Seguro que si echas la vista atrás encontrarás a algún compañero de tu colegio que era más alto, más fuerte, más guapo y tenía más dinero que tú. Todo le salía bien. Era un gilipollas y nunca pagaba las consecuencias de sus actos. De hecho, parecía como si el mundo se pusiese de acuerdo para premiarle. Y la tía más buena de la clase suspiraba por sus huesos de falso tío duro. Dios, qué zagal más asqueroso. Era tu Christian Laettner particular.
El ser humano parece tener una habilidad especial para odiar o sentir envidia. Puede que hasta más que para amar y, seguro, para disfrutar de la vida. Es algo que sale solo, puede ser hacia un personaje público, alguien que no conozcamos o el vecino que aparca pisando la línea de tu plaza de garaje. Podemos saber a qué se debe o estar tan adentro en nuestro subconsciente que necesitaríamos de la Doctora Melfi para encontrar una explicación.
Pero con Christian Laettner el odio tenía un origen más que justificado. Incluso aunque los motivos fuesen erróneos.
Y no sólo le odiabas si eras de otra de las universidades rivales de Duke en Carolina del Norte. Porque el tío era tremendamente bueno. Uno de los mejores jugadores universitarios de la historia. El odio que generaba iba más allá de que fueses un Tar Heel, un miembro de la Wolfpack o un Demon Deacon. Su comportamiento en la cancha, su condescendencia hacia todo ser viviente que no fuese él mismo y su aparente posición por encima del bien y del mal encontrarían animadversión en cualquier recoveco del país. Bien lo saben en Connecticut, Nevada o Michigan.
Pero no, no era ese clásico sujeto que se encuentra reforzado por sus actos en su círculo más cercano. Si bien Mike Krzyzewski siempre le consideró especial –y un reto personal como entrenador-, ni si quiera caía bien dentro de su equipo. Grant Hill confesaba que “a veces incluso le odiábamos nosotros mismos, era un creído, te hacía sentir que era mucho mejor que tú”. Estaba constantemente metiéndose con los demás, intentando provocarles. Quería sacar lo mejor de ellos y su manera de hacerles más duros era buscando que saltaran chispas. La victoria lo compensaría todo.
El único apoyo verdadero con que contaba era el de su mejor amigo y compañero de habitación Brian Davis, con quien compartía un gato como mascota. Su relación era tan distinta a la que tenía Laettner con cualquier otro mortal que incluso se rumoreó fuertemente con una posible homosexualidad en una época llena de tabúes y en la que el amor entre hombres equivalía al sida.
El odio que Laettner generaba parecía buscado. Podía ser para protegerse de los demás, por algún complejo de infancia –su hermano mayor abusaba de él constantemente-, para alimentar su ansia competitiva o como simple llamada de atención. O una combinación de varias.
El documental “Odio a Christian Laettner”, en el que está basado en gran parte este artículo dividido en dos partes, establecía cinco factores del odio hacia nuestro rubiales, simbolizados en una horca como la que sostiene el diablo azul mascota de la universidad, a la que se añaden dos puntas más. Peor que el mismo diablo. Así se veía a Laettner. Estos factores, como si se tratara de una lista de pecados capitales, son los siguientes: privilegio, blanco, abusón, grandeza y aspecto.
Pero esos cinco factores los podemos encontrar como inciertos, injustos o ambos dos. No podría decirse que a Laettner ello le trajese sin cuidado, parecía que incluso le gustase, y si un espectador le insultaba desde la grada por su falso privilegiado origen o, simplemente, por ser mejor que los demás, no provocaría más que un punto extra de fiereza en su juego y un comportamiento que sí diese motivos verdaderos para cargar contra él. Abrazó el odio y lo hizo suyo. Propiedad de Christian Laettner. Así era él.
Pero no un privilegiado al que se le hubiese regalado todo en la vida. Sus orígenes son más bien humildes, hijo de una profesora de primaria y un tipógrafo que trabajaba por las noches para el periódico local de Búfalo, a quienes costaba llegar a fin de mes, y quienes otorgaron una educación muy estricta a sus hijos. El valor del sacrificio vino desde la cuna en el gen Laettner, cargando estiércol de vaca en carretilla en los veranos como trabajo de vacaciones.
