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Destino ACB

La fuga de Drazen

La estrafalaria marcha de Drazen Petrovic del Real Madrid lideró las informaciones deportivas de buena parte del verano de 1989, y dejó seriamente herido al club blanco. Es tan buen momento como cualquiera para relatarla.

Foto: M.A. Forniés

A Drazen Petrovic le denominaban “el Mozart del baloncesto”. No es un apodo demasiado ingenioso, y habría que preguntarle a algún melómano aficionado al basket si la comparación es producto de un espejo o de la pereza. Con la perspectiva del tiempo, uno no diría que el legado, llamémosle artístico, de Drazen, justifique la analogía (y que nadie me entienda mal: Petrovic fue un absoluto genio, una de las máquinas de matar más demoledoras que hayan visto estos cuatro ojos. No va de eso) histórica. Y al no ser yo aficionado a la música, confieso que, al rememorar al legendario jugador croata, la palabra que más me viene a la mente es “caligrafía”. La caligrafía baloncestística de Drazen Petrovic es una de las límpidas, cristalinas e inmaculadas que el baloncesto europeo jamás haya contemplado.

Su carácter ya tal.

La relación del de Sibenik con el basket español, y particularmente con el Real Madrid, fue tan intensa como frustrante, incluso a pesar de los dos títulos que le regaló en su escaso trayecto. De aquella temporada 1988-1989, la celebérrima “liga de Petrovic”, nada hay que no se haya contado ya: hay literatura para aburrir, también en esta misma revista. De la postemporada y de su marcha a Portland encontramos bastante menos, a pesar de que en su momento fue la noticia deportiva que abrió los telediarios durante semanas (cuando, snif, el baloncesto podía abrir telediarios). La fuga de Drazen, a la que, a ella sí, se le puede endosar el ajadísimo combo de calificativos nocturnidad + alevosía, sacudió los biorritmos de una entidad que ya franqueaba una época convulsa.

Una historia se puede narrar de muchas maneras. Los que carecemos de imaginación solemos agarrarnos a la boya firme y segura de la cronología, así que vamos a comenzar por el principio. En este caso, el principio es una final (pun absolutamente intended), y sí, es exactamente esa que todo el mundo ha visto y todo el mundo recuerda, aficionado o no: la final de la Recopa’89 en Atenas, Real Madrid-Snaidero Caserta. Qué le voy a contar, señora. La de los 62 puntos del genio croata convertido en Azazel vomitando lava, pero también la de la ruptura definitiva del espíritu del vestuario madridista a pesar del título. Fernando Martín mascullando “no es esto, no es esto” mientras rememoraba la pérdida de Petrovic en la última posesión de los cuarenta minutos reglamentarios que les pudo costar el partido (hubo una falta de Biriukov a Gentile fuera de tiempo por milésimas) y repasaba enfurruñado la estadística:

  • dorsal 5, Drazen Petrovic, 1 asistencia

Reinaba en el vuelo de retorno un ambiente gélido para ser una celebración, que pasó a escarcharse cuando Ramón Mendoza invita a Drazen a brindar con cava en una conexión con José María García en lugar de a alguno de los veteranos. El choque de egos se transformaba en colapso, y a Lolo Sáinz le costaba cada vez más mantener a raya al núcleo duro de la plantilla, que eran esencialmente todos excepto Villalobos y Johnny Rogers – que mantenían muy buena relación con él-. No es que se llevaran mal con Drazen, que fuera de la pista era un tipo ensimismado y obsesivo pero bromista y bienhumorado. La química en cancha, enmarañada por el despliegue personalista de Petrovic, se llevaba todo aquello por delante.

(Maldita sea, después de “qué le voy a contar, señora” llevo dos párrafos contándoselo. Siempre dos vueltas más a la rotonda de las necesarias, así se define mi estilo literario. Centrémonos)

De lo que vino después también hay literatura a cholón. El equipo blanco cae en la final de la liga ACB en el quinto y decisivo partido, ahogado por la atmósfera vietcong del Palau, una zona box-and-one de Aíto que deja al de Sibenik en 14 inanes puntos, y el mostacho justiciero de Juanjo Neyro*. Iba a ser, sin saberlo nadie en ese momento (excepto el jugador, que ya estaba maquinando su evasión, ahora llegaremos a ello), el último partido de Petrovic como jugador blanco.

*en opinión del escribiente presente, mucha responsabilidad de la no consecución del título fue el encuentro de vuelta de la liga regular jugado en Madrid, en el que el Barcelona se impuso por 8 puntos y recuperó el basket-average, decisivo para disfrutar de la ventaja de campo en la final. Si ese quinto partido se hubiese jugado en el Palacio de los Deportes, ni Neyro ni los Vengadores en manada.

Después del Eurobasket de Zagreb, en el que la selección yugoslava se pasea con zapatos de ballet y mazo de herrero, la presión de la dirección de Portland Trail Blazers, en particular Bucky Buckwalter, por sumar a Drazen a su parrilla se multiplica; solo les queda Terry Porter como base, que además tiene una oferta de Denver Nuggets, así que las urgencias están justificadas, así como la virulencia de sus maniobras. Y, al fin y al cabo, el agente más importante de la operación iba a poner todo de su parte: Petrovic se quería ir. Llevaba hablando con Portland desde invierno, y gente bien informada asegura que había alcanzado un principio de acuerdo con ellos desde antes de la final de Atenas, después de deshacerse del agente que le había traído a España, José Antonio Arízaga, y sustituirle por uno de los tiburones NBA, Warren LeGarie. El Mozart de Sibenik jugaba al despiste en público, pero en privado consultaba a Fernando Martín sobre los impuestos en Oregón. El sainete estaba listo para ser estrenado.

