Hace unas horas se ha disputado el primer partido de las Finales del Este en el Palace of Auburn Hills. Los Chicago Bulls, que volvían a unas finales por primera vez desde 1975, han logrado vencer a los Bad Boys y el factor cancha de los Pistons se ha borrado a las primeras de cambio. La derrota cortaba para Detroit una racha de 25 victorias consecutivas en el Palace y otra de nueve triunfos seguidos en Playoff. Para los Bulls, en cambio, suponía la primera vez que doblegaban a los de Chuck Daly en los últimos nueve enfrentamientos. Para llegar a esto, Doug Collins ha preparado un entramado defensivo que emparejase a Michael Jordan con el base rival, Isiah Thomas, al que ha conseguido neutralizar gracias a su poderío físico y envergadura. Durante los cuatro cuartos, el 11 de los de Detroit solo ha conseguido encestar tres de los dieciocho tiros que ha lanzado y su cuadro estadístico acaba sin alcanzar los dobles dígitos, con solo nueve puntos en cuarenta y dos minutos sobre el parqué. Su rival, que desde aquella tarde se convertirá en némesis, ha anotado, en un par de minutos más, los 32 puntos que han guiado a los Bulls a la primera de sus victorias en una rivalidad histórica y visceral.
Los peores temores de Isiah Thomas se han hecho realidad. Ya lo había advertido en su círculo más íntimo: no quería enfrentarse a los de Chicago, prefería tener enfrente a los New York Knicks de Pat Ewing y Charles Oakley pese a que los números le entregaban peor pronóstico en el Madison que en el Chicago Stadium. Isiah se había metido la consecución del anillo entre ceja y ceja, pero le asustaba la monstruosidad de un Jordan que empezaba a desatarse. El de Carolina del Norte se mostraba intratable y lo había demostrado durante las eliminatorias previas frente a Cleveland Cavaliers y New York Knicks.
Aquella primera noche de duelo, se convirtió en una sombra para Isiah; un fantasma que lo perseguía, lo amenazaba y lo martirizaba en cada jugada. Como un aviso de que, si llegaba, su dominio iba a ser muy corto. Nada más terminar el partido, los reporteros se aglutinaban en la puerta del vestuario de los Pistons. Todos querían escuchar lo que Thomas tenía que contar sobre el partido. Sin embargo, el base, natural de Chicago, se retrasaba y tardaba mucho más en salir de la ducha que en ocasiones anteriores. Como si quisiese dar tiempo a los periodistas a aburrirse en la espera. Si hubiese sido esa la intención, desde luego que no lo consiguió: cuando por fin apareció, había más micrófonos que nunca antes. El jugador más creativo del conjunto de Detroit compareció ante un ejército de cámaras amenazantes.
Tras una de las primeras preguntas, Mark Aguirre apareció entre la nube de brazos y trató de aliviar la tensión palpable en el gesto de su compañero. “¿Alguna revelación interesante?”, soltó, sonsacando una leve mueca sonriente del rostro de Isiah.
«Este deporte tiene estas cosas”
Isiah Thomas
Thomas respondió, con pausa y educación, cada una de las preguntas y, después, se anudó la corbata y lanzó un suspiro al aire del que solo pudo ser testigo el periodista Peter Vicksey, que tras tres cuartos de hora de rueda de prensa aún continuaba intentando sacar alguna declaración exclusiva para su pieza en el New York Times. Desangelado, y con aire abatido, el base solo atinó a pronunciar una reflexión amarga. “Este deporte tiene estas cosas”, le dijo al reportero, justo antes de echarse su bolsa al hombro y salir a pie por el pasillo del Palace.
A mitad del recorrido lo interceptó su amigo Mike Ornstein, que le arrebató la bolsa y le ofreció su ayuda. “Déjame; yo te la llevo”, dijo, sin saber, probablemente, que el peso que cargaba su amigo no era solo el de sus pertenencias, sino un intangible de tonelaje inabordable. Después, según contaría el propio Ornstein, los dos estuvieron horas y horas dando tumbos en el coche por la ciudad. Un viaje sin rumbo en el que Isiah Thomas permaneció callado, en silencio, batallando con los fantasmas que habían perturbado su reservada tranquilidad. El viaje al fin de la noche.
