Desolado. Así se mostraba Kevin Garnett en una entrevista con John Thompson (célebre entrenador de Georgetown) concedida al acabar la temporada 2004/2005, y televisada para toda la nación. El dolor y la frustración por la derrota pesaban como una losa en el corazón del ala-pívot.
Las lágrimas brotaban de sus ojos y discurrían libres por sus mejillas, como fugadas tras años de cautiverio. Eran lágrimas de rabia. Lágrimas de intensidad. Sabedor de que las cámaras apuntaban directamente sobre él, trataba de reprimir ese fuerte torrente de emociones, pero todo esfuerzo era en vano. Demasiados años callando y trabajando, dándolo todo por una franquicia a la que profesaba una profunda lealtad, solo para ver como la gerencia deportiva desmantelaba el equipo y volvían a situarlo en la casilla de salida. Otra vez.
«Estoy perdiendo, tío. Estoy perdiendo. Esto no es tenis ni golf. Esto no va sobre mí, va sobre nosotros», espetaba ante la atenta mirada de Thompson, consciente de que asistía a un testimonio repleto de pura honestidad. A esas alturas Garnett ya no necesitaba disfrazar la realidad de los Timberwolves con tópicos y frases cargadas de correctismo político. No tenía sentido.
Tras realizar una 2003-2004 histórica, en la que los lobos se colocaron a la cábeza de la Conferencia Oeste con un Kevin Garnett cuya espectacular producción le valdría para ser nombrado MVP de la NBA, la 2004-2005 resultaría completamente decepcionante. Por diversos motivos la química grupal se había resentido y el rendimiento colectivo caía en picado. Sam Cassell, base titular y primer lugarteniente, peleaba por recuperar la forma arrebatada por las lesiones; Latrell Sprewell parecía más preocupado por conseguir una renovación multimillonaria («tengo que alimentar a mi familia») que de jugar al baloncesto; Wally Szczerbiak se había cansado de salir desde el banquillo y demandaba un puesto en el quinteto titular; y el resto de la plantilla simplemente navegaba a la deriva, desmotivada. La actitud de Garnett seguía siendo exactamente la misma, y su juego también, pero la de sus compañeros no. Resultaba frustrante.
Las dos temporadas siguientes ahondarían aún más en la herida, con un equipo absolutamente disfuncional que luchaba por llegar a las 30 victorias y que se situaba a años luz de los Playoffs. Por si fuera poco, la gerencia deportiva de Minnesota seguía traicionando a Kevin una y otra vez. Con el traspaso de Cassell (más una primera ronda) a cambio del serbio Marko Jaric, se ponía la primera piedra de un nuevo edificio construido con arena, y no granito. Se añadía a la larga lista de decisiones absurdas patrocinadas por la que, a ojos del público casual y experto, era una de las peores front offices de toda la liga. El traspaso ilegal para conseguir al apático Joe Smith (que provocó fuertes sanciones de cara a elegir en futuros drafts) a principios de la anterior década, dejar escapar a Chauncey Billups en 2002 (sería campeón y MVP de las Finales con Detroit tan solo dos años después), o draftear a jugadores de dudosa calidad y/o actitud como Rasho Nesterovic, William Avery, Ndudi Ebi o Rashard McCants, completaban un currículo desastroso. Los detractores de Kevin Garnett apuntaban a su megacontrato como fuente última de los problemas, pero lo cierto es que no cobraba más dinero que otras grandes superestrellas como Shaquille O’Neal, y a este sí sabían rodearle de buenas piezas. El asunto iba mucho más allá de eso.
En el verano de 2007 la cuerda ya se había tensado demasiado. El afecto que KG sentía por Minnesota era demasiado fuerte como para demandar un traspaso directamente sin sentirse mal consigo mismo, pero lo cierto es que su descontento era imposible de disimular. Glen Taylor (propietario) y Kevin McHale (general manager) se encontraban en una encrucijada: por un lado querían quedarse con Garnett, era su jugador franquicia y lo mejor que les había pasado desde que los Wolves aterrizaran en la liga en el lejano 1989; pero por otro sabían que se estaba iniciando un proyecto de reconstrucción centrado en torno a figuras jóvenes, y del que Kevin Garnett, que ya sobrepasaba la treintena, probablemente no querría formar parte. Su madurez exigía mirar exclusivamente al presente, y no hacia el futuro. De tal manera que, sospechando el final de un ciclo, se tomó la decisión de poner al crack en el mercado y empezar a escuchar ofertas.
