Verano de 2014. Los Boston Celtics, ya entrenados por Brad Stevens, han firmado una de las peores temporadas de su historia. 25 pírricas victorias que, para colmo, se traducen en disponer de la sexta elección del siguiente Draft. Ni Wiggins, ni Parker, ni esa gran incógnita llamada Joel Embiid vestirían de verde. Tampoco hubo traspaso y sacar petróleo de la agencia libre era algo utópico para un equipo con el presupuesto comprometido. Cuando llegó octubre, los focos estaban centrados en la vuelta de Rajon Rondo. Relegado a un segundo plano y sin la aureola de salvador que suele acompañar a un Top 6 del Draft, una bestia de 1’93 metros de estatura y 100 kilos de peso aguardaba el momento de ser liberada. Y cuando la camiseta con el #36 verde estuvo preparada, Marcus Smart no tardó en hacerse notar.
Supimos de su naturaleza salvaje durante la primera semana de competición. En su estreno ante Brooklyn, en casa, el primer balón que tocó fue un robo que culminó en un mate y el delirio del Garden. Conseguiría otros tres durante el partido. En su tercera noche como Celtic y visitando Dallas, su hogar natal, se atrevió a defender a todo un Dirk Nowitzki durante varios minutos. Y no lo hizo nada mal. Los Celtics cayeron, pero estuvieron cerca de culminar una remontada de más de 30 puntos. Cerrando el círculo, en su quinto partido, ante Indiana, cayó lesionado tras torcerse el tobillo izquierdo entrando a canasta en una transición.
Ya en esta pequeña muestra encontramos las tres características sin las que no es posible entender el fenómeno Marcus Smart. En primer lugar, su adscripción fiel a esa extraña e ignorada religión que llamamos defensa, donde para él empieza y termina todo. Pase lo que pase y tenga a quien tenga delante. Que en su tercer partido como profesional defendiera, durante unos minutos, a todo un MVP y campeón de la NBA (que además le saca 20 centímetros) da muestra de su carácter, pero también su polivalencia. Unido a esto, el magnetismo con el que encandila a la grada, su capacidad de activar al público con un robo, un rebote, un tapón, una de esas acciones que a posteriori se consideran decisivas en el cambio de tendencia de un partido. Finalmente, ese punto de locura, de jugador suicida en ocasiones, ese 5% sin el que el otro 95 de constancia y trabajo carecería de sentido, pero que también le ha costado alguna lesión.
Siempre hay algo de antihéroe en este tipo de jugadores, como si fueran indignos de compartir escenario con las grandes estrellas y aún más de entrometerse en su camino a la gloria. Como si la defensa no fuera un arte más del juego, como si el yang tuviera algún sentido sin el yin que se le opone. Con Smart no solo no se hace ninguna excepción, sino que su fama de chico malo acentúa este tratamiento. Ya en sus años en Oklahoma State fue sancionado por empujar a un aficionado de Texas Tech, aunque si por algo es conocido en la NBA es por su condición, en muchas ocasiones, de floppero. Son comportamientos, al igual que el puñetazo en la ingle a Matt Bonner, que no deben justificarse, pero que también evidencian su naturaleza ganadora. Para Smart no hay regla ni código ético que se pueda interponer entre su equipo y la victoria. Y escribiendo estas líneas, es inevitable imaginar qué hubiera sucedido si el de Flower Mound hubiera nacido unos años antes, a qué punto habría llegado su combativa psique de haber compartido pista y vestuario con el gran maestro de la guerra sucia que era Kevin Garnett.
Para bien o para mal, tuvo que hacerse a sí mismo. Y en el equipo más inestable de la 2014/15. En diciembre Danny Ainge traspasó a Rajon Rondo, que se negaba a reducir unas demandas salariales a la altura de un jugador que él ya no era. Fue el primero de la constante serie de traspasos que sería aquella temporada, en la que hasta 22 jugadores se enfundarían la camiseta de los Celtics. Pero, en medio del caos, Brad Stevens encontró un equipo que superaría toda expectativa al conseguir una posición para Playoffs. Smart se hizo con la titularidad en febrero y, desde entonces, los Celtics ganaron 24 de los 35 partidos restantes. De las diez primeras elecciones de su Draft, solo él debutó en las eliminatorias por el título esa misma temporada (donde también estuvieron los Bucks sin el lesionado Jabari Parker). Cleveland barrió a los Celtics, pero quedaba claro que había proyecto de equipo y jugador. Aunque para Smart son la misma cosa.
Quizá lo último que necesitaba era un parón, pero así empezó la 2015/16. Noviembre y diciembre fueron un hiato en su evolución como jugador. En ese máster orquestado por Stevens para que Smart explotase el playmaker que lleva dentro, éste era utilizado como base a tiempo parcial junto con Evan Turner, liderando la segunda unidad de la que Isaiah Thomas ya había salido a base de puntos y más puntos. Volvió siendo el mismo. Pasional, visceral, trabajador, pero también precipitado y poco acertado en el tiro. Por desgracia las estadísticas, el ojo a través del cual muchos ciegos miden el rendimiento de un jugador, reflejan matemáticamente esto último, pero no aciertan a comprender todo lo demás.
Las críticas no cesarían ni siquiera tras su mejor partido hasta la fecha, llevando a los Celtics hasta la victoria en el cuarto partido de la serie de Playoffs contra Atlanta. Aquellos Celtics no tenían talento suficiente para batir a los Hawks, como mostraría la clara victoria de los de Georgia en seis partidos. Pero, durante esa noche, sí contaron con el carácter de un jugador capaz de anotar, rebotear, asistir y neutralizar a un Paul Millsap en estado de gracia, al que acabó desquiciando con su defensa en el último cuarto. Lo hizo con la pasión del veinteañero que aún es. Pero también con la cabeza de un veterano.
Para Smart, ese proyecto atípico forjado desde la defensa, el patito feo de una NBA plagada de estrellas acomodadas y que parece no echar de menos a tipos duros como él, el ascenso no ha hecho más que empezar. La llegada de Al Horford al equipo ha supuesto una inyección de talento necesaria. La de Jaylen Brown devuelve la ilusión de ver a un adolescente derribando las puertas de la NBA. La metamorfosis de Isaiah Thomas en una superestrella aporta la garantía de que el equipo no se va a quedar parado en los momentos clave. Pero es la actitud y el carácter de Smart, un verdadero macho alfa de vestuario a la tierna edad de 22 años, la que ejerce de pegamento sin el cual nada funcionaría. No ha dudado en criticar a sus compañeros por su falta de defensa tras una dura derrota en Washington. Y tampoco en dar un paso adelante cuando estos lo han necesitado.
Lo que le faltaba para convencer a Danny Ainge de su rol en el futuro de los Celtics, de su condición de intocable (si es que no lo es ya), era dar un paso adelante en el lado ofensivo. La inoportuna lesión de un Avery Bradley enrachado le abrió las puertas nada más arrancar 2017. Y para cuando el 28 de enero comenzaba en China el año del Gallo de Fuego, en Boston ya lo había hecho el de la Cobra, el apodo por el que se conoce al que está siendo el jugador más completo del equipo verde en el nuevo año. Un incremento de su confianza que se ve, como siempre, en el juego, pero también cada vez más en las estadísticas. Con 12’2 puntos, 4 rebotes y 4’7 asistencias (además de 2 robos) de promedio en estos dos meses, en los que ha seguido saliendo desde el banquillo, Smart está decidido a derribar el muro que las críticas han construido en torno a él. Podemos dudar sobre si lo conseguirá o no. Pero que lo va a intentar es un hecho.
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