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Reflejos

Kobe Bryant: gestas inmortales (II)

Originarios de la mitología griega, los titanes eran una raza de poderosos dioses que ostentaron el mando durante la legendaria Edad de Oro. Relacionados con conceptos primordiales (el Sol, la Luna, los océanos…), solo el más temerario de los mortales podía atreverse a desafiar a estos extraordinarios seres, con funestas consecuencias.

El 20 de diciembre de 2005 los amantes del baloncesto asistimos extasiados a una digna reencarnación del mito de los titanes en plena megalópolis californiana. Los Lakers de Phil Jackson se enfrentan a los Dallas Mavericks en su lucha desesperada por clasificarse para los playoffs. La cita es de máxima dificultad para los angelinos, objetivamente muy inferiores a la tropa liderada por el alemán Dirk Nowitzki, pero ningún reto es imposible para el escolta y líder absoluto de los californianos. La ilimitada voracidad de Kobe Bryant nos iba a regalar un tesoro inolvidable, días antes de la decepción anual de la lotería de Navidad.

Para ponderar adecuadamente la hazaña acaecida aquel día nada mejor que recordar la plantilla de aquel equipo de Dallas: junto al genial ala-pívot germano, el roster del coach Johnson contaba con Jason Terry, Josh Howard, Jerry Stackhouse, Devin Harris, Keith Van Horn, Erick Dampier, Darell Amstrong… talento a raudales en todas las posiciones de la cancha, una plantilla infinita destinada a luchar por la joya más preciada del planeta basket.

Apenas unos días antes Kobe había endosado ya 43 puntos a los Mavs en su propia guarida, por lo que se podría contar con que Avery Johnson (el mítico Míster Bonobús de los Spurs campeones durante el primer lockout) hubiera alertado convenientemente a sus chicos y llevado a cabo los ajustes necesarios, tras estudiar una y otra vez los vídeos. Pero cuando genios como el cañonero de Philadelphia entran en erupción poco o nada se puede hacer: un titán con el #8 a la espalda se presentó sobre el parqué del Staples Center, para juguetear a su antojo con todo el equipo rival.

La obra de arte de Bryant comienza con 15 puntos en el primer cuarto y 17 en el segundo. Festival total de reversos, tiros en suspensión, triples, entradas a canasta, tiros libres… Problema irresoluble para la defensa de Dallas. Suerte que Doug Christie (señalado con recurso anti-Kobe durante su etapa en los Kings) fue cortado por los Mavs un mes antes, ese escarnio que se ahorró.

Pero aún estaba por llegar el tercer cuarto del duelo: la apoteosis total. Un Kobe poseído, teletransportado a esa zona mística de la que hablan los más grandes anotadores, endosa 30 puntos a sus rivales, en pleno parcial de 17-42 para los Lakers. Partido sentenciado al final de ese tercer periodo, con Bryant acumulando 62 puntos por los 61 de todo el equipo tejano…

Con todo decidido, Jackson otorga descanso a su estrella en el último cuarto, desoyendo los cánticos del Staples solicitando el reingreso de su ídolo («We want Kobe!»). Los Mavs aprovechan la situación para remontar 12 puntos de desventaja, y acabar derrotados 112-90. La tarjeta del #8 se queda en esos 62 puntos en 33 minutos de juego, muy cerca de los míticos 2 puntos por minuto de un Wilt Chamberlain que fue pionero de la casta de los titanes. «Lo intentamos todo, pusimos gente diferente sobre él y probamos distintas soluciones. Simplemente nos derrotó por su cuenta» acertó a declarar el coach de Dallas, gurú defensivo de la escuela de Popovich e impotente ante lo que acaba de presenciar.

Un todopoderoso titán se había llevado por delante a todo un claro candidato al anillo de campeón, en una de las más grandes exhibiciones individuales de la historia de la NBA.

Reescribiendo la historia

El baloncesto es un deporte de equipo, un baile coral en el que cada integrante pone sus facultades al servicio de un engranaje colectivo y en busca de un objetivo común. No hay nada más bello que ver el balón volar, pasando de mano en mano con los 5 jugadores en cancha participando de una bella y sincronizada sinfonía, y hasta el jugador bendecido con habilidades superiores necesitará de sus compañeros para alcanzar la gloria.

