Seguro que si echas la vista atrás encontrarás a algún compañero de tu colegio que era más alto, más fuerte, más guapo y tenía más dinero que tú. Todo le salía bien. Era un gilipollas y nunca pagaba las consecuencias de sus actos. De hecho, parecía como si el mundo se pusiese de acuerdo para premiarle. Y la tía más buena de la clase suspiraba por sus huesos de falso tío duro. Dios, qué zagal más asqueroso.
Era tu Christian Laettner particular.
El ser humano parece tener una habilidad especial para odiar o sentir envidia. Puede que hasta más que para amar y, seguro, para disfrutar de la vida. Es algo que sale solo, puede ser hacia un personaje público, alguien que no conozcamos o el vecino que aparca pisando la línea de tu plaza de garaje. Podemos saber a qué se debe o estar tan adentro en nuestro subconsciente que necesitaríamos de la Doctora Melfi para encontrar una explicación.
Pero con Christian Laettner el odio tenía un origen más que justificado. Incluso aunque los motivos fuesen erróneos.
Y no sólo le odiabas si eras de otra de las universidades rivales de Duke en Carolina del Norte. Porque el tío era tremendamente bueno. Uno de los mejores jugadores universitarios de la historia. El odio que generaba iba más allá de que fueses un Tar Heel, un miembro de la Wolfpack o un Demon Deacon. Su comportamiento en la cancha, su condescendencia hacia todo ser viviente que no fuese él mismo y su aparente posición por encima del bien y del mal encontrarían animadversión en cualquier recoveco del país. Bien lo saben en Connecticut, Nevada o Michigan.
Pero no, no era ese clásico sujeto que se encuentra reforzado por sus actos en su círculo más cercano. Si bien Mike Krzyzewski siempre le consideró especial –y un reto personal como entrenador-, ni si quiera caía bien dentro de su equipo. Grant Hill confesaba que “a veces incluso le odiábamos nosotros mismos, era un creído, te hacía sentir que era mucho mejor que tú”. Estaba constantemente metiéndose con los demás, intentando provocarles. Quería sacar lo mejor de ellos y su manera de hacerles más duros era buscando que saltaran chispas. La victoria lo compensaría todo.
El único apoyo verdadero con que contaba era el de su mejor amigo y compañero de habitación Brian Davis, con quien compartía un gato como mascota. Su relación era tan distinta a la que tenía Laettner con cualquier otro mortal que incluso se rumoreó fuertemente con una posible homosexualidad en una época llena de tabúes y en la que el amor entre hombres equivalía al sida.
El odio que Laettner generaba parecía buscado. Podía ser para protegerse de los demás, por algún complejo de infancia –su hermano mayor abusaba de él constantemente-, para alimentar su ansia competitiva o como simple llamada de atención. O una combinación de varias.
El documental “Odio a Christian Laettner”, en el que está basado en gran parte este artículo dividido en dos partes, establecía cinco factores del odio hacia nuestro rubiales, simbolizados en una horca como la que sostiene el diablo azul mascota de la universidad, a la que se añaden dos puntas más. Peor que el mismo diablo. Así se veía a Laettner. Estos factores, como si se tratara de una lista de pecados capitales, son los siguientes: privilegio, blanco, abusón, grandeza y aspecto.
Pero esos cinco factores los podemos encontrar como inciertos, injustos o ambos dos. No podría decirse que a Laettner ello le trajese sin cuidado, parecía que incluso le gustase, y si un espectador le insultaba desde la grada por su falso privilegiado origen o, simplemente, por ser mejor que los demás, no provocaría más que un punto extra de fiereza en su juego y un comportamiento que sí diese motivos verdaderos para cargar contra él. Abrazó el odio y lo hizo suyo. Propiedad de Christian Laettner. Así era él.
Pero no un privilegiado al que se le hubiese regalado todo en la vida. Sus orígenes son más bien humildes, hijo de una profesora de primaria y un tipógrafo que trabajaba por las noches para el periódico local de Búfalo, a quienes costaba llegar a fin de mes, y quienes otorgaron una educación muy estricta a sus hijos. El valor del sacrificio vino desde la cuna en el gen Laettner, cargando estiércol de vaca en carretilla en los veranos como trabajo de vacaciones.
