El nombre de Nikola Jokic seguiría a una mueca de incomprensión automática si preguntaras por él a cualquiera de los decenas de ojeadores que hace un lustro peinaban los Balcanes en busca de futuras estrellas del baloncesto. La gran mayoría no sabrían de quien hablabas. Quizá algunos, muy pocos, podrían regalarte una vaga descripción. Y por supuesto, ninguno de ellos te hablaría del futuro de ese chico. Sencillamente no lo tenía.
Nikola Jokic tenía diecisiete años y era adicto a los Börek, un pastel de queso de origen turco y que emigrantes albanos llevaron a Serbia durante los sesenta. Los devoraba una dieta en la que tampoco faltaba la Coca Cola, que consumía sin la menor contención -sus entrenadores del Vojvodina afirman que bebía más de dos litros cada día- en un ritual diario que tenía lugar justo después de practicar su tercera pasión por orden de importancia, el baloncesto. Como casi a cada chico de aquel país, la canasta había susurrado su melodía de seducción y el joven cayó irremediablemente embrujado por el juego.
El juego. A Jokic no le interesaba otra versión del baloncesto que no fuese la lúdica. Amaba lanzar a canasta, botar el balón entre las piernas y ejecutar malabarismos con la pelota. Pero jamás verías al chico intentando hacer una flexión. Ni prestando demasiada atención a su entrenador del Vojvodina. Aquello interrumpía lo divertido. Y si no era divertido, para Nikola no merecía la pena.
Un partido que lo cambió todo
La vieja oficina ubicada en pleno centro de Belrgado apestaba a tabaco. Ni siquiera el olor del café humeante que brotaba de la mesa de Miško era capaz de camuflar el gran vicio del agente de deportistas más famoso de toda Serbia.
A Miško Ražnatović no se le solía escapar nada, y aquellas cifras del periódico captaron de inmediato su atención. Veinticinco puntos y veinte rebotes. Y cincuenta de valoración. De acuerdo, era la liga junior, y unos números así podrían tener un montón de explicaciones. Quizá estaban infladas por cualquier circunstancia anómala en el partido. O simplemente era otro chico enorme más abusando de niños gracias a su físico adelantado. Pero merecía la pena asegurarse. Y aquel nombre… Lo que más le preocupaba a Miško es que no había escuchado ese nombre en su vida.
Descolgó el teléfono y, como siempre, fue directo al grano.
– ¿Qué sabes de Nikola Jokic?
Su interlocutor tardó un par de segundos en encajar la respuesta. Conocía el carácter del agente, pero para esa pregunta no tendría respuesta. Al menos de inmediato. Y eso era algo muy extraño en Branimir Tadic, el ojeador estrella de Ražnatović y descubridor de estrellas balcánicas como Nikola Pekovic.
– Dame unos días.
Y colgó.
Branimir no tardó más de dos en responder. El correo electrónico que le envió a su jefe no dejaba demasiado lugar para las preguntas. Nikola Jokic era alto, tenía talento… pero su físico era deplorable. El jugador pesaba más de lo que era aconsejable para una persona sana, y por supuesto, no disponía del cuerpo de un deportista de élite. No extrañaba que estuviera fuera del radar de Tadic. Aquel chico podría saber jugar, pero jamás llegaría a la élite.
Ražnatović apuró una calada al primer cigarrillo de la mañana, y decidió que era tan buen día como otro para seguir a su instinto. «Síguelo». Pocos meses después Nikola Jokic llegaría al Mega Vizura, el club-escuela del agente, y daría sus primeros pasos cerca del baloncesto profesional. Tenía dieciocho años y su nunca dejó de salir en los periódicos.
El niño enorme que siempre sonreía
Aquellos primeros meses en el Mega Vizura cambiaron a Nikola Jokic para siempre. El crío que soñaba con jugar al baloncesto comenzó a comprender que estaba realmente al alcance de su mano. En esa revelación su hermano Strahinja tuvo un papel clave. Inculcó cambios en el estilo de vida de su hermano, que le ayudaron a perder su alergia a las verduras y a una dieta sana. Las pesas y el gimnasio también aparecieron en su vida. Y Nikola empezó a desarrollar al fin su cuerpo, dando paso al talento y olvidando el sobrepeso que siempre le había acompañado.