Innumerables ejemplos contrastan la veracidad de las 3 sentencias anteriores. Los años de lucha individual de Jordan hasta que la confianza creciente en sus compañeros le abrió las puertas del Olimpo en 6 ocasiones, el juego imperecedero de equipos como los Knicks campeones de Red Holzman, los Lakers del Showtime o los Spurs del curso 13/14… todos ellos fenómenos que arrojan una verdad incontestable: es mucho más difícil descabezar a una hidra de incontables cabezas que a un león con una sola testa.

Con todo, es inevitable experimentar fascinación ante las grandes exhibiciones individuales que nos regala el deporte. Atletas superdotados física y técnicamente que se disfrazan de superhéroes para tratar de imponer su ley en solitario. Chamberlain, West, Baylor, Barry, Maravich, Jordan, Iverson… Todos los grandes cañoneros de siempre tienen sus obras de arte colgadas en la galería de los recuerdos imperecederos. El gigante de Philadelphia copaba el Top 3 de mayores anotaciones individuales con 2 avalanchas clásicas, incluidos los inalcanzables 100 puntos de 1962 ante los New York Knicks, y David Thompson se colaba con sus 73 puntos entre las monstruosidades varias perpetradas por Wilt en la década de los 60. Hasta que llegó el 22 de enero de 2006, velada en la que los Toronto Raptors rendían visita a los Lakers en el Staples Center angelino.

Smush Parker, Lamar Odom, Kwame Brown y Chris Mihm acompañaban a Kobe Bryant en el quinteto inicial. Devean George, Sasha Vujacic, Luke Walton y Brian Cook conformaban la 2ª unidad de aquellos mediocres Lakers, que luchaban por meterse en los playoffs tras totalizar 34 tristes triunfos en el curso 2004/05. Y el talento de Bryant era el único asidero real al que poder agarrarse, si de veras pretendían acercarse al objetivo.

El escolta de los de púrpura y oro venía sometiendo a rivales de todo el país con su furibunda racha anotadora en aquel apoteósico mes de enero, endosando 51 puntos a los Sacramento Kings, 41 a los Portland Trail Blazers, 45 a los Indiana Pacers, 50 a los vecinos Clippers y 48 a los Philadelphia 76ers, para engordar las proezas de meses anteriores. Liderados por Mike James y un pujante Chris Bosh, los Raptors se marcharon al descanso dominando el partido 63-49, renta que ampliarían a los 18 puntos a inicios del tercer cuarto. Justo ahí llegaría el punto de la noche en el que Kobe decidió que había visto suficiente.

Porque, en la cima de su excelencia ejecutora, Bryant era capaz de variar el devenir de un juego en el que participaban más de una veintena de individuos, entre jugadores y entrenadores. Y de hacerlo a su antojo.

51 puntos anotaría el #8 angelino desde ese instante (55 en el total de la segunda parte). De los 42 puntos de los Lakers en el tercer cuarto, 27 llegaron de manos de su escolta. De los 31 producidos por el equipo en el último periodo, 28 brotaron directamente de su capitán. Los 18 puntos de desventaja acabarían en victoria por esa misma renta (104-122), gracias a la segunda anotación individual más alta de la historia de la NBA.

81 puntos (28/46 en tiros de campo-incluyendo un 7/13 en triples-,18/20 en tiros libres), un mago en éxtasis castigando el aro rival una y otra vez y avasallando a todo un equipo, armado de un alud de talento y un enfermizo deseo por la victoria.

«It was another level. I´ve seen some remarkable games, but I´ve never seen one like that before.» Declaraciones de Phil Jackson, pasmado ante la brillante violación de su Triángulo Ofensivo.

Al igual que el Zen Master, todos recordaremos siempre con precisión milimétrica el lugar y momento en el que nos enteramos de aquella locura, y no es para menos: el chico de Philadelphia irrumpió en el reino atemporal de su paisano de la ciudad del amor fraternal, el goliat incontenible que desde entonces tiene sentado a su derecha a un escolta de 1,98 metros de altura en los libros de historia individual de la NBA.

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