Pronto llamaron a la puerta Golden State, Dallas y Cleveland, pero sus propuestas fueron rápidamente desestimadas (a excepción quizás de la de Cavaliers, que se estudió con más detenimiento), por no cumplir con lo esperado. También lo intento Phoenix, pero sin éxito. De pronto se unió Los Angeles Lakers a la puja, desesperados por traer a otra estrella para acompañar a Bryant, que a su vez llevaba tiempo amenazando con irse, y que llegó a tener pie y medio fuera de la franquicia angelina. La oferta fue la siguiente: Kevin Garnett a cambio de Lamar Odom y Andrew Bynum. El equipo logístico de los Timberwolves debatió largo y tendido al respecto. El potencial de futuro atesorado por Bynum resultaba de gran atractivo, pero Odom planteaba más dudas, sobre todo en el aspecto mental. Así pues, todo estaba en el aire.
Un último aspirante al premio gordo completaba la terna, pero esta vez situado en la otra punta del país, en Massachusetts. Los Boston Celtics, de la mano del ingenioso Danny Ainge, llevaban tiempo queriendo hacerse con Garnett. Era un viejo sueño del general manager, y tal vez no tuviera mejor oportunidad de alcanzarlo que esa. Había salido reforzado mentalmente tras la adquisición de Ray Allen, y solo necesitaba la pieza maestra para completar el puzzle. Además, existía una baza que jugaba a favor de Ainge, y que no podían igualar los demás: su amistad con Kevin McHale. Compartir vestuario en los míticos Celtics de los ochenta (junto a Bird, Parish, DJ, Walton y compañía) implicaba un nexo de unión para toda la vida. Demasiadas batallas, triunfos inapelables y algún que otro momento amargo habían vivido juntos en la cancha del viejo Garden. Demasiados recuerdos. Esa relación fraternal no se había agotado aunque ahora trabajaran para equipos distintos. No es de extrañar entonces que Ainge gozara de una accesibilidad que simplemente le estaba vetada al resto. Conversaciones diarias que se prolongaron durante semanas, en casa de uno u otro, o por teléfono de madrugada, cuando el guión y la distancia lo exigían. Largos coloquios en los que se rememoraban buenos tiempos, se preguntaba por la familia, por la salud, y de vez en cuando, también por Garnett.
McHale sentía predilección por el pívot de Boston, Al Jefferson, por sus pulidos movimientos al poste, de corte vieja escuela, que probablemente le recordaban en cierta medida a sí mismo. Era un jugador interesante y con proyección, sobre el que se podía construir un nuevo proyecto. Y así se lo hacía saber constantemente a Ainge, que no dudó en incluir su nombre en la oferta. El paquete de jugadores lo completarían Ryan Gomes, Gerald Green, Theo Ratliff, Sebastian Telfair, y dos primeras rondas del draft de 2009. Media plantilla a cambio de un solo jugador, pero la apuesta merecía con creces la pena. A falta de solucionar los últimos flecos económicos, el traspaso de Kevin Garnett a Boston era prácticamente un hecho.
Mientras tanto el propio jugador, que en un primer momento se había mostrado escéptico con la posibilidad de marcharse a los Celtics, contemplaría cada vez más favorablemente esa opción tras saber que Ray Allen iba a vestir de verde. El avance en las conversaciones entre McHale y Ainge, y la oportunidad de pasar a formar parte de un «Big Three» histórico, terminaron de convencerle. Abandonar la que había sido su casa durante más de una década resultaba muy duro, pero su condición como leyenda y MVP merecía el tributo de formar parte de un proyecto verdaderamente ganador. Así pues, el 31 de julio de 2007 se haría oficial el traspaso de Kevin Garnett a los Boston Celtics. Era el jugador que llevaban esperando desde hacía un lustro.
Desde la retirada de Bird en 1992 los Celtics acumulaban quince temporadas consecutivas sin alcanzar las 50 victorias en liga regular, y lo que es mucho peor, sin disputar siquiera unas Finales de Conferencia, a excepción de lo ocurrido en el 2002, que fue como un pequeño oasis aislado en pleno desierto. La llegada de Allen y Garnett, junto a la sempiterna presencia de Pierce, se perfilaba como la solución final al problema. Los ecos de la leyenda céltica, que parecían haberse desvanecido para siempre, empezaban a resurgir de nuevo, como una suave melodía que iba ganando fuerza progresivamente.
