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Perfiles NBA

Baloncesto, chicas, y juergas. Recordando a Lucius Allen

Pudo ser mucho más, pero si hay una cosa que está clara: Lucius Allen se lo pasó maravillosamente bien durante toda su carrera.

Una hilera de furgonetas bullys aparcadas a unos metros del pabellón de turno. Unas risas desvergonzadas. El inconfundible aroma de la maría bullendo desde algún punto de la grada. Cuando a finales de los sesenta se unía a ese cocktail la Universidad de UCLA, el motivo no podía ser otro: esa noche jugaba Lucius Allen.

Aquel maravilloso equipo de los Bruins logró tres títulos consecutivos, amen de un puñado de récords inolvidables a lomos de dos figuras tan legendarias como las de Lew Alcindor y John Wooden, creando una dinastía que probablemente jamás se repetirá. El sueño hecho realidad de miles de aficionados al baloncesto, que entregarían gustosamente un brazo por poder contemplar un sólo partido suyo en directo. Y sin embargo, aquellos greñudos colocados sólo tenían ojos para uno de los suyos,  el chico negro de Kansas que no perdía jamás la sonrisa, ni la oportunidad de correrse una buena juerga.

No hay duda de que Lucius Allen supo disfrutar de las maravillas y los placeres que un campus universitario de California regalaba a un atleta de éxito a finales de los sesenta. Nunca faltaron las chicas, ni las fiestas, ni claro, las drogas. Por supuesto, también contaba el baloncesto. Al fin y al cabo, Allen fue All-American en su época del instituto. Era un jugador extremadamente rápido, con un dribling sensacional y un estupendo toque para entrar a canasta. El mismo Alcindor cuenta que quedó sorprendido cuando en un partidillo informal en el primer año de ambos en UCLA, humilló a todo un veterano como Edgar Lacy -un tipo con fama de gran defensor universitario- con un crossover imposible rematado con una canasta a aro pasado. Pero para Allen el baloncesto era sólo algo más.

Baloncesto, chicas, y juergas. Y no siempre en ese orden. Los estudios quedaban irremediablemente aparcados. Y no es que Lucius fuera estúpido, todo lo contrario. Era un maestro jugando al ajedrez. Conocía decenas de aperturas y movimientos. Lo mirabas antes de una partida y pensabas que con esa cara de paleto jamás podría ganarte, y cuando querías darte cuenta te había machacado. Pero las clases eran otra cosa. Habían demasiadas chicas guapas y demasiado sol en California como para encerrarse en una sombría biblioteca a estudiar. La disciplina no era lo suyo, tampoco sobre la pista. A Lucius Allen le fluía el baloncesto por las venas. Respetaba a Wooden, pero nunca lo comprendió. Ni John tampoco a él. Wooden era armonía, trabajo, disciplina.Era un estudioso del juego, capaz de subirse al punto más alto del pabellón para descubrir nuevos matices. Lucius era baloncesto a borbotones, talento, y también excesos, como aquellos que cometía fuera de la pista casi cada noche.

Uno de esos excesos fue el que estuvo a punto de acabar con su carrera. Era mayo de 1969 y la fiesta se había prolongado más de lo debido. Mucho más. Regresaba a casa en coche con unos amigos cuando el vehículo se salió en una curva y comenzó a dar vueltas de campana. El base salió ileso del accidente, pero justo en el momento en el que un policía le ayudaba a abandonar el coche, una onza de hierba asomó por su calcetín. Era su segundo delito de posesión -un año exactamente antes encontraron marihuana en su vehículo mal estacionado cuando se lo llevó la grúa- y sus días en UCLA fueron historia.

Si cumples, a la NBA no le importa lo que fumes

Lucius Allen se convirtió en una especie de apestado aquel curso. Apartado del equipo, sin amigos -Alcindor, su compañero de habitación hasta entonces, era de los pocos con que le hablaba- tuvo que ver desde fuera el tercer título consecutivo de sus compañeros, y la sonrisa pareció apagarse por primera vez en años.

Por supuesto, sin el escudo del baloncesto detrás, las malas notas pesaron mucho más y no logró graduarse. Y con el paso al profesionalismo en el aire, el futuro del chico no se presentaba demasiado bien. Sin embargo, que te pillen consumiendo marihuana en la NBA de los setenta era tan habitual como ducharte con agua caliente después del partido. Allen fue seleccionado en la tercera posición de la primera ronda del draft de 1969 por los Seattle Supersonics. Había vida después de los Bruins.

Aquellos Sonics eran un equipo perdedor, pero sobre todo eran un equipo extraño. Tan extraño como que el base, Lenny Wilkins, ejercía al mismo tiempo de entrenador. Y cuando tu entrenador y tu rival por el puesto son la misma persona, está claro no tienes la mejor mano para ganar la partida. Eso mismo debió pensar Allen. Su juego se tornó gris, afectado todavía por el amargo final en UCLA, y la poca confianza depositada en él tras el paso al profesionalismo, traducida en unos minutos casi marginales al fondo del banquillo. Sin graduarse y con la vista puesta en un contrato en Europa, Lucius necesitaba un golpe de suerte. Un golpe de suerte que llegó desde un nombre desconocido, pero que al mismo tiempo le era encantadoramente familiar. Lew Alcindor ya no existía, pero sí su memoria y su gusto por el juego de Allen. Kareem Abdul Jabbar ejerció su peso de estrella y logró que los Bucks llevaran a Winconsin a su viejo amigo. En un traspaso enviaron a Seattle al excelente reboteador Zaid Abdul-Aziz y trajeron a Allen, que tendría en el curso 1970-1971 el complicado rol de darle minutos de descanso a un cada vez más veterano Oscar Robertson.

Como en los viejos tiempos de Los Ángeles, las victorias volvieron a convertirse en rutina y el equipo de Larry Costello era una máquina imparable. Rachas de victorias incontestables y Kareem ejerciendo del dominador que todos esperaban. Ni los Warriors (4-0), ni los Lakers (4-1) ni los Bullets en la final (4-1) llegaron a hacer sombra a un equipo que estaba simplemente adelantado a su tiempo. Allen volvía a saborear el éxito después de unos años complicados. Nunca un anillo significó tanto.

Tras el éxito de 1971 permanecería tres años más en Milwaukee, hasta que en en 1974 fue traspasado a Los Angeles Lakers a cambio de Jim Price, poco después de perderse la desgraciada final ante los Celtics por una lesión de rodilla. Allí volvió a compartir vestuario con Jabbar, pero nunca terminó de encajar en el rol de veterano que pretendían para él. Tampoco ayudó que la rodilla no fuera nunca la misma, algo que a medio plazo terminaría por acabar con su carrera. Volvería a casa para jugar sus últimos años en los Kansas City Kings de 1977, pero poco quedaba del explosivo jugador que brillaba en UCLA con luz propia. Era el momento de decir adiós.

Quizá la carrera de Allen pudo ser mucho más grande para un jugador de su nivel, pero siempre fue un tipo querido allá donde estuvo. Y siempre tendría la admiración de su ejercito de hippies, como aquel que le mandó una carta desde San Luis con una nota tan clara como concisa «Para que lo disfrutéis». Aquella noche Allen y Alcindor se fumarían un porro enorme entre risas, a la salud de aquel extraño fan.

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