Pero, visto desde fuera, Laettner no era más que otro tío guapo estudiante de una de las más prestigiosas universidades privadas de todo el mundo, y también una de las más odiadas. Pertenecer a Duke es pertenecer a la élite, unas altas esferas en las que, además de brillantes estudiantes, también es muy sencillo encontrar hijos de, y no tanto estudiantes de origen humilde que han llegado allí fruto de años de duro trabajo. Es como si el estudiante medio de Duke sea una persona que se haya encontrado con miles de facilidades a lo largo de la vida y el acceso a su universidad no fuese si no otra comodidad más. Y Christian Laettner su imagen.
La realidad es que, si al igual que en la universidad, fue a un instituto de pijos, fue gracias al baloncesto. Tenía un talento innato para ello, y su carácter le hacía todavía mejor. El deporte podía así ser una oportunidad para que el pequeño de los Laettner adquiriese una educación de nivel y, si bien las matrículas de la escuela preparatoria universitaria Nichols eran muy caras, su programa de becas a cambio de realizar trabajos de mantenimiento y limpieza en sus instalaciones no iban a hacerle caer los anillos a ese prometedor jugador de baloncesto. Pero su imagen era distinta a su realidad.
Blanco, guapo, alto, jugador de baloncesto y estudiante de Nichols. Era como si llevase escrita la palabra odio en la frente. Y eso ya le provocó desgraciados incidentes en su etapa de instituto. Iban a por él y jamás se amedrentaba, sino que parecía buscar más. Era un rebelde convertido en provocador.
Lo que no imaginaba cuando se presentó por primera vez en el gótico campus de Duke en Durham es que sería la salvación del por aquel entonces cuestionado Mike Krzyzewski, que no terminaba de dar con la tecla en los momentos más decisivos.
No sería el primer gran jugador de Duke en ser blanco de las iras, pero se convirtió en el villano definitivo. Lo tenía todo. Aunaba en sólo él todo aquello que otros odiosos referentes del programa de baloncesto de la universidad habían tenido en el pasado.
Desde el principio, su estilo generó controversia. Era un blanquito de universidad privada que jugaba muy bien al baloncesto y quería actuar como si el mundo estuviese en su contra. Solo que en su caso, realmente parecía estarlo. Y cuando él percibía aquello, no quedaba más que magnificarlo. Además, era una época en la que cultura negra tenía un estilo muy peculiar y delimitado, y no estaba bien visto tomar actitudes de la misma si eras un lechoso rico de casi siete pies de altura.
El Elite 8 de 1989 supondría así una piedra de toque en el deporte en este exacerbado choque cultural entre blancos y negros. La cultura negra requería su espacio con su llamativo vestuario y música rap, y en el baloncesto universitario llegaba como parte de este guión de cine un partido de acceso a la Final Four entre Duke y la eminentemente negra Georgetown, una universidad con especial habilidad para la crianza de pívots, donde por aquel entonces destacaba el también freshman Alonzo Mourning. Mucho menos desarrollado físicamente, Laettner sí era más inteligente, talentoso y competitivo que Zo. De hecho, no parecía haber nadie que pudiese combinar esos tres aspectos de una manera tan incontestable como Christian Laettner, que ganaría el duelo particular a Mourning y así Duke a Georgetown.
Más tarde los Blue Devils desfallecerían ante la católica Seton Hall en el último gran partido de Danny Ferry con la camiseta de Duke (34 puntos y 10 rebotes) cediendo todo el coto de odioso matón al joven Laettner.
Sin embargo, este choque cultural esperaría un año más para su gran escenificación, cuando los Rebels de la Universidad de Nevada en las Vegas (UNLV) se cruzasen en la primera final por el título nacional de Laettner, la de 1990. El país estaba totalmente dividido en dos bandos, y en el baloncesto universitario los modelos de ambas facciones eran los de los matones procedentes de los suburbios de juego anárquico, de la calle, y entrenados por el poco convencional Jerry Tarkanian, contra los formidables chicos de Duke, de excelente educación, peinado de raya en el lado y bajo la disciplina del impoluto Mike Krzyzewski.