A pesar de todo, no fueron pocas las dudas y el escepticismo planteado al principio. No se sabía a ciencia cierta cómo encajarían tres estrellas de ese calibre, acostumbradas a ser el absoluto foco en sus respectivos equipos durante años. Los más cínicos aludían al hecho de que solo había un balón en juego, y que los egos terminarían dinamitando tarde o temprano el proyecto. Ignoraban, por otro lado, el bagaje acumulado y el hartazgo existencial de tener que cargar con un equipo entero sobre sus espaldas. Por primera vez en sus vidas podían delegar y compartir responsabilidades. A nivel estrictamente deportivo, probablemente no hubiera un trío que encajara mejor en la pista, por cualidades físicas y técnicas que podían complementarse y retroalimentarse entre sí. Lo más importante, sin embargo, era desterrar la palabra «egoísmo» del diccionario mental, y hacer los sacrificios necesarios para alcanzar el objetivo, que no era otro que el campeonato. Y de esto último sabía mucho Garnett.
«No veo a los Celtics fracasando porque Kevin Garnett no es solo una superestrella, sino que es el mejor del mundo a la hora de aportar cohesión a sus equipos», apostillaba certero Don Nelson.
«Eso se ve muy poco hoy en día. Garnett es la personificación del jugador de equipo. Yo nunca he visto a nadie con tanta pasión como KG. Entrenamientos, sesiones de tiro, partidos… no importa. Esa clase de cosas se contagian», añadía su antiguo entrenador en Minnesota y tristemente fallecido, Flip Saunders.
La llegada de Kevin Garnett transformó por completo la cultura de los Celtics, tanto a nivel deportivo como extradeportivo. O, mejor dicho, fue el artífice capaz de recuperar una tradición de leyenda que había ido menguando con el tiempo. Intensidad, sacrificio, disciplina y compromiso en defensa. Todos los días. Incluso obligaba a sus compañeros a vestir de traje cada vez que acudían a un partido o entrenamiento, como una forma de ayudarles a interiorizar la seriedad que desprendía el asunto. Y el día del encuentro nada de bromas o cachondeo en su presencia. Para KG eran síntoma de excesiva relajación y de desidia intolerable. Todo lo que no fuera concentración máxima en pos de lograr el objetivo, sobraba. Garnett era el orgullo verde, sin más.
«Creo que es uno de los mejores líderes de todos los tiempos. Alguien que lidera con su ejemplo, pero que también disciplina a sus equipos y dice lo correcto a cada momento, independientemente de lo que piensen otros. Él realizó un enorme sacrificio al venir a Boston, su rol cambió, se concentró más en ser un defensor. Es esa clase de persona que te facilita las cosas y nos mantiene a todos juntos», confirmaba Glen «Big Baby» Davis.
Introdujo un espíritu de camaradería en el vestuario que solo los grandes líderes son capaces de abanderar. Esa intangible comunión entre todos, la infranqueable fortaleza grupal, se escenificaba con un curioso grito de guerra al inicio de cada partido: ¡Ubuntu! El término se recogía de la tradición filosófica y espiritual que reinaba en las regiones del sur de África, y venía a representar la creencia de que la humanidad comparte un lazo común, una conexión entre hermanos que late en cada subconsciente. La esencia del Ubuntu fue utilizada por diversas personalidades políticas como Nelson Mandela, pero nunca antes por un equipo deportivo. No hasta la llegada de Garnett y el patrocinio de Doc Rivers, entrenador jefe en aquellos Celtics.
No es de extrañar entonces que Boston comenzara la temporada arransando, ganando sus ocho primeros enfrentamientos. Desde el 2 de noviembre de 2007, día del estreno, hasta el 5 de enero de 2008, los Celtics acumularon un record de 29 victorias y 4 derrotas. Y, en algunos casos, desmantelando equipos en el proceso como la aplastante victoria ante los New York Knicks por 104 a 59, ya acabando noviembre. Más allá del poderío y el talento de sus tres superestrellas, la clave de todo el asunto residía en la defensa. La mejor de toda la NBA y una capaz de maniatar completamente al rival durante largos tramos del partido. Nunca se había visto en Boston una disciplina defensiva de tanta intensidad como la mostrada por los Celtics de la 2007-2008. La base real de aquella telaraña se construía sobre los largos brazos de Garnett, pero el ideólogo respondía al nombre de Tom Thibodeau, asistente de Doc Rivers.
