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Lento como el rayo

Parece estar divirtiéndose, como un niño inconsciente de la importancia del momento, que sólo quiere jugar.

Getty Images

Y al final estás frente a él. No sabes si ha sido el azar, o si en realidad has sido embaucado después de ese juego del trile en el que los cuerpos, como cubiletes, se movían de un lado al otro de la cancha chocando una otra vez, impidiendo espacios, forzando cambios y escorzos antinaturales, manejados por un timador experto. No sabes cómo, pero te ha tocado la bolita, y tienes que pagar la peor de las apuestas posibles defendiéndole.

Miras desconfiado su cara aniñada, y ese tupé pajizo a lo Tintín que se eleva sobre el óvalo de su cara. ¿Es una sonrisa eso que brota al borde de su boca? Parece estar divirtiéndose, como un niño inconsciente de la importancia del momento, que sólo quiere jugar. Un niño con los miembros demasiado rollizos, nada que ver con las líneas marcadas a fuego en tus bíceps, en tus cuádriceps tensos como una cuerda de arco. ¿De verdad es tan terrible? Parece imposible que pueda escapar de ti, piensas mientras sus ojos entre concentrados y socarrones te miran. Te miran, pero parece que no te ven, que te traspasan, como si en realidad quisiera radiografiar el paisaje que se esconde a tu espalda, los senderos que conducen al aro, las veredas que se abren a los lados hasta llegar a sus compañeros, la dirección de los paseantes que cruzan ese valle pintado de más oscuro ¿entran o salen? ¿Son grandes o pequeños?

Te sacudes esa engañosa sensación de superioridad y procuras no dejarte adormecer por el bote cansino de la pelota, flexionando todas las fibras de tu cuerpo para poder contestar con presteza en caso de que, al tocar de nuevo el esférico con la palma de su mano, lance su pie hacia atrás y castigue otra vez a tu equipo con un triple. Recuerdas que una décima, una milésima de segundo puede ser fatal, pues por muy fuerte que saltes, la horizontal que os separa le dejará suficiente espacio para armar una parábola imposible de atajar, la bola rozando el techo, tu mano perdida a la altura de sus ojos, a lo más de sus codos, y luego el ensordecedor rugido de la multitud, o la burbuja que explota a sus pies…

Pero no, después de que el cuero pase por debajo del puente de sus piernas no introduce la marcha atrás sino que, decidido, mete la directa con su mano derecha y se impulsa hacia adelante para intentar superarte. Debe ser una broma, demasiado grande y demasiado lento para sorprender a un atleta de tu calibre; no te costará nada, como has hecho mil veces ante diablos de playground que se mueven a mil por hora, hacer un desplazamiento lateral y poner una barrera a su paso, obligándole a recalcular ruta. Tendrá que intentar otro truco, si quiere superarte.

Pero extrañamente, cuando con tus reflejos felinos llegas donde querías, él ya está allí. No te lo explicas, mientras te desplazabas de un fulgurante salto casi has podido oír los dos golpes sordos de sus pies en el suelo. No sabes cómo, pero está ahí, presentándote el hombro izquierdo para proteger la pelota, avanzando inexorablemente hacia el centro de la zona. Como si se estuviera riendo de Einstein, de la misma forma que se ríe de una canasta imposible o de un fallo clamoroso, ralentizando el tiempo mientras camina a una velocidad cada vez más lejana de la de la luz.

Sientes a tus compañeros cerca, quizá por el acre olor del pánico que ha sembrado la masa que avanza como una némesis hacia su destino. Acuden agitando los brazos, como polillas hacia la luz, haciendo funambulismo entre parar a la estrella que penetra y difuminar las vías de comunicación que conectan sus manos con las de sus compañeros, agazapados en el quicio de la cancha a la espera de un pase que nadie más puede ver. Te preparas para molestar lo más posible desde atrás -cuanto más rápido vas, más lejos estás de superarle-, confiado en que los refuerzos han respondido con la suficiente premura como para no dejar alternativa al atacante.

Pero, una vez más, la rápida respuesta parece haber llegado descoordinada con la realidad. Los metros corren bajo sus pies a una velocidad inversamente proporcional a la que estos se mueven. Cuando la ayuda llega, no tiene ventaja y el tamaño, ese tamaño de tus compañeros en el que tanto confiabas, parece haber disminuido. Él ya está allí, y sus piernas se han clavado en el suelo como dos troncos de olivo milenario, guardando el equilibrio sin que el choque le haga dudar o desviarse lo más mínimo. Percute y avanza, despacio pero sin descanso, abriéndose camino como una excavadora en el bosque, como si los férreos defensores no fueran más que niños con los que se divierte jugando al escondite, al pilla pilla, al baloncesto; ¡casa!, ¡por mí y por todos mis compañeros!

Frena en seco, quizá amparado en que a esa velocidad es imposible que el cuerpo tenga inercia alguna, y amaga con soltar su carga. A su alrededor, todos se mueven frenéticamente, este buscando la camiseta rival en la lejana frontera del triple, aquel intentando cerrar el camino a cualquier otro explorador que pudiera venir a rescatar a la figura acorralada, el otro saltando e intentando tapar el cielo con la interminable longitud de sus brazos. Él no suelta el balón, como si fuera un bebé que hubieran puesto a su cuidado, y gira sobre el pie enraizado en la madera. Es un giro premioso, hipnotizante, como el de la bailarina de una caja de música a la que se estuviera agotando la cuerda, pero tan poderoso que parece desconcertar a todos los que le rodean, que se dispersan inopinadamente, como moscas espantadas por un manotazo, dejándole solo para que, con la suavidad de una caricia, con la mortalidad de un tósigo, deposite la fruta anaranjada en la cesta sin fondo.

Es Luka Doncic, lento como el rayo.

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