Uno puede imaginarse aquel paseo nocturno como una escena de aquella película de Steven Knight, Locke (2013), en la que un hombre interpretado por Tom Hardy conduce solo, en mitad de la noche, hacia Londres, mientras los fantasmas de toda una vida, las malas decisiones y la culpabilidad le enfrentan desde la parte de atrás del coche, vacía, como una metáfora de un pasado convulso. Un hombre luchando contra sí mismo y siendo testigo de su noche más agria. Aquel tormentoso Nick Cave de 20000 días en la tierra (Jane Pollard y Iain Forsyth, 2014) que, de igual manera, conducía solo en la noche y conversaba con una espectral Kylie Minogue que acudía para cicatrizar heridas desde un pretérito nada perfecto. Una conversación que, en el caso de Isiah Thomas, no se llegó a dar, pues aquella madrugada no pronunció palabra. Al menos no de viva voz, pues en el seno de su pensamiento seguramente tendría lugar un monólogo interno digno de transcribir. La forja de un ganador cuyo carácter competitivo era mayúsculo y que, sin embargo, nunca fue ajeno al miedo.
Resulta difícil saber si aquella noche sirvió como advertencia. Como un mensaje de lo que venía en el futuro más próximo. Quién sabe si aquella noche entre fantasmas le sirvió a Thomas para mentalizarse todavía más de la necesidad de su victoria en aquella temporada. Tal vez fuese la última en la que pudiera alcanzar ese Olimpo de la NBA que tanto había anhelado. Como sabemos, no fue así. Los Pistons dieron la vuelta a la eliminatoria ganando el segundo partido en Detroit para empatarla con 33 puntos del 11. En el tercero, los Pistons tenían que visitar el ardiente Chicago Stadium, al que consiguieron silenciar con un imponente ritmo ofensivo liderado, en aquella ocasión, por Aguirre. Cuando el duelo alcanzó el último cuarto, todo parecía indicar que los Pistons se impondrían. Pero un fantasma se erigió, de nuevo, sobre la pista. Thomas conducía el último ataque del equipo dirigido por Chuck Daly, restaban 28 segundos al cronómetro y el electrónico marcaba un jugoso empate a 97. Pero entonces, Bill Laimbeer cometió falta en ataque sobre Michael Jordan, que en la reanudación consiguió anotar y poner el 2-1. Los miedos de Isiah parecían cobrar cuerpo y habían encestado 46 puntos. Aquella, dicen algunos, fue la primera gran noche de Jordan en un partido de playoff.
Los Pistons no podían volver a mostrar esa cara y, para el cuarto partido, Chuck Daly preparó una nueva estrategia: iba a dejar jugar al 23 de los Bulls como un verdadero base. En cada jugada, los Bad Boys forzaban a Jordan a soltar el balón gracias a un doble marcaje liderado por Joe Dumars al que se sumaban, por turnos, tanto el mismo Isiah Thomas como Dennis Rodman o Vinnie Johnson. El resultado fue una pobre anotación del escolta reconvertido, que solo vio red en cinco de las quince ocasiones que lo intentó. En el otro lado de la cancha, Thomas anotó unos 26 puntos que, tras los acontecimientos vividos durante la semana, debieron de saberle a pura gloria y laurel.
En mitad de una disputa interna entre Doug Collins y el propio Jordan, los Pistons volvieron a ganar el quinto partido. En el sexto, la serie regresaba a Chicago. Lo más destacable fue un codazo de Laimbeer a Scottie Pippen en la lucha por un rebote que terminó con el base de los Bulls en el hospital con una conmoción cerebral. Allí nació el mítico cántico del Chicago Stadium: “¡Laimbeer es un cerdo!”. Entretanto, Thomas anotaba 33 puntos para liderar el ataque de los suyos e imponerse por encima de su reciente antagonista, ahuyentando así los fantasmas que le habían asolado hacía solo unos días en aquella interminable madrugada en la que un silencio reflexivo le condujo por las calles de Detroit.
Días después, Detroit Pistons se resarcía de la derrota en las Finales de 1988 y barría por 4 a 0 a Los Angeles Lakers de Magic Johnson para levantar su primer título. Isiah Thomas, por fin, se consagraba y conquistaba su anhelado anillo. Sin embargo, todavía le quedaba culminar su ciclo triunfal, algo que conseguiría la temporada siguiente, cuando conseguiría su segundo título (4-1 vs. Portland Trail Blazers) y, además, sería nombrado MVP de las Finales. Ya no le asolaban fantasmas en la noche, ya no importaba la primera venida de Jordan, ni siquiera el aura insondable de Dios: Isiah Thomas había alcanzado su espacio en la historia de la NBA cuando contaba con 10637 días en la Tierra.
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