aquellos juegos, pero Croacia era un obstáculo demasiado ampuloso: Petrovic, Kukoc, Radja, Perasovic, Vrankovic, Komazec… España aguantó 35 minutos antes de entregar la cuchara (79-88), pero había combinaciones de resultados que posibilitaban la clasificación para la siguiente fase, dando por sentada la derrota en la última jornada contra el Dream Team… y la victoria contra la cenicienta del grupo, esa Angola de la que Charles Barkley había dejado una de sus múltiples perlas antes de su enfrentamiento: “No conozco a Angola, pero Angola tiene un problema”. Pero no, el problema lo tuvo España.
¡Que viene el lobo!
Una de las recurrentes armas arrojadizas que se le echaban en cara a Antonio Díaz Miguel era su insistencia en hiperbolizar las virtudes de sus rivales hasta lo casi ridículo. Daba igual si se iba a enfrentar a Estados Unidos o a el equipo de la orquesta sinfónica de Liechtenstein, Antonio pintaba al adversario de turno como un rival temible, de excelsos tiradores y poderoso rebote, y cada potencial victoria como una gesta digna de ser relatada por Homero.
Si a esta característica del técnico español le aplicamos el factor corrector “Pedro y el lobo”, entenderá el lector que nadie hiciera caso a sus voces de alerta: “los angoleños no son mancos ni cojos, tienen una defensa muy dura y buen tiro”. Todo el mundo pensaba que la Angola liderada por un tal Jean-Jacques Conceiçao (nombre enquistado en la cultura popular desde entonces) era una fruslería, incluso a pesar de sus derrotas por la mínima ante Alemania, Brasil y Croacia, y su status de multicampeona africana. Pero no lo era.
En la cuarta valla la selección española se dejó las rodillas, los tobillos y la mayor parte de su dignidad. El partido es legendario por lo que significó y no tanto por su desarrollo, así que probablemente pocos recuerden que al descanso solo se perdía por un punto (36-37), jugando mal pero con la sensación de que la victoria no era más que cuestión de tiempo. Y era cierto: en concreto, el que transcurrió desde la reanudación hasta el 41-61 a falta de 7 minutos, durante el cual el combinado hispano fue incapaz de anotar una sola canasta de campo.
Ese último tramo, con todo ya resuelto (hasta el 63-83 definitivo), fue un festival africano de mates, triples y pases jaleados por un público que, falto de alegrías propias, decidió volcar en el escarnio de sus jugadores las frustraciones de los últimos ocho años. De poco sirvió la pizca de decoro recobrado en el histórico partido contra USA (81-122): la atmósfera, como prueba esta entrevista a cuchillo de Quique Guasch al pobre Epi, o esta portada de “Gigantes” a la semana siguiente, estaba cargada de radioactividad tóxica. A su lado, “Chernobyl” era un parque temático.
Las consecuencias no se hicieron esperar, más allá del remate del torneo en un partido con el noveno puesto en juego… contra Angola, una pírrica victoria (78-75) que acabó a puñetazos, más cerca de una precuela de “John Wick” que de un encuentro de baloncesto, porque era lo que a esas alturas le pedía el cuerpo a todos. Juan Antonio San Epifanio se retiraba (o eso creía él: aún volvería para un par de campeonatos más) de la selección con el sabor agridulce del descalabro después de ser el último relevista de la antorcha olímpica. Antonio Díaz Miguel, que en la rueda de prensa posterior al angolazo negaba rotundamente la posibilidad de dimitir, fue obligado a no emborronar más su legendaria carrera por la FEB, no renovándole y designando seleccionador a otro tótem, de similar casta pero mucho mejor pelo: Lolo Sáinz. El mítico técnico de Tetuán fue el encargado de portear al baloncesto español durante su etapa de transición hasta la generación del 99.
No sin disfrutar, en primera persona y con asiento premium, de la secuela “El angolazo 2: ahora, con China”.
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