Pero, visto desde fuera, Laettner no era más que otro tío guapo estudiante de una de las más prestigiosas universidades privadas de todo el mundo, y también una de las más odiadas. Pertenecer a Duke es pertenecer a la élite, unas altas esferas en las que, además de brillantes estudiantes, también es muy sencillo encontrar hijos de, y no tanto estudiantes de origen humilde que han llegado allí fruto de años de duro trabajo. Es como si el estudiante medio de Duke sea una persona que se haya encontrado con miles de facilidades a lo largo de la vida y el acceso a su universidad no fuese si no otra comodidad más. Y Christian Laettner su imagen.
La realidad es que, si al igual que en la universidad, fue a un instituto de pijos, fue gracias al baloncesto. Tenía un talento innato para ello, y su carácter le hacía todavía mejor. El deporte podía así ser una oportunidad para que el pequeño de los Laettner adquiriese una educación de nivel y, si bien las matrículas de la escuela preparatoria universitaria Nichols eran muy caras, su programa de becas a cambio de realizar trabajos de mantenimiento y limpieza en sus instalaciones no iban a hacerle caer los anillos a ese prometedor jugador de baloncesto. Pero su imagen era distinta a su realidad.
Blanco, guapo, alto, jugador de baloncesto y estudiante de Nichols. Era como si llevase escrita la palabra odio en la frente. Y eso ya le provocó desgraciados incidentes en su etapa de instituto. Iban a por él y jamás se amedrentaba, sino que parecía buscar más. Era un rebelde convertido en provocador.
Lo que no imaginaba cuando se presentó por primera vez en el gótico campus de Duke en Durham es que sería la salvación del por aquel entonces cuestionado Mike Krzyzewski, que no terminaba de dar con la tecla en los momentos más decisivos.
No sería el primer gran jugador de Duke en ser blanco de las iras, pero se convirtió en el villano definitivo. Lo tenía todo. Aunaba en sólo él todo aquello que otros odiosos referentes del programa de baloncesto de la universidad habían tenido en el pasado.
Desde el principio, su estilo generó controversia. Era un blanquito de universidad privada que jugaba muy bien al baloncesto y quería actuar como si el mundo estuviese en su contra. Solo que en su caso, realmente parecía estarlo. Y cuando él percibía aquello, no quedaba más que magnificarlo. Además, era una época en la que cultura negra tenía un estilo muy peculiar y delimitado, y no estaba bien visto tomar actitudes de la misma si eras un lechoso rico de casi siete pies de altura.
El Elite 8 de 1989 supondría así una piedra de toque en el deporte en este exacerbado choque cultural entre blancos y negros. La cultura negra requería su espacio con su llamativo vestuario y música rap, y en el baloncesto universitario llegaba como parte de este guión de cine un partido de acceso a la Final Four entre Duke y la eminentemente negra Georgetown, una universidad con especial habilidad para la crianza de pívots, donde por aquel entonces destacaba el también freshman Alonzo Mourning. Mucho menos desarrollado físicamente, Laettner sí era más inteligente, talentoso y competitivo que Zo. De hecho, no parecía haber nadie que pudiese combinar esos tres aspectos de una manera tan incontestable como Laettner, que ganaría el duelo particular a Mourning y así Duke a Georgetown.
Más tarde los Blue Devils desfallecerían ante la católica Seton Hall en el último gran partido de Danny Ferry con la camiseta de Duke (34 puntos y 10 rebotes) cediendo todo el coto de odioso matón al joven Laettner.
Sin embargo, este choque cultural esperaría un año más para su gran escenificación, cuando los Rebels de la Universidad de Nevada en las Vegas (UNLV) se cruzasen en la primera final por el título nacional de Laettner, la de 1990. El país estaba totalmente dividido en dos bandos, y en el baloncesto universitario los modelos de ambas facciones eran los de los matones procedentes de los suburbios de juego anárquico, de la calle, y entrenados por el poco convencional Jerry Tarkanian, contra los formidables chicos de Duke, de excelente educación, peinado de raya en el lado y bajo la disciplina del impoluto Mike Krzyzewski.