La filosofía defensiva de Thibodeau era muy sencilla, y se resumía en dos apartados. En el aspecto psicológico, exigía compromiso y concentración máxima de todos los jugadores en cada posesión. Relajarse estaba terminantemente prohibido. Para ello se instaló la costumbre de hablar y comunicarse continuamente en la cancha. Garnett era la voz que se imponía sobre todas las demás, y el encargado de corregir las posiciones de sus compañeros, de coordinar las rotaciones y las ayudas. De mantener en tensión permanente a los suyos, en definitiva. Por otro lado, en el aspecto táctico Thibodeau gustaba de ahogar el pick-n-roll rival, cargando el lado fuerte de la pista, aquel donde se sitúa la bola y sucede la acción primaria del juego. Para ello se mandaban dobles equipos constantemente para dificultar la labor del creador que manejaba el esférico, mientras que un tercer hombre acudía desde el lado débil para rotar y cubrir al interior que iniciaba la maniobra hacia canasta. Así pues, los Celtics casi siempre gozaban de ventaja numérica en estas situaciones (2 vs 3) y forzaban pases arriesgados y largos del rival hacia el lado opuesto de la cancha, provocando numerosas pérdidas de balón.
Pero todo ello hubiera resultado en balde sin la presencia de Garnett. Era el ancla defensiva del equipo, como una presencia omnipotente capaz de aparecer en cualquier lugar de la cancha para tapar los errores de sus compañeros. Un motor en permanente movimiento, preso de una hiperactividad incontrolable, como un pitbull de 7 pies que siente verdadero amor por la defensa. Esta secuencia ante los Lakers, sin ir más lejos, es un ejemplo evidente de ello. Primero es capaz de negar el pase de entrada al poste para Gasol, posteriormente acude al cambio con Ariza, atrapándole en la esquina y dificultando su rango de acción (y ayudado por sus compañeros que, como no podía ser de otra manera, cargan el lado fuerte), y por si fuera poco, termina recolocándose para molestar el tiro de Pau en su corte hacia canasta. Una posesión de los Lakers absolutamente afectada por la mera presencia y versatilidad defensiva de KG. Aparece en todos lados.
En esta otra secuencia, ahora ante los Orlando Magic, Garnett hace gala de su archiconocida intensidad, frenando una canasta fácil en contraataque del rival, y taponando dos lanzamientos consecutivos en emparejamientos distintos (Rashard Lewis primero y Jameer Nelson después). Nunca rendirse. Jamás dar una posesión por perdida.
Otra virtud de Garnett en defensa era su capacidad para corregir los errores de sus compañeros, sabiendo interpretar a la perfección la jugada y anticipando lo que necesita su equipo en cada momento. Aunque el rival desbordara a su par, en última instancia siempre tendría que verse las caras con The Big Ticket. Ese grado de intimidación se antoja difícil de cuantificar.
A nivel estrictamente numérico, el impacto y liderazgo de Garnett se traduciría en la mejor defensa de la NBA: primera en ratio defensivo (98.9) y segunda en menos puntos encajados/partido (90.3). Además, Garnett conseguiría el mejor ratio defensivo individual de toda la liga (93.8), superando a Tim Duncan y Chuck Hayes, y facilitando la inclusión en el top-5 de dos compañeros de equipo, Kendrick Perkins y James Posey. En cuanto a Defensive Box Plus/Minus, es decir, la estadística que sirve para comparar como rinde un equipo en defensa con X jugador en cancha o en el banquillo, Garnett acumularía la tercera mejor marca del campeonato (4.7), tan solo por detrás de Hayes y Marcus Camby. Números que en resumidas cuentas solo vinieron a confirmar la impresión visual. Como no podía ser de otra manera, al finalizar la temporada Kevin Garnett sería nombrado Jugador Defensivo del Año por primera y única vez en su carrera.
Con respecto al aspecto ofensivo, el valor máximo de Garnett siempre residió en su versatilidad y portabilidad. La combinación de su repertorio técnico y físico, casi exclusivo en la historia de este deporte, le permitieron encajar de manera inmediata en la filosofía que Doc Rivers quería imprimirle a sus Celtics. Compartiendo responsabilidades anotadoras con dos all-stars como Pierce y Allen, pudo canalizar al máximo su esencia multidisciplinar y aportar en numerosos aspectos del juego sin la necesidad imperante de lanzar 20/25 veces por partido, o concentrar el protagonismo en cada posesión como sí hacía en Minnesota. Porque esa era la verdadera naturaleza de Garnett, su pasión por el colectivo y su habilidad innata para involucrar al resto. Nunca se sintió verdaderamente cómodo actuando como solista.
