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Reflejos

Líder a la fuga

Scottie Pippen parecía listo aquella temporada para suplir la enorme sombra de un retirado Jordan. Hasta que todo explotó durante un tiempo muerto decisivo frente a los Knicks.

M.A. Forniés

6 de octubre de 1993. Michael Jordan, avatar del triunfador imbatible a escala global, comparece ante los medios para mostrar su naturaleza humana. La muerte de su padre, asesinado poco más de dos meses antes en un área de descanso de una carretera en Lumberton, había relegado al baloncesto al último peldaño de su escala de prioridades vitales. MJ ya no disfrutaba en la pista, necesitaba reconstruirse y recuperar la ilusión como oxígeno primigenio, y nos dejó a todos huérfanos de su magia.

Ese sentimiento de orfandad se multiplicó exponencialmente en el ecosistema particular de los Chicago Bulls de Phil Jackson. Mantener la competitividad sin el mejor jugador de la liga en sus filas parecía poco menos que una quimera, pero los tres veces campeones contaban con un arma secreta en la recámara. Había llegado el momento de que la estrella disfrazada se deshiciera del atuendo de escudero: el secreto peor guardado del baloncesto mundial estaba a punto de revelarse.

«It’s the greatest promotion I’ve ever had.»

Sabedor de los problemas que la ausencia de Jordan generaría en la ofensiva del equipo (cifrados a finales de curso en 6.8 puntos menos anotados por cada 100 posesiones), Jackson retocó el libreto desde dos premisas fundamentales: la defensa y la división de responsabilidades en ataque. En los 94.9 puntos encajados por duelo hallaremos el pilar fundamental de los 55 sorprendentes triunfos, pero no el único. Steve Kerr y Tony Kukoc (la vieja y enfermiza aspiración de Jerry Krause) habían llegado para revitalizar el banquillo, B.J Armstrong aceptó el reto de incrementar sus prestaciones, y Pippen… Pippen se reveló en todo su esplendor físico y técnico.

Líder anotador unas noches, principal suministrador de pases letales otras, furibundo stopper en todas ellas: Scottie no iba a dejar pasar su gran oportunidad. Tras recuperarse de una lesión de tobillo, la vuelta del alero dispararía a los Bulls en plena racha de 30 triunfos en 35 partidos. 22 puntos (49’1% de acierto en tiros de campo), 8’7 rebotes, 5’6 asistencias y 2’9 robos de balón como estelares promedios, MVP del All-Star Game, miembro del mejor quinteto de la temporada y 3º en las votaciones al MVP de la regular season (que coronarían al gigante Olajuwon). El escudero era ya uno de los mejores jugadores del baloncesto mundial, y noches como la del 8 de marzo de 1994 frente a los Atlanta Hawks (39 puntos, 10 asistencias y 9 robos de balón) quedarían como inmortal legado de un jugador irrepetible.

Pero esa angustiosa necesidad de protagonismo, incubada tras años respirando a la sombra de His Airness, acabaría por jugarle una mala pasada a Pip. Tras arrollar a los Cleveland Cavaliers en la primera ronda de los playoffs, los Bulls se veían obligados a levantar un 2-0 en contra ante los rocosos y agresivos New York Knicks de Pat Riley. Y en el tercer partido de la serie, celebrado en Chicago, llegaría el gran fracaso como líder de nuestro triunfal protagonista.

Posesión de partido para los locales, con apenas 1.8 segundos por jugarse. Las órdenes de Phil Jackson son precisas: Kukoc es el encargado de jugarse el tiro decisivo. Y la reacción de Pippen dejaría estupefactos a sus compañeros de armas: el caudillo de la tropa se negaba a volver a la pista, víctima de un letal egocentrismo.

Kukoc acabaría transformando el lanzamiento ganador, y los Toros morirían ahogados en la orilla de un taquicárdico séptimo partido en la Gran Manzana (con Pippen readmitido ya desde el cuarto, y dejando un furibundo mate sobre Pat Ewing para la historia), pero la enorme lección de jerarquía e humildad que el Maestro Zen había regalado a su 33 acabaría por ser más provechosa que todos los brillantes galardones recibidos por el alero. Entre disculpas a sus compañeros de equipo y muestras de la mayor de las vergüenzas, Scottie entendió por fin lo que significaba ser un líder, más allá de portentosas exhibiciones individuales.

Porque el verdadero líder debe ser capaz de mostrar el camino a los demás también desde la modestia, en plena búsqueda del sendero que desemboca en la gloria coral.

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