La nueva NBA ha cambiado muchos de los paradigmas que hace años se repetían y alababan como mantras incontestables y, pese a que la extraordinaria nueva generación de jugadores interiores que ya está aquí (Anthony Davis, Karl-Anthony Towns, Joel Embiid…) contradice aquellos locos augurios encaminados a la inminente extinción de los big fellas en un juego cada vez más rápido, es cierto que la cultura del pace & space demanda ajustes contraculturales a los mastodontes que patrullan las pinturas. Y, ante tales exigencias, los gólems van siguiendo a rajatabla los estándares adaptativos darwinianos.
“It is not the strongest of the species that survives […] but the one most responsive to change.”
Charles Darwin.
El juego y los entrenadores actuales valoran como oro en paño a los interiores dinámicos, con la movilidad e inteligencia defensiva suficientes para minimizar el sufrimiento de engranajes colectivos construidos a partir de cambios automáticos que ya son tendencia. Gigantes capaces de defender a pequeños en casos cada vez menos aislados (tenemos el potente ejemplo de Tristan Thompson en las últimas Finales, un tipo al que su progresión en ese campo y su voracidad reboteadora han aclarado un futuro en la liga que hasta hace bien poco se divisaba como poco halagüeño) y con la reactividad y velocidad de pies suficiente para no ser masacrados en pick & rolls a seis metros del aro, además de la capacidad para salir a puntear tiros exteriores de lo que antiguamente denominábamos “falsos interiores” y que hoy son norma en las pistas. Draymond Green es el paradigma actual de navaja suiza destructiva, justito de altura (2’01 metros) y capaz de defender las cinco posiciones con solvencia, y los Atlanta Hawks de Mike Budenholzer presentaron la segunda defensa más eficiente de toda la liga a 100 posesiones durante la campaña pasada, con Millsap y Horford formando una dupla floja en rebote y protección del aro pero sobrada de dinamismo y versatilidad. Pero existen multitud de interrogantes a resolver a la hora de catalogar a un “perro grande” como mejor o peor defensor, siempre dentro del ámbito de la subjetividad pero con los números y el vídeo de nuestro lado.
Un ejemplo curioso y excelente por el que comenzar es Hassan Whiteside, el monstruoso center de los Miami Heat. Aún con sus incontestables y aterradores números (3’7 tapones por partido en el curso 2015/16, en apenas 29 minutos de juego), el que escribe catalogaría a Whiteside como un defensor algo más efectista que efectivo. La intimidación en su variante psicológica es un factor a tener en cuenta, y evidentemente cualquier jugador rival se pensará dos veces el irrumpir en la zona de los de Florida con ese guardián apostado en la cueva. Pero, para obtener semejantes (e históricos) guarismos, el de Carolina del Norte sobrerreaciona más veces de las debidas ante fintas y demás tretas de los rivales, con lo que ello significa en términos de acumulación de faltas y errores. Buceando por el apasionante mundo de la estadística avanzada hallamos una medida más ajustada en términos de intimidación pura para el gremio de los colosos: el porcentaje de acierto en tiro provocado a los rivales en la zona. Y ahí, aún presentando un interesante 47% la temporada pasada, el jugador de los Heat se ve ampliamente superado por un Rudy Gobert, que, lejos de su media taponadora (2’2 gorros para el francés), deja a sus adversarios en un impactante 41%. Efectividad oculta que anida en números menos llamativos.
Es profundizando a esos niveles cuando descubriremos el valor de defensores más oscuros en producción estadística pura como Andrew Bogut o Robin López (ambos en torno al 45% provocado), o el brutal impacto de un Serge Ibaka que personifica el modelo adaptativo del que hablábamos al inicio de la pieza: más allá de su evolución ofensiva (de la que no toca hablar aquí), el nuevo jugador de los Orlando Magic es capaz de salir a ayudar lejos del aro y al mismo tiempo dejar a los adversarios en un 43’3% de acierto en lanzamientos efectuados en las cercanías de la cesta. Que su bajón en la producción taponadora no os lleve a engaño: Ibaka es un defensor prodigioso, mejor aún que hace tres temporadas.
Los casos dignos de estudio se acumulan, como el de dos jugadores que el aficionado español conoce más que de sobra, protagonistas de una de las mayores gestas en el ámbito de cualquier deporte al ser los primeros hermanos de la historia de la NBA en coincidir como titulares en un All-Star Game (y encarados en el salto inicial, para mayor goce visual). Pau Gasol, dentro de su marcada naturaleza ofensiva, mantiene números respetables a la hora de proteger su pintura y asegurar el rebote en aro propio, pero sus perennes (y acuciados por un tiempo al que ni siquiera él puede dar esquinazo por completo) problemas lejos de la canasta llevaron a los rivales de los Bulls a tratar constantemente de involucrar al de Sant Boi en situaciones de pick & roll durante su estancia en Illinois. La nueva competición, cada vez más analítica y tecnificada, no perdona debilidades tan manifiestas y evidentes. Menos aún en un gremio tan inmisericorde y amenazado por la temporalidad como el de los coaches.
Marc Gasol, en cambio, fue nombrado Mejor Defensor del Año en 2013 con 7’8 rebotes y 1’7 tapones como promedios en su hoja estadística. Su rol de piedra filosofal en la ejemplar defensa perpetrada y sostenida por los Grizzlies durante tantas temporadas, su inteligencia y liderazgo vocal desde el ejemplo y sacrificio, su juego físico y versátil pese a su tonelaje… Big Spain es uno de los más reputados gigantes destructivos de la NBA casi desde su llegada a la liga y un ejemplo fantástico de lo que en ocasiones se oculta tras el maquillaje de las estadísticas primarias.
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