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Reflejos

La sinfonía inacabada de Drazen Petrovic

Notaba que su fuego competitivo se estaba extinguiendo y que la NBA no era todo lo que deseaba. La pasión europea, el odio y el amor que despertaba en aquellas vetustas pistas. Era demasiado lo que echaba de menos.

Miguel Angel Forniés

Aquel 8 de junio la atmósfera era especialmente densa en las inmediaciones del Meadowlands Arena. El ambiente plomizo se había empeñado en transformar el día en una especie de sueño gris, y los movimientos de los operarios en la sala de conferencias de los Nets se reproducían a una velocidad siniestramente lenta. Entre los medios de comunicación que se habían ido congregando -y nunca jamás ese verbo cobró más sentido- se respiraba una pasmosa incredulidad, como si ese extraño sueño en el que llevaban sumidos desde el día anterior se fuese a acabar de un momento a otro, dejando que las finales de 1993 recuperasen el protagonismo que le habían arrebatado.

De repente, el ritmo de los acontecimientos se tornó más veloz. Alcanzó el micrófono, casi de incógnito, un mito envuelto en un sobrio y caro traje negro. Willis Reed nunca tuvo momentos fáciles en su carrera como jugador, pero ninguno se podía comparar con aquel. Ni todas las lesiones sufridas, fruto de una carrera constantemente frisando la desgracia y la heroica, había hecho mella en su alma como esas últimas horas. Garraspeó y miró a la multitud que le observaba, deseosa de que jamás pronunciase aquellas palabras. De no estar allí. De que la pesadilla se acabase. Pero el despertador no sonó jamás. Drazen Petrovic había muerto.

¿Es usted Drazen Petrovic? Tiene una llamada

– Lo sentimos señorita, pero como comprenderá no podemos facilitarle el número de uno de nuestros empleados.

Aquella chica que murmuraba un extraño inglés no iba a rendirse. Tras varios minutos de tenaces intentonas, consiguió que la secretaria de los Nets pronunciase algo parecido a una promesa. «Está bien, le daremos el recado y su número de teléfono al señor Drazen Petrovic lo antes posible. ¿Me puede repetir su nombre?«

– Klara. Klara Szalantzy.

Szalantzy era una mujer joven y bella, de veintitrés años. Con una carrera a medio camino entre el baloncesto y la pasarela, tenía además un encanto natural con el que solía conseguir todo lo que se proponía. Y esa llamada no fue una excepción. La secretaria de Willis Reed alcanzó a Petrovic poco después y le entregó la nota y el teléfono de contacto. Drazen la miró y frunció el ceño, el nombre no le decía absolutamente nada.

– ¿Pero era croata o….?

La secretaria se encogió de hombros, y casi de inmediato se zambulló, conscientemente ajena, en el teclado de su ordenador. Drazen hizo lo que hacía siempre cuando no estaba demasiado seguro de algo, y telefoneó a su amigo y mano derecha, Mario Miocic. Mario era cuatro mayor que él y se había convertido en una especie de padre, sobre todo desde que Petro llegó a los Estados Unidos en 1989.

Miocic debió ser partidario de llamar a la chica, ya que Drazen lo hizo al día siguiente. El teléfono pertenecía a un hotel de New York, en el que Klara se alojaba junto con un amigo. Respondió una voz amable, dulce, que encandiló a Petrovic casi desde el primer momento. Esa conexión instantánea no hizo sino crecer la primera vez que se vieron en persona, durante un partido en casa de los Nets al que acudieron por invitación del escolta, y en el que disfrutaron incluso de un pase especial al vestuario local. La velada se prolongó durante toda la noche, primero con una cena en el restaurante Houlihan, guarida de mucho de los jugadores del equipo, y más tarde en los distintos garitos de moda que ofrecía la eterna noche neoyorkina.

Mario Miocic no terminaba de encajarle esa conexión tan veloz. Drazen Petrovic era dado a tratar de forma muy cercana con sus fans, y no era extraño que además de la clásica foto, se quedara charlando con ellos durante unos minutos. Sin embargo, aquello era mucho más. Ajeno a los pensamientos de su amigo, Petrovic disfrutaba de los paseos con Szalantzy por los principales monumentos de la ciudad. El croata había sufrido mucho por su separación con Renata, su pareja en tiempos de la Cibona de Zagreb y del Real Madrid, y disfrutar de la mejor ciudad del mundo era una perfecta forma de pasar página y romper con la rutina que tan mal llevaba en aquel inmenso país. Los dos días que Klara iba a permanecer en New York se convirtieron en una semana, en los que ambos serían uña y carne, y tan solo los viajes de Drazen Petrovic con los Nets terminaron por separarlos. 