No hubo color. Los Rebels machacarían por treinta puntos de diferencia a unos Blue Devils donde Laettner sería de los pocos en dar la talla, y la cultura negra se imponía a la blanca. Tupac Shakur, Malcolm X, El Príncipe de Bel-Air, Spike Lee… todo aquello molaba mucho más que un blanquito malcriado como Laettner que perdía la final en una de las mayores palizas de la historia de la NCAA, y este tipo de cultura ganaba cada vez más adeptos, incluso entre familias blancas de clase media-alta.
En este choque cultural, dentro del ámbito baloncestístico, Laettner era la imagen de los que estaban perdiendo. Y vaya si se merecían perder aquellos a los que todo les había llegado regalado en vida, que además eran guapos, tenían dinero e iban a obtener una titulación universitaria sin tener que sudar por ello. Daba igual que Laettner no fuera así. Era lo que su imagen proyectaba.
Era como si su historia hubiese estado escrita para acabar llevándola al cine. Y en las películas, después de cada fracaso, se obtiene una redención. Esa llegaría al año siguiente, cuando en la semifinal de la Final Four se propiciase una segunda ronda entre los dos estilos. Y esta vez, Laettner no perdonó. En un choque tremendamente igualado se iría hasta los 28 puntos y 7 rebotes, anulando a Larry Johnson, más tarde alienígena morado en Space Jam.
Laettner era la perfecta combinación de confianza en sí mismo y deseo de ganar, palabras en boca de Bobby Hurley, tres años compañero suyo y blanco favorito de sus pesadas bromas. Una intensa relación de compañerismo que alguna vez llegó a las manos y no pocas a vociferantes descalificaciones personales. Esa conjunción le hacía perfecto para los finales igualados. Y en aquel partido, con empate a 77 en el marcador y 12’7 segundos por jugarse, le tocaba ir a la línea de tiros libres: limpia y limpia, dos perfectos lanzamientos que entraban por el mismo centro del aro con media sonrisa en su cara. Qué tío más odioso. En el escollo final, un cómodo partido contra Kansas con nuestro rebelde guaperas siendo el máximo anotador y reboteador del partido daba a la odiosa Duke su primer campeonato nacional. Ahora, la universidad de los pijos era también la campeona en baloncesto. Difícil de aguantar.
Georgetown y la UNLV habían terminado cayendo. Pero una nueva fuerza negra surgía al Norte del país, con los mediáticos Fab Five de Michigan, cinco novatos negros entre los que se encontraban tres futuros sólidos jugadores NBA (Chris Webber, Jalen Rose y Juwan Howard), que cogían el testigo de los Rebels y ponían de moda los pantalones anchos.
En cierto modo, podía resultar estúpida esta guerra cultural. Al menos, en el baloncesto universitario. Los jugadores de Duke, como Laettner, eran en su mayoría jóvenes procedentes de familias humildes que habían accedido a una universidad de ese nivel, que hasta su entrada no contaba con campeonatos, gracias a su habilidad por el baloncesto. Solamente Grant Hill procedía de una buena familia, y precisamente él era negro. En el otro bando ahora eran los Wolverines de Michigan quienes tomaban el mando en esta guerra contra Laettner y Duke, obviando que su gran estrella, Chris Webber, estuvo cerca de ser reclutado por el equipo de pijos contra el que ahora blandía armas, llegando a visitar su campus en Durham. Pero así lo habían querido montar los medios de comunicación y así quería la gente que fuese. Siempre tenía que haber algo que admirar y otro algo que odiar.
Tampoco los Wolverines podrían hacerles hincar rodilla, y Laettner se despediría de la NCAA levantando su segundo trofeo de campeón como máximo anotador de una final que ganaron por veinte puntos de diferencia.
Se despediría del baloncesto universitario como, sin duda, uno de los mejores jugadores de toda su historia. Pero, y de manera aún más indudable, como el más odiado. Y en cierto modo, tiene gracia. Era la imagen de una sociedad acomodada, rica y de principios muy básicos. Sin embargo, estamos hablando de un joven que pasó los veranos recogiendo estiércol para pagarse sus estudios, que tenía como mejor amigo a un negro, se sabía cantidad de canciones de hip-hop de memoria y vivía en rebeldía con el mundo.