Por un lado, la capacidad para anotar el tiro de media distancia (junto a dos tiradores y anotadores excelsos como Pierce y Allen) espaciaba al máximo la cancha y ampliaba sobremanera el campo de posibilidades ofensivas que manejaba el equipo.
Por otro, su visión para encontrar al hombre abierto con pases desde el poste alto o bajo garantizaba que no se cortara la fluidez en el juego. Garnett siempre fue enemigo acérrimo de permitir que el balón se estancara recurrentemente en unas solas manos.
Con el liderazgo y el versátil impacto ejercido por el dorsal número 5, los Boston Celtics terminarían la temporada con un record de 66 victorias y 16 derrotas, tope de la NBA y el mejor de la franquicia desde el mágico 1986. Parecía que la historia se reconciliaba con el equipo más laureado del baloncesto profesional norteamericano. La leyenda de los duendes del Garden había regresado por fin. Tras muchos años de penurias y desencanto.
En cuanto a Kevin Garnett, era imposible no ver en él al legítimo heredero de Bill Russell, el mayor ganador que ha visto la NBA como atestiguan sus 11 anillos vistiendo la casaca verde y blanca. Su talento natural para construir el juego desde la defensa, y su habilidad para elevar el rendimiento colectivo hacia cotas insospechadas, ignorando las estadísticas individuales y sacrificando protagonismo en pos de la victoria, habían sido los mayores baluartes de Russell. Su adn personal y baloncestístico. Desde el primer día supo identificar el bueno de Bill a un sucesor capaz de portar la llama de su legado. Cuando la ESPN les juntó para una entrevista cara a cara parecía que el espacio y el tiempo se fusionaban en un solo instante. En cada intercambio de palabras se podía intuir una relación casi paterno-filial entre ambos, como si trascendiera al propio baloncesto. Mentor y protegido. Padre e hijo.
«Creo que vas a ganar al menos 2-3 anillos con nosotros. Pero si no lo consigues, yo mismo te cederé uno de los míos viendo cómo estás jugando y trabajando. Pero si sigues jugando así, y sigues poniendo esa dedicación cada día, te aseguro que llegarán. No tienes ni idea de lo orgulloso que estoy de ti. No podría estar más orgulloso de ti como lo estoy de mis propios hijos.» – Bill Russell a Kevin Garnett (marzo de 2008)
Tras cuajar una temporada regular fantástica, el equipo estaba plenamente mentalizado para seguir por esa línea en postemporada, donde tendrían que añadir un punto más de intensidad si cabe. Sufrirían bastante para eliminar a dos equipos rocosos como Atlanta y Cleveland en primera y segunda ronda, mostrándose intratables en casa pero muy inseguros lejos de ella, pero a pesar de todo lograrían verse las caras con Detroit Pistons en Finales de Conferencia. El mismo equipo que acumulaba seis presencias seguidas en esa fase de los Playoffs. Hasta que se demostrara lo contrario, el Este les seguía perteneciendo. El enfrentamiento contra Detroit estuvo previsiblemente marcado por el juego defensivo y el dominio táctico, pero los Celtics conseguirían resolver la papeleta en seis partidos. Garnett, por su parte, cuajaría una espléndida serie liderando a los suyos en anotación y rebote, y cosechando el segundo mejor acierto en tiros de campo solo por detrás del de Perkins.
Todo estaba listo para que empezaran las Finales de la NBA. Esperaban los Lakers.
Desde el lejano 1987 no se enfrentaban en un escenario cumbre los dos equipos más laureados en la historia del campeonato. Una rivalidad indescriptible que había capturado algunos de los mejores momentos del baloncesto. Chamberlain y Russell. Kareem y McHale. Magic y Bird. Las Finales simplemente parecían desprender un aroma distinto cuando ambas franquicias se citaban. Por primera vez en dos décadas el aficionado NBA estaba de suerte. Volvían a verse las caras.
Eran las primeras Finales de Pierce y Allen, de Rondo y Perkins, de Doc Rivers como entrenador (como jugador disputó una con los Knicks en 1994), pero también de Kevin Garnett. Llevaba esperando esta oportunidad desde que aterrizara en 1995, y por fin los dioses del parquet se la habían concedido. No podía desaprovecharla. Y además, el caprichoso destino había querido que fuera ante el eterno rival, y ante uno de los equipos que pujó más fuerte por adquirirle.