Szalantzy regresó a Europa pero no perdería el contacto con Drazen, y las llamadas por teléfono, aunque irremediablemente irregulares, se sucedían entre los dos. En algunas de ellas también participaba Miocic, que poco a poco bajó las defensas con respecto a la chica. Ella, tan alegre como siempre, conseguía sacar a Drazen por unos minutos del tedioso mundo en el que se había convertido el baloncesto, y en algunos momentos hasta deseó en secreto que terminara la temporada para poder verla más a menudo. Ella le había insistido en hacer en algún momento de aquel verano de 1993 un viaje por Alemania, y el jugador parecía animado a acompañarla.

Por fin, la temporada NBA 1992-1993 acabó y Petrovic era ya a ojos vista toda una estrella de la NBA. Sin embargo, él no las tenía todas consigo. No había dejado de ser el rey de Europa para liderar un equipo perdedor como los Nets, y los cantos de sirena en forma de dracmas y liras le tentaban con una posible vuelta a casa. Notaba que su fuego competitivo se estaba extinguiendo y que la NBA no era todo lo que deseaba. La pasión europea, el odio y el amor que despertaba en aquellas vetustas pistas. Era demasiado lo que echaba de menos.

Inmerso en esos pensamientos aterrizó el 7 de junio en el aeropuerto de Frankfurt. En el aparcamiento le esperaba Klara, tal y como habían hablado. El plan era conducir hasta Munich y hacer noche en un hotel. En el Volkswagen Golf de color rojo había una tercera acompañante, Hilal Edebal, una internacional turca a la que se le suponía un futuro brillante. Drazen Petrovic se subió en el asiento del copiloto y olvidó el cansancio del vuelo para mostrar una sonrisa. Sobre el oscuro cielo alemán estaba a punto de derramarse un aguacero.

La tediosa y aburrida autopista de Frankfurt se había convertido en una lucha entre la lluvia y los vehículos, que soportaban estoicamente la tromba de agua. Los camiones que se dirigían sobre todo a Nuremberg ocupaban el carril derecho de la vía, y complicaban todavía más el trafico aquella tarde. En algún punto del camino, uno de los viajeros sugirió hacer una pequeña parada para estirar las piernas, agarrotadas por el cansino viaje. Drazen aprovechó la pausa para situarse en la parte posterior del coche. El viaje en avión estaba haciendo mella y quería dormir un poco. Las chicas aceptaron y se pusieron rápidamente  en marcha. El retraso ya era considerable y Munich todavía quedaba lejos.

Era poco más tarde de las cinco y cuarto cuando una maniobra de un camionero holandés, intentando evitar chocarse con un coche que había derrapado por el agua justo enfrente suya, le hizo traspasar la mediana de la autopista, hasta dejar su camión justo en medio de la carretera contraria, entre el primer y el segundo carril. El transportista logró descender del vehículo, intentando alertar a los coches que llegaban en sentido contrario al suyo y evitar así otro accidente. Pocos segundos después, un Volkswagen rojo con matrícula alemana, que conducía a toda velocidad  una joven y bella chica que respondía al nombre de Klara Szalantzy, se estrellaba contra el camión, justó después de hacer una maniobra en la que impactaba con la parte posterior del coche. El lugar donde dormía, ya para siempre, Drazen Petrovic.

Los esfuerzos por reanimar a Drazen fueron vanos. El brutal traumatismo craneal se había cobrado la vida del mito de forma instantánea. El héroe, contra lo que cabía suponer, era de carne y hueso. También de sangre, que se fundía inexorablemente con el agua infinita que despedía aquel maldito cielo alemán. La sangre del gran guerrero se derramaba sobre su vieja y amada Europa. La carrera de Hilal Edebal acabó de repente, aunque conservó la vida. La suerte de Szalantzy fue mejor, resultando prácticamente ilesa. Poco tardaría en pasar página.

El baloncesto, muy al contrario, siguió llorando lo perdido en aquella carretera alemana esa tarde, y todavía lo sigue haciendo. Mozart, doscientos dos años después de la primera vez,  nos había vuelto a dejar.

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