Además de los falsos motivos para odiarle, había otros de verdad. Algo ineludible de su ser es que era un matón, todo un abusón en la cancha. Y si a este factor del odio tan apreciable le sumamos otros más difusos, nos queda un tío de veras insoportable. Codazos, empujones, golpes bajos, trash-talking hasta quedarse sin saliva, desmedidas celebraciones, todo tipo de provocaciones… Laettner llegaba incluso a las agresiones, y sus incidentes más famosos son diversos. En un partido de alta rivalidad contra North Carolina, un codazo suyo partió la ceja de Eric Montross, que estaba realizando su mejor partido del año, y debido a la sangre debió dejar de jugar.
La no menos íntima Connecticut también tenía un gran pívot haciendo frente a Laettner, Rod Sellers –quien pasó por varios equipos en España: Cáceres, Valencia, Tenerife, Melilla y Murcia-, a quien tendió una trampa en forma de puñetazo que obligaba al de la UConn a volver al banquillo por la sangre. Nada más volver, en un balón suelto, se abalanzó sobre Laettner estrellándole la cabeza contra el parquet. Se la tenía jurada. A diferencia de Sellers, en este intercambio de golpes Laettner controlaba totalmente sus emociones y lo que estaba haciendo. ¿El resultado? Sellers expulsado y partidazo de Laettner.
Agresión sin castigo
Pero su más famoso incidente llegaría en el partido que daba acceso a la Final Four de 1992, en el Elite Eight. Tal vez el mejor partido de baloncesto de la historia, y con seguridad, el mejor del baloncesto universitario. Los Kentucky Wildcats de Rick Pitino contra los vigentes campeones, más odiados que nunca, de Laettner y Duke. Un partido tan extremadamente bueno que lo ganaría quien llegase con el balón a la última posesión.
Ya sabemos que a todo matón lo que menos le gusta es que le den de su propia medicina. Es lo que le pasó a Laettner en aquel partido. En la lucha por cerrar un rebote, alguien le empujó por detrás, haciéndole caer al suelo. Por error, Laettner pensaría que había sido Aminu Timberlake, que, aprovechando que estaba cerca, se burlaba de su caída. Un minuto más tarde, Laettner chocaría con Timberlake anotando un dos más uno, y era él quien ahora caía al suelo. Laettner, de pie, no dudaría en darle un pisotón en el estómago.
¡Un pisotón a un jugador rival que está en el suelo! Ni había sido sin querer, ni Laettner se había molestado en disimularlo. Debía ser automáticamente expulsado del partido. Pero por alguna razón no lo fue. El propio Timberlake, pensando que habían cambiado las tornas, creía haber sacado de quicio a Laettner y se levantaba del suelo entre risas e irónicos aplausos. La sanción por una simple técnica hacía a Pitino tirarse de los pelos y la incredulidad se extendía por toda la nación, convencida de que a cualquier otro jugador que no se llamara Christian Laettner y estudiase en Duke se le habría castigado con una expulsión inmediata.
Pero Laettner siguió jugando, moviéndose como pez en el agua dentro de ese odio que generaba y que tanto le gustaba abrazar. Siempre se salía con la suya, y esta vez de una manera más injusta que nunca, recibiendo el mismo castigo por un pisotón al estómago que por una protesta más vehemente de lo habitual: una simple técnica.
Su grandeza, otra de las cinco puntas del odio hacia Laettner, era tal que, sabiéndose en aquel rato el foco del odio de todo aficionado al baloncesto en Estados Unidos, hacía el mejor partido de su vida. Era imposible que ni si quiera él mismo justificase su permanencia en la cancha, pero allí estaba. ¡10 de 10 en tiros de campo y otro 10 de 10 en tiros libres! Aquel malnacido sabía jugar al baloncesto. Estaba tocado por una varita mágica.
‘The Shot’
En un partido tan sumamente emocionante, la penúltima jugada del partido había acabado con una canasta en los mismos morros de Laettner a falta de 2’1 segundos para el final. 102-103 en el marcador a favor de Kentucky y tiempo muerto de Duke, que sacaba desde debajo de su canasta.