No hubo color. Los Rebels machacarían por treinta puntos de diferencia a unos Blue Devils donde Laettner sería de los pocos en dar la talla, y la cultura negra se imponía a la blanca. Tupac Shakur, Malcolm X, El Príncipe de Bel-Air, Spike Lee… todo aquello molaba mucho más que un blanquito malcriado como Laettner que perdía la final en una de las mayores palizas de la historia de la NCAA, y este tipo de cultura ganaba cada vez más adeptos, incluso entre familias blancas de clase media-alta.
En este choque cultural, dentro del ámbito baloncestístico, Laettner era la imagen de los que estaban perdiendo. Y vaya si se merecían perder aquellos a los que todo les había llegado regalado en vida, que además eran guapos, tenían dinero e iban a obtener una titulación universitaria sin tener que sudar por ello. Daba igual que Laettner no fuera así. Era lo que su imagen proyectaba.
Era como si su historia hubiese estado escrita para acabar llevándola al cine. Y en las películas, después de cada fracaso, se obtiene una redención. Esa llegaría al año siguiente, cuando en la semifinal de la Final Four se propiciase una segunda ronda entre los dos estilos. Y esta vez, Laettner no perdonó. En un choque tremendamente igualado se iría hasta los 28 puntos y 7 rebotes, anulando a Larry Johnson, más tarde alienígena morado en Space Jam.
Laettner era la perfecta combinación de confianza en sí mismo y deseo de ganar, palabras en boca de Bobby Hurley, tres años compañero suyo y blanco favorito de sus pesadas bromas. Una intensa relación de compañerismo que alguna vez llegó a las manos y no pocas a vociferantes descalificaciones personales. Esa conjunción le hacía perfecto para los finales igualados. Y en aquel partido, con empate a 77 en el marcador y 12’7 segundos por jugarse, le tocaba ir a la línea de tiros libres: limpia y limpia, dos perfectos lanzamientos que entraban por el mismo centro del aro con media sonrisa en su cara. Qué tío más odioso. En el escollo final, un cómodo partido contra Kansas con nuestro rebelde guaperas siendo el máximo anotador y reboteador del partido daba a la odiosa Duke su primer campeonato nacional. Ahora, la universidad de los pijos era también la campeona en baloncesto. Difícil de aguantar.
Georgetown y la UNLV habían terminado cayendo. Pero una nueva fuerza negra surgía al Norte del país, con los mediáticos Fab Five de Michigan, cinco novatos negros entre los que se encontraban tres futuros sólidos jugadores NBA (Chris Webber, Jalen Rose y Juwan Howard), que cogían el testigo de los Rebels y ponían de moda los pantalones anchos.
En cierto modo, podía resultar estúpida esta guerra cultural. Al menos, en el baloncesto universitario. Los jugadores de Duke, como Laettner, eran en su mayoría jóvenes procedentes de familias humildes que habían accedido a una universidad de ese nivel, que hasta su entrada no contaba con campeonatos, gracias a su habilidad por el baloncesto. Solamente Grant Hill procedía de una buena familia, y precisamente él era negro. En el otro bando ahora eran los Wolverines de Michigan quienes tomaban el mando en esta guerra contra Laettner y Duke, obviando que su gran estrella, Chris Webber, estuvo cerca de ser reclutado por el equipo de pijos contra el que ahora blandía armas, llegando a visitar su campus en Durham. Pero así lo habían querido montar los medios de comunicación y así quería la gente que fuese. Siempre tenía que haber algo que admirar y otro algo que odiar.
Tampoco los Wolverines podrían hacerles hincar rodilla, y Laettner se despediría de la NCAA levantando su segundo trofeo de campeón como máximo anotador de una final que ganaron por veinte puntos de diferencia.
Se despediría del baloncesto universitario como, sin duda, uno de los mejores jugadores de toda su historia. Pero, y de manera aún más indudable, como el más odiado. Y en cierto modo, tiene gracia. Era la imagen de una sociedad acomodada, rica y de principios muy básicos. Sin embargo, estamos hablando de un joven que pasó los veranos recogiendo estiércol para pagarse sus estudios, que tenía como mejor amigo a un negro, se sabía cantidad de canciones de hip-hop de memoria y vivía en rebeldía con el mundo.
Continuará…
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