Las canastas siempre monopolizaron los sueños de Press Maravich, ya desde su modesta etapa como jugador y por supuesto durante su aventura en los banquillos, acompañándole en una búsqueda constante de la innovación y con el esfuerzo colectivo como rey inderrocable de su pizarra. El baloncesto era su vida, y su compromiso con el juego acabó siendo una palada más de cara al infausto destino de su mujer Helen, cuya terrible soledad (nacida de su insondable y perpetua depresión) se veía agravada con cada gira interminable de su compañero sentimental, siguiendo al equipo en su cargo de máximo responsable técnico.
Y Press encontró un foco adicional y ajeno a sí mismo sobre el que centrar su pasión, una ilusión que sumar a la de guiar a un grupo de jugadores y sorprender al rival de turno con novedosas presiones defensivas a toda cancha: su hijo Pete.
«Si estabas con Press, no pasaban cinco minutos sin que te hablara de Pete»
Perfeccionar el talento individual del vástago se convertiría en un proyecto rayano en la obsesión, diseñando para el chico interminables series de repeticiones que abrieran la senda de la perfección técnica para el joven Pete. Únicamente el apartar al chaval de los errores cometidos por su hermano mayor Ronnie igualaría en importancia al riguroso plan de entrenamiento diario, con prohibiciones que alejaron a Pete del alcohol durante un tiempo pero que alimentaron de paso un aislacionismo social que evolucionaría en muy dañino con la llegada de la edad adulta. El chico no sabía hacer nada con moderación, el exceso era inherente a su forma de interpretar la vida.
Y el epítome del camino conjunto emprendido por padre e hijo llegaría tras la llamada de Jim Corbett, director técnico de la LSU, a un Press que buscaba universidad a la que dirigir desde el banquillo.
Pete, perezoso en los estudios, no había alcanzado los 800 puntos necesarios para jugar en la ACC, pero su fama volaba ya sin ataduras por todo el país. La negociación interna entre padre e hijo fue virulenta, pero acabó en acuerdo y con los dos aterrizando en un equipo de muy bajo nivel ubicado en la Conferencia SEC. Y muy pronto el humilde pabellón agrícola John M. Parker, cancha de juego de LSU, se quedaría pequeño ante la avalancha de aficionados deseosos de presenciar en directo el show de Pistol.
Hasta el gobernador John McKeithen se convertiría en un habitual de aquel recinto con olor a establo.
«¿Le interesaría ser entrenador de baloncesto de LSU?. ¿Traería a su hijo con usted?».
43,6 puntos (de los 98,8 totales del equipo) como promedio en su primer año, además de liderar a LSU en asistencias repartidas. La concepción coral del juego de Press subyugada al talento de su hijo, hasta el punto de concluir que el mejor plan para ganar partidos consistía en acelerar el ritmo del juego lo máximo posible para que Pete pudiera lanzar 40 veces a canasta en cada velada. Un demonio de calcetines caídos y look rockero con un arsenal inagotable de recursos ofensivos en la chistera, muchos de ellos nunca antes vistos en el baloncesto de la época.
La defensa era irrelevante: el aro rival y el fondo de las botellas eran lo único importante para Pistol Maravich, en permanente huida hacia delante con las agobiantes expectativas de su padre y la trágica situación de su madre como implacables perseguidores. Y, lo que es peor, con su autoimpuesta búsqueda de la perfección formando parte de una ecuación condenada al fracaso.
1.138 puntos totales en su 2ª temporada (récord histórico en un curso universitario), con 9 partidos de 50 o más puntos anotados (59 a Alabama, 54 frente a Vanderbilt…). 7 victorias en los primeros 8 partidos de su 3er curso, con Pistol endosando 53 puntos a la mejor defensa de la competición (la de una Duquesne que apenas concedía 52 por partido), para luego caer en una mala racha de apenas 5 triunfos en los 17 siguientes.
En realidad ganar había pasado ya a un segundo plano para Press, con la promoción de Pete (portada ya de la revista Time) ocupando un lugar de absoluto privilegio en los planes del entrenador. Y la presión sobre el mito melenudo crecía a medida que los récords se acumulaban, como piedras en sus bolsillos: 3 partidos de más de 60 puntos en su 4ª temporada (con los 69 en un duelo ante Alabama como mejor registro anotador individual hasta que en 1991 Kevin Bradley lograse 71), más puntos totales en la competición universitaria que Oscar Robertson…
La paliza recibida por parte de UCLA ante 12.961 espectadores marcaría especialmente a un desacertado Pete (18 balones perdidos) y a un Press que, impotente, presenció como su equipo encajaba la friolera de 133 puntos. Lejos quedaban ya aquellos tiempos en los que John Wooden consultaba a Maravich padre las novedades tácticas a implantar, ante la llegada a su equipo de un joven e imponente Lew Alcindor años atrás.
La inmortal trayectoria universitaria de Maravich se cerraría en el prestigioso NIT celebrado en el Madison Square Garden. Con la decepción grabada en sus tristes ojos y negándose a abandonarlos desde aquel duelo frente a UCLA, Pete no destacaría en las victorias ante Georgetown (83-82, con 20 puntos y 5 asistencias de nuestro protagonista) y Oklahoma (97-94, 37 puntos, 9 asistencias y 14 pérdidas de balón).
-«Pete, tengo algo para ti.»
-«¿Sí?, ¿qué es?
-Defensa.
El partido decisivo ante Marquette, la gran favorita a hacerse con el torneo, hallaría a un Pete visiblemente resacoso y que apenas pudo embocar 4 de sus 13 tiros de campo, incapaz de guiar a LSU a la victoria. A la frustración (Press dejaría a su estrella descansar en el último y ya intrascendente compromiso) se sumaría la jocosidad de Walt Frazier, mítico jugador de los New York Knicks, en un encuentro casual en las entrañas del Madison:
Ni siquiera en la NBA hallaría Maravich sentimientos remotamente parecidos a la paz y a la plenitud, al orgullo ante el logro alcanzado. Porque nada sería capaz de colmar el espíritu del perfeccionista patológico, un mago eternamente frustrado.
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