Tras un enorme pase de béisbol de Grant Hill, Laettner recogería el balón a unos seis metros del aro. Sin ser presa de los nervios, fintaría girarse para un lado para voltearse sobre el otro, elevarse, soltar el balón… y ganar el partido. El partido perfecto. El mejor partido de la historia terminaba con una canasta sobre la bocina del tipo más odiado de América para firmar su perfecto 10/10. Los campeones volvían a acceder por cuarto años consecutivo a la Final Four, cuatro de cuatro en el ciclo universitario de Laettner.
Ese tío tan odiado acababa de firmar un partido perfecto, pisar a un rival y meter el tiro decisivo en, tal vez, el partido de baloncesto más épico de la historia. El cénit del odio que generaba, ya en su cuarto año en Duke y más que consolidado como bellaco del baloncesto. Fue la guinda al pastel. El mejor final posible.
O casi final, mejor dicho. Nueve días más tarde Duke y Laettner ganarían su segundo campeonato nacional universitario ante los Fab Five de Michigan, su última antítesis.
¿Y qué haría Laettner muchos años más tarde? Seguir trolleando, como hasta ahora vendría haciendo, a los fans de Kentucky. Si uno entra en su cuenta de Twitter, verá una foto de portada con el famoso Haters gonna hate, una foto de perfil del mítico tiro, una escueta biografía con “The Shot” y una ubicación que indica “Al corazón de Kentucky”.
El villano perfecto.
No era el único bocinazo de su carrera universitaria, con otro tiro milagroso bajo la bocina en el Elite Eight de 1990 ante la UConn de Sellers. Aquella vez era Laettner quien ponía el balón en juego desde la banda en campo atacante. En un tuya-mía con Davis lanzaría un tiro con rectificado en el aire que hacía que Sellers, uno de sus enemigos favoritos, se rindiese diciendo que jamás le quemaba el balón. Duke se metía así en su segunda Final Four consecutiva, justo antes de toparse con la UNLV. Los Rebels les machacarían en la final de 1990, pero un año más tarde sucumbirían en la semifinal, su única derrota en todo el año, tras esos tiros libres de ser superior de Laettner.
Era el mejor. Y eso que al Sur del país, en la salvaje Louisiana State, había un tal Shaquille O’Neal que dominaba con pavor los tableros. Laettner, sin embargo, se crecía ante él. Ante él y ante todo jugador de entidad que pudiese poner en discusión su título oficioso de mejor jugador universitario de la época. Y uno de los mejores de siempre, con récords que, con la actual tendencia del one and done, prometen quedarse en los libros de historia de la NCAA por muchos años más:
- Mayor número de puntos anotados.
- Mayor número de tiros libres anotados.
- Mayor número de tiros libres intentados.
- Mayor número de partidos jugados.
No sólo era el mejor, sino que lo sabía y actuaba como tal. Con una seguridad en sí mismo que intimidaba y generaba animadversión, aceptaba su arrogancia como parte de lo que era Christian Laettner y su éxito. De hecho, era necesario para llegar a lo más alto y mantenerse a ese nivel, tal y como, rendido, reconocía Ariel Helwani, hoy periodista y ayer hater de Duke.
Y, como a todo gran equipo liderado por su gran villano, el mundo permanecía expectante por verles caer. Nadie se perdía ningún partido de Laettner y los Blue Devils porque, entonces, no podrían decir eso de “yo les vi perder”.
Era portador de todos los componentes que nos hacen odiar, o como mínimo coger manía, a aquellos que van por delante de nosotros. Pero, además, estaba el tema de su indiscutible belleza. No era el típico tío que puede resultar mono, directamente era el más guapo que podías ver sobre una pista de baloncesto. Así, llegamos a la quinta punta de su odio, el aspecto.
Si algo tiene la belleza, es que el propio individuo es el primero en hacerse sabedor de ella. No hace falta ni ser guapo para creérselo y actuar como tal. Y, por supuesto, siempre nos creeremos más guapos de lo que somos. A estas alturas de su andadura universitaria, Laettner era ya famoso en todo el país, y allá donde iba Duke la cobertura mediática era más propia de una banda de estrellas del rock que de un equipo de baloncesto universitario.