EL SAINETE

El 27 de julio de 1989, después de algunas semanas de dimes y diretes, Ramón Mendoza sale de su reunión con Drazen Petrovic exultante y chulapón (“lo convencí en un minuto”). El croata, sin embargo, con expresión de “no he entendido el final de Perdidos”, sale driblando hacia su propia canasta: “me quedo esta temporada, pero después…” La directiva de Portland hace como que silba y mantiene la zona press con la discreta aquiescencia de la NBA, que a principios de agosto veía su orgullo herido con la inaudita marcha de Danny Ferry a Il Messaggero de Roma y necesitaba resarcirse. El presidente madridista, mientras tanto, ya iba sometiendo la hinchazón de su ego a la sañuda realidad: “Petrovic es una persona de dos caras”. Por esas fechas aparece una información en un diario yugoslavo que afirma que Drazen va a presentarse en Portland el día 15. El jugador afirma que la noticia es falsa, y el tiempo le daría la razón.

Se presentó allí un día después.

Porque el día 15 tocaba reconocimiento médico con el Madrid, y el guion del sainete le exigía al de Sibenik no presentarse, y ocupar su tiempo en preparar las maletas junto a Renata, su novia de entonces. El fisioterapeuta serbio Miroslav Vorgic, que era el “policía” que el Real Madrid le había asignado para tenerle controlado, aún afirmaba ese mismo día escuchar una conversación telefónica entre Drazen y alguien de Portland asegurando que se quedaba. No sabría imaginar cómo se sintió el bueno de Miroslav al entrar en la casa a la mañana siguiente y ver que la habían vaciado cual banda rumana. Aquella mañana, Drazen y Renata volaban con American Airlines, y vía Dallas, hacia Portland, sin intención de volver pero no de dar fin al esperpento.

El día 18 es presentado ya como nuevo jugador de Portland, mientras sus ya excompañeros en Madrid disimulan en público, mejor o peor, el alivio que les provoca la huida de la estrella yugoslava. Desde la puyita de Fernando Martín (“si no estaba a gusto, lo mejor era que no continuara, es humano; pero ahora intentaremos ser un grupo compacto, algo que con él era imposible”) hasta la fina ironía de Romay (“ha sido peor la lesión de Vincent Askew”). Una de las excepciones, con la sorpresa de absolutamente nadie, fue Chechu Biriukov: “ha demostrado ser muy poco profesional. No sé por qué hizo tanto teatro desde la presentación, supongo que fue otra de sus chulerías. La convivencia en el equipo ha mejorado desde que él no está”. La otra fue Lolo Sainz, que ya había pasado a ser director general de la sección, y al que solo le faltaban las cartucheras y la cerilla encendida en la barba: “no tiene narices de volver a España. Petrovic es un inmaduro, sin ninguna personalidad fuera de la cancha, muy influido por su madre”.

Qué entretenido era ser periodista deportivo en los 80, amics.

El Real Madrid y la Asociación de Clubs protestaron ante la liga americana, y David Stern respondió que se le estaba quemando el cocido. Apelando a un acuerdo de no agresión ACB-NBA, que estos últimos interpretaban como meramente informativo y no vinculante, el club blanco presentó una demanda, y se fijó una vista en Portland el día 24 de agosto, mientras la FIBA se lo miraba todo con ademanes de ofendido. Que el juez que iba a presidirla fuese abonado de los Blazers era solo una prueba más de lo que le esperaba allí al equipo legal merengue, así que poco antes de la susodicha vista ambos clubs llegaron a un acuerdo económico. Aunque en el contrato de Drazen había una cláusula de escape de 750.000 pesetas (de las antiguas pesetas) (“claro, no va a ser de las nuevas, idiota”, cantaron a coro los cientos de miles de lectores), se llegó a un acuerdo de traspaso por 1’15 millones y dos partidos amistosos que nunca se jugaron, con lo cual la cifra acabaría redondeándose en millón y medio. Finalizaba así una de las semanas más tensas, abigarradas y desazonantes de la historia de la sección hasta aquel momento, que además iba a dar paso a una serie de catastróficas desdichas que iba a devorar la temporada blanca.

La personalidad de Drazen Petrovic era un dragón de dos cabezas que en Madrid expresaron su dualidad como nunca. Una, la meramente deportiva, era demoledora, volcánica, nuclear; la otra, la personal, era más bien infantiloide, inconsciente y huidiza. El Drazen que a los 18 años saltaba y provocaba mientras humillaba rivales en el Palacio de Hielo de Zagreb era el mismo crío que le contaba lo que quería oír a papá Mendoza para que no le regañara, mientras maquinaba la trastada definitiva. Un Petrovic al que la NBA le haría madurar a la fuerza, y al que un camión alemán, maldita sea, nos privó de paladear ese momento en la vida de todo genio en el que la balanza del talento y la experiencia se equilibran hasta convertir lo sobrenatural en terrenal.  

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