Los Celtics empezaron bien la serie, con un triunfo en el game 1 merced a la heróica exhibición de Paul Pierce, que no tuvo dificultades ante la marca de Radmanovic, y que se aprovechó de la baja de un especialista defensivo como Ariza. El entretenido game 2 también cayó del lado verde, con otra actuación espectacular de Pierce, bien secundado por Ray Allen y Kevin Garnett, que aunque no estuvo acertado en el tiro, sí ejerció su habitual impacto en defensa. En el game 3 los Celtics no supieron responder a las proezas individuales de Bryant, y Garnett realizaría su peor partido de las Finales y tal vez uno de los peores de la temporada. Necesitaba recuperar la concentración y dejar que el juego fluyera libremente por su mente, como había hecho siempre.
Tras una remontada épica en el game 4, y una nueva derrota ante Lakers en el game 5, llegaría el decisivo sexto partido. La oportunidad de oro para cerrar la serie y hacerse con el anillo. Encima se jugaba en casa, delante de la ruidosa, leal y apasionada afición de Boston. Una de las que más genuino amor profesa a su equipo. Desde tiempos inmemoriales.
Durante toda la serie Kevin Garnett había tenido que soportar como un sector de los medios, y también del público general, volvían a aludir a su reputación como «choker». Es decir, a su pobre bagaje competitivo en los momentos importantes, los escasos éxitos con Minnesota, y el hecho de que estaba siendo Pierce el jugador más decisivo del equipo. Un juicio tramposo, repleto de falsedades y medias verdades, pero que sin embargo se hacía necesario deslegitimar para siempre. KG era consciente de ello, y sabía que estaba ante el momento más importante de su carrera deportiva. No tenía que demostrarle nada a nadie, pero sí se lo debía a sí mismo y a sus compañeros. Los que habían comprado hasta el tuétano su potente liderazgo emocional durante todo el año. Era la hora de la verdad. Sin más excusas.
Decía el famoso periodista deportivo norteamericano, Bill Simmons, fiel seguidor de los Celtics y habitual presente en las gradas durante aquellas Finales, que nunca vio a Garnett tan concentrado como en los prolegómenos del game 6. Chocaba su cabeza con toda la dureza del mundo contra el colchón que sostiene la canasta, en un ritual que terminaría convirtiéndose en imagen icónica del jugador. Se golpeaba el pecho con rabiosa intensidad, prácticamente rozando la locura más irracional, como en un ejercicio de esquizofrenia competitiva. Como si su cuerpo produjera tanta adrenalina que resultara imposible contenerla, y debiera ser liberada con pequeñas dosis de auto-flagelación. Nunca Garnett fue más Garnett que aquel día. Nunca. Bajo esa premisa inicial, se comprende perfectamente que los Celtics terminaran aplastando a los Lakers por un resultado de 92 – 131, con un KG desatado, cosechando su mejor actuación individual de la serie.
Significativa sería la jugada del partido, una bandeja en carrera finalizada a tabla con una sola mano, esquivando la presencia de Odom. En esa secuencia Garnett no solo daría un fuerte impulso a la bola, sino también a su alma. Era la esencia de su juego y de su personalidad. La de un ganador, en el sentido más amplio de la palabra. Tras caer al suelo como resultado de la falta y el 2+1, el TD Garden estallaría al completo en mil pedazos, emitiendo un rugido atronador que debió oirse al otro lado del país. Kevin Garnett ya había olfateado la sangre, como un tiburón deseoso de abalanzarse sobre su presa. Desde ese punto en adelante, los Lakers quedaron fuera del partido.
Al acabar el encuentro contestaría a la protocolaria entrevista a pie de cancha, pero incapaz sin embargo de articular palabra debido a la emoción. Su cuerpo solo le pedía una cosa, gritar. Expresar una frase que ya ha quedado sellada a fuego en la historia:
¡¡¡ANYTHING IS POSSIBLEEEEEEEEEEEEEEE!!! (todo es posible)
Y acto seguido se abrazaba con su padre deportivo, Bill Russell. El espejo donde mirarse. Ahora sí, daba la sensación de que el círculo se cerraba definitivamente.
Kevin Garnett había logrado resucitar el orgullo verde.
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