Así, y como parte de su arsenal de provocaciones, era cada vez más habitual ver en un partido a Laettner tocándose el pelo, peinándose en mitad de partido y haciendo recreación de ello cuando no podía haber absolutamente nadie en el pabellón, ni delante de la televisión, que no estuviese mirándole en ese momento, como cuando se disponía a tirar tiros libres. Ya no era simplemente el rompecorazones con que las histéricas universitarias forraban sus carpetas, si no que ni si quiera los propios tíos podían ir a disfrutar del partido con sus novias porque los celos no esperaban a aparecer más allá del calentamiento.
Con 21 tiernos años, aquel tío que todo lo tenía y que todo lo podía era incluido por la revista People entre las 50 personas más atractivas del mundo. ¿Se le ocurre a alguien algo más con lo que alimentar el ego de este muchacho? ¿Algo con lo que hacerle rabiar como él hacía que otros rabiaran? Se había probado todo… o casi todo.
Como se menciona en la primera parte de este artículo, Christian Laettner no era la persona más agradable del mundo, incluso sus compañeros acababan hartos de él en multitud de ocasiones y no se le conocían verdaderos amigos. Salvo Brian Davis, su compañero de habitación y a quien mencionó como una de las únicas tres cosas que le importaban en la vida en un reportaje para Sports Illustrated titulado “Diabólicamente diferentes”.
De repente, los rumores sobre su relación homosexual interracial se dispararon. Unos rumores que eran falsos, pero que ni a Laettner ni a Davis parecieron importar. Al menos en un principio. Uno de esos primeros partidos llegados tras la entrevista fue en Baton Rouge contra la LSU del imponente Shaquille O’Neal, y ante los cánticos de miles de personas la reacción llegó en forma de 22 puntos, canastas en los momentos más calientes, un recital de gestos y miradas a la grada y victoria para Duke en un partido que el New York Times tituló en su crónica “O’Neal is hot but Duke is hotter”.
Pero el interés que ponían medios y aficionados en este asunto llegó a ser enfermizo, y a Laettner le terminó por afectar. En una época en la que el sida comenzaba su expansión en medio del desconcierto y la desinformación, la contracción del VIH estaba popularmente ligada a la homosexualidad, y viceversa.
Y si salir del armario aún está lejos de ser recibido con una tolerancia total en los días que corren, hace veinticinco años pueden imaginarse su concepción de absoluto tabú. Así pues, que te llamaran maricón era el peor insulto que podías recibir. A Laettner empezó a caerle en forma de diluvio allá donde iba y sin excepción. El hombre que era capaz de hacer oídos sordos a todo tipo de descalificaciones personales –que hasta le motivaban- hacia él mismo o su familia ahora sufría por una acusación que en 2016 se escucha en todo estadio y ante la que el deportista actúa como quien oye llover. Normalización del desprecio.
La situación era insostenible desde hacía tiempo, pero ahora afectaba directamente a su familia también, e incluso su hermana de doce años recibía los graves insultos que uno puede imaginar por vestir una cazadora de Duke con su apellido. La forma en que Laettner lidiaba con todo aquello para que no le afectara más de la cuenta, no hacía sino encender la animadversión rival. A más desprecio, su respuesta era más chulería.
Seguía siendo un jugador tremendo, pero su carácter se iba agriando y a veces era inevitable hacer caso omiso. Es lo que le pasó el día que más importaba, nueve días más tarde de “The Shot”, en la final por el campeonato universitario en su último partido antes de ser profesional. Enfrente, sus enemigos íntimos, los Michigan Wolverines de Webber y compañía que se sentían ante su gran oportunidad, servida en bandeja de plata por la peor versión jamás vista de Christian Laettner: siete balones perdidos en la primera parte para el 31-30 favorable a Michigan.