En aquel Mega Vizura nadie creía más en él que Dejan Milojevic, el joven preparador del equipo, que vio desde el primer momento el diamante en bruto que tenía delante. «En un mes será parte del equipo», le aseguró a un incrédulo Ražnatović después del primer entrenamiento. Encomendó a su preparador físico, Marko Ćosić, que diseñara un plan específico para trabajar con él, alejado del resto grupo. Y los resultados no tardaron en llegar. Nikola Jokic no solo entró en la rotación del Mega Vizura, sino que también se convirtió pronto en el mejor jugador del equipo.
El mejor y el más querido. El carácter infantil de Jokic, propenso a bromas de todo tipo, le convirtieron pronto en un ídolo para la gente de Belgrado, siguieran o no al Mega. Los niños soñaban con hacerse fotos con aquel chico que veían crecer partido a partido, que cogía el rebote en su cancha y salía botando, alegre y despreocupadamente, mientras sorteaba rivales más rápidos y pequeños a base de habilidad, hasta dejar con suavidad una bombita en el otro aro como si se tratara de un escolta.
Ese chico estaba empezando a llamar mucho la atención, y a Ražnatović aquello le gustaba. Su apuesta era ganadora y un grande de Europa, el Fútbol Club Barcelona, quería llevarse al chico. Y a punto estuvo.
La hora del gran salto
Tres años de crecimiento son muchos cuando mides dos metros y diez centímetros y dominas casi cada fundamento del juego. El Barcelona, temeroso de que Ante Tomic volara aquel verano a la NBA, buscaba añadir otra torre a su nuevo proyecto. Y Jokic parecía tener todo lo que buscaban. Intimidación, anotación y, sobre todo, mucho futuro.
Las negociaciones aquella primavera estaban casi cerradas y Nikola ya tenía instrucciones de que buscase piso en Barcelona. Directivos del club culé viajaron a Sremska Mitrovica, una pequeña ciudad al sur de Serbia, para ver en directo a Jokic y cerrar el traspaso. Pero lo que vieron allí no les gustó nada. El pívot jugó su peor partido en años. Apático, impreciso, su actuación no tenía nada que ver con aquel fino estilista del que todo el mundo hablaba. Y el acuerdo, que parecía definitivo, quedó en el aire. Silencio blaugrana a las llamadas de Ražnatović. Y una interrogación que quedará eterna.
Jokic no perdió la sonrisa, como siempre. Quizá ya intuía que Barcelona no era su destino. Y si era así, acertó de lleno. A miles de kilómetros de allí, en el estado del Gran Cañón, los Denver Nuggets habían decidido cambiar su destino, y Adam Silver ejecutó la orden cuando pronunció su nombre el jueves 26 de junio de 2014, en una de las últimas elecciones de aquel Draft. Un año de rodaje en Europa como paréntesis y al fin, el gran salto. La NBA era real.
A Nikola Jokic, un lustro después de presentarse al mundo, se le sigue desconociendo su verdadero techo. Etiquetado en un segundo plano de la nueva generación de estrellas europeas -encabezas por la santísima trinidad Porzingis, Antetokounmpo y Doncic-, su continua evolución, que en España inevitablemente recuerda a la que hemos vivido con Marc Gasol durante la última década, le colocan inevitablemente en un plano similar. Asiduo a los highlights gracias a una capacidad de pase descomunal -bien aprovechada por los Nuggets, con continuos cortes de unos aleros que se ponen las botas-, sus números ya mejoran al joven Vlade Divac en una imaginaria -y recurrente en Serbia- discusión por el título de mejor pívot yugoslavo de la historia.
Evidentemente, Jokic acaba de llegar a la verdadera élite, y deberá descifrar innumerables retos antes de asentarse definitivamente en una primera línea NBA, pero su visión lúdica del juego nos ha hecho recordar algo que comprendieron mucho antes aquellos niños del Mega Vizura. Que este deporte se creó para divertirse.
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