Su último partido como universitario tendría lugar precisamente allá donde recalase como jugador NBA, la fría Minneapolis. Antes del partido, gracioso detalle del choque cultural anteriormente tratado que suponían los duelos de Duke contra universidades como la de Nevadas-Las Vegas o Michigan. La presentación de los jugadores era realizada por posiciones, introduciendo al jugador que la ocupaba de un equipo y seguidamente al del otro, los cuales debían acudir al centro de la pista para saludarse. Llegado el momento del pívot, eran Juwan Howard y Christian Laettner quienes debían acudir a saludarse. Uno lo haría con el puño cerrado para el genuino fist bump y otro con la palma de la mano abierta. Sobra decir quién era cada cual.
Volviendo a lo que nos ocupa, Michigan ganaba al descanso y el jugador de baloncesto universitario más mediático y exitoso del momento parecía despedirse con su peor partido de siempre. Coach K lo intentaba todo con el muchacho y nada funcionaba.
Cambio de tornas
Laettner era el típico bocazas de vestuario, que se ampara en la búsqueda de motivación de sus compañeros para al mismo tiempo gritarles e intentar hacerles caer en todo tipo de provocaciones. El bueno de Bobby Hurley siempre caía. Pero aquel día, Laettner no podía decirle nada a nadie. Así que Hurley decidió aprovechar su gran oportunidad para desahogarse contra su matón particular, y con una arenga que mezclaba acicates como “te necesitamos” con reproches del tipo “¿qué coño estás haciendo?”, Laettner respondió.
19 puntos y 7 rebotes, después de una primera parte horripilante, para ser el diferencial que hiciese saltar por los aires el sueño de los Wolverines y lograr su segundo campeonato consecutivo, haciendo a Duke la primera universidad en repetir triunfo dos años seguidos desde la UCLA de John Wooden.
Hecha historia en la NCAA, la NBA esperaba. Su destino, unos Minnesota Timberwolves aún cachorros –tres temporadas de vida- que le escogían en la tercera posición de un Draft de 1992 –en el que encontramos viejos conocidos como Elmer Bennett en el número 38 o Pedrag Danilovic en el 43- que dejaba por encima de Laettner a dos de sus grandes rivales universitarios, Shaquille O’Neal y Alonzo Mourning, impecables con su traje en una ceremonia en la que Laettner no estaba… porque se encontraba en Europa preparando los Juegos Olímpicos de Barcelona como miembro del Dream Team, cubriendo el cupo obligatorio de jugador universitario de cada selección. El hateo no cesaba.
El favorito de todos, jugadores incluidos, para ser el representante universitario, era Shaquille O’Neal, pese a haber sido Laettner elegido jugador del año, el cual defiende en su propio documental haber aceptado a la perfección ser el jugador número doce del equipo, generándole dudas que O’Neal lo hubiese hecho a ese mismo nivel.
Es prácticamente imposible desprenderse de una etiqueta en la vida una vez te ha sido colgada, y ese fue de partida el problema de Laettner en el Dream Team, en el que la mayoría de miembros le trataron peor que a un rookie, y en la NBA, donde su gen competitivo no aceptó recalar en los perdedores Timberwolves ni jugar para un entrenador con tan poca mano izquierda como Sidney Lowe (primer entrenador de Pau Gasol en la NBA), que entre risas hablaba a la prensa de lo “muy mimado” que estaba, y que “si él dice otra cosa, no estará diciendo la verdad”.
Diálogo entre Sidney Lowe y Mike Krzyzewski:
Tío, ese Laettner es un poco complicado.
Sidney, tienes que ver a Christian Laettner como si fuera un fuego, y tú la caldera de un edificio. Si usas el fuego correctamente, dará calor a todos los apartamentos. Pero si no, quemará todo el bloque. Yo prefiero tener a un tipo con ese fuego.
Lowe quemó el edificio entero y Laettner, fuera del especial entorno que le protegía en Duke y lejos de los brazos de Mike Krzyzewski, se convirtió en el típico jugador moneda de cambio como parte de otros grandes traspasos, no alcanzado nunca el estatus que su etapa universitaria prometía. La única vez que pareció en el camino correcto en la NBA fue en los Hawks, llegando a ser All-Star en el 97 (18’1 puntos y 8’8 rebotes de media), pero un traspaso de tantos cortó su progresión. Nunca llegaría a permanecer más de tres temporadas en un mismo equipo y en su penúltima temporada en la NBA, en los Wizards pos-Jordan, fue suspendido varios partidos por fumar marihuana.
Uno de los mejores jugadores universitarios de siempre, juguete roto en la NBA. Sin embargo, su legado permanecerá por siempre en la NCAA, y es que con la poca paciencia que tienen los grandes prospects para dar el salto, se antoja muy difícil que nadie pueda alcanzar sus récords ni todo el odio generado durante cuatro gloriosos años en Duke.
El inicio de la grandeza de Coach K
En el contexto actual del baloncesto, revolucionado de forma global en una tendencia que da cada vez más importancia al tiro de tres puntos a partir del baloncesto desplegado en los tres últimos Juegos por el equipo estadounidense, bien vale la pena glorificar la figura de Mike Krzyzewski. Sin embargo, Coach K no se hizo grande hasta la generación de Blue Devils de Laettner. Para él siempre fue un jugador especial, alguien a quien trató de manera diferente al resto, con cierto favoritismo tal vez aunque dentro de los requerimientos de cada jugador.
“Sacó lo mejor de Mike”, decía Mickie Krzyzewski, esposa del entrenador, entre elogios. Y agradecido se mostraba el propio Coach K en el discurso de despedida del curso universitario de 1992, reconociendo a Laettner, entre problemas para contener las lágrimas de emoción, haberle dado “todo lo que un chaval puede ofrecer, y quiero que sepa que yo he hecho lo mismo”.
Hoy día
En 2013, el ya clausurado portal deportivo y de cultura pop Grantland –joder, ¿por qué lo cerraron?- jugó a establecer un bracket eliminatorio entre los jugadores más odiados de los últimos treinta años en la NCAA: competían, a modo de conferencias, las décadas de los 80, 90, 00… y Duke. Por supuesto, el campeón no podía ser otro que Christian Laettner, que derrotaba en la final a Tyler Hansbrough, quien jugó para North Carolina entre 2005 y 2009.
En el momento de airearse el documental, su nombre podía ser encontrado en Twitter una media de 72 veces por día, y hasta 380 cuando está el campeonato de la NCAA en juego. El odio que generaba es ya parte de la cultura popular baloncestística americana, más concretamente de la universitaria, que puede convertirse en una locura.
Laettner se lo toma con un gran sentido del humor –vamos, que le sigue dando igual, pero de otra manera a cuando jugaba-, y excepcional fue su posado tirado en el suelo con Anthony Davis pisándole. Mejor todavía siendo la preparación de los Juegos Olímpicos de Londres, a los que Davis acudía aún como jugador universitario… de Kentucky.
También de aplauso fue su aparición en un partido benéfico en el Rupp Arena, cancha de los Kentucky Wildcats, en que, vestido de traje, salió a la cancha con una toalla para limpiar el suelo de rodillas. En aquel partido se popularizó la venta de unas camisetas que decían “Todavía odio a Christian Laettner”, que le dio la idea de crear otras que rezaran “Todavía quiero a Christian Laettner”, que vende para beneficio de su academia de baloncesto en Ponte Vedra Beach, Florida, donde actualmente reside.
De una personalidad fascinante y digna de estudio, el odio que Laettner desprendía era pura moda o diversión. Poco a poco se fue conociendo lo falso de algunos factores que incitaban a su odio, pero no era sino otro aliciente más con el que tomarse el deporte. A diferencia de otros deportistas caídos en desgracia, nunca dio motivos severos como para generar un sentimiento tan extremo como el odio, pero tal vez por eso fue por lo que se convirtió en algo divertido y en todo un fenómeno a seguir durante sus cuatros años en Duke.
Era un chico privilegiado desde su nacimiento, blanco en una universidad de pijos, un abusón provocador para compañeros y rivales, mejor que nadie y guapo como ninguno. Puede que no todo fuese verdad, pero era la imagen que daba. Y para cargar contra un icono del deporte, eso es más que suficiente. Siempre el protagonista del escenario perfecto para dejar alguna genialidad que pasara a la historia. El jugador más odioso jamás imaginado, como creado por obra y gracia de un ser superior para poner a prueba al resto de mortales.
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