29 de diciembre de 1985. En el último partido del año del OAR Ferrol, celebrado en Santa Coloma ante el C.B. Licor 43, Nate Davis sufre una aparatosa caída sobre su hombro derecho que hace tambalear los cimientos de la entidad gallega. El diagnóstico es devastador: fractura de clavícula. La derrota final por un resultado de 90-81 supondría el dato más irrelevante de aquella velada.
Un triste episodio que terminaría por transformarse en el principio del fin. Davis, a medio camino entre el dolor físico y la decepción de una lesión que encadenaba sin posibilidad de escape el mejor momento de su carrera, hizo las maletas rumbo a su hogar natal en Columbia, Estados Unidos, para iniciar un proceso de recuperación que no debía ocupar más de un par de meses. Pero jamás regresaría de aquellas tierras. Nadie más, incluidos sus propios compañeros de equipo, supo de él.
Ferrol: Conexión con una forma de vida
Dos años antes, en 1983, el mismo en el que la actual ACB era presentada al mundo tras un largo periodo de preparación con el propósito de elevar el baloncesto español al gran referente europeo -y mundial, con permiso de la NBA- que es hoy en día, Nate Davis aterrizaba en Ferrol tras una breve estancia en la vecina Santiago Compostela que se limitó a doce partidos, tiempo suficiente para dejar imágenes para el recuerdo como el mate que anotó ante el Real Madrid después de tirar el balón contra el tablero –invalidado por los árbitros, pero eso es lo de menos-.
Su impacto en su nuevo destino fue descomunal y su conexión con la afición, inmediata. Nate Davis se convirtió en el sello de identidad y en el refugio de la población ferrolana, una comunidad humilde y familiar, duramente azotada por la crisis en el sector naval, principal sustento de una ciudad que ha vivido siempre de su conexión con el Atlántico.
Cada 15 días, la marea verde y blanca se trasladaba al Polideportivo A Malata para disfrutar de los interminables vuelos y las espectaculares acciones de su particular y genuino héroe. El salto de calidad que dio el equipo, junto a otros pilares y clásicos del lugar -y de la liga- como Manolo Aller, Fede Ramiro, Ernesto Delgado o Anicet Lavodrama –con quien coincidiría apenas unos meses-, abrió las puertas del pabellón a Europa, con tres participaciones en la Copa Korac y unos cuartos de final como tope en la misma.
Sus habituales exhibiciones ofensivas sobre la cancha tenían su homónimo particular en las calles. Allí, Nate Davis siempre tenía palabras de aliento para los desesperanzados viandantes que encontraba a su paso, así como una sonrisa para los más pequeños. Unos valores que había aprendido en su Columbia natal en una época en la que el racismo estaba más latente que nunca y que había fortalecido durante sus meses como ayudante del sheriff de su condado.
“Cambió la definición del baloncesto aquí en España”.
Tim Shea, ex entrenador del OAR Ferrol
“Yo valoraba lo que clubes como Valladolid o Ferrol me pagaban y el esfuerzo que hacían para tenerme. Estaba cómodo y mi familia también se sentía a gusto. ¿Para qué iba a cambiar?», una respuesta del propio Davis que ejemplificó a la perfección su carácter afable y ligado al lugar que apostó por él, preguntado por los motivos que no le llevaron a firmar por un grande del baloncesto español.
Crónica de un último salto
Aquella fatídica temporada dio comienzo, curiosamente, coincidiendo con un momento inmejorable en la carrera de Nate Davis. Tras 16 partidos, el alero lideraba el ránking de anotadores con casi 30 puntos por partido -amén de una cantidad nada despreciable de rebotes- y la inminente acogida de su nueva condición como residente español le auguraba un futuro a corto plazo aún más esperanzador. El destino, tan caprichoso en su condición de juez inamovible, le tenía preparado algo completamente distinto. La tragedia se cruzó en su camino.
El hombre que desafiaba en cada partido las leyes establecidas de la física ante rivales que no podían hacer más que presenciar aquella muestra de absurda superioridad con la boca abierta, perdía a la persona que sustentaba los pilares más importantes de su vida. Su mundo, inquebrantable como su fortaleza exterior, se hacía añicos.
“Quería estar con ella hasta el final, como ella había estado conmigo cuando jugaba. Ella fue el pilar de mi vida. Cuando la perdí yo también morí”.
Su mujer, Anne, comenzó a ver decrecer de manera alarmante su estado de salud poco después de dar a luz a su segundo hijo, Matthew. El parto estuvo repleto de complicaciones y fueron necesarias hasta cinco transfusiones de sangre para garantizar su seguridad. O quizás no, como, de forma dramática, terminarían por desvelar las circunstancias. Totalmente desesperado, Nate dio inicio a una odisea de visitas a diversos hospitales y especialistas médicos con el fin de hallar el origen de las cada vez más habituales y preocupantes dolencias de su mujer. Finalmente, uno de los muchos médicos con los que se reunió arrojó el terrible diagnóstico: sida, la enfermedad de un VIH totalmente desconocido por aquel entonces para el que no había cura ni tratamiento posible. Por el camino lo perdió todo. Y también a lo que más quería en su vida. El baloncesto se había acabado para él. Y no porque los muelles de sus pies hubieran dicho ‘basta’, exhaustos de los interminables saltos del jugador, sino porque su espíritu, luchador e incansable hasta entonces, había dicho adiós. Para siempre.
“Siento que pude haber jugado más tiempo pero mi carrera se detuvo en seco. Es doloroso. Me gustaría haber jugado más años, pero no pude”, explicaría casi tres décadas después en el excelente documental Yo Vi Jugar a Nate Davis, de Informe Robinson.
Enterrando el pasado
Tras ello, empezó su vida desde el kilómetro cero para sacar adelante a su familia, primero como empleado de una empresa de logística y, posteriormente, como vigilante de seguridad. Poco –o más bien nada- quedaba de aquel niño enamorado del baloncesto que pernoctó en muchas ocasiones en casa de sus amigos por desobedecer las normas de un padre estricto e intransigente.
“Antes de que existiera Jordan, Michael Jordan era Julius Erving. Antes de que existieran Michael Jordan y Julius Erving, existió Nate Davis”.
Antoni Daimiel
Incluso sus propios compañeros de trabajo ignoraban completamente lo que supuso Nate Davis para el baloncesto español, el cual sería testigo de una dilatada serie de exhibiciones sin precedentes y que se creían imposibles hasta el momento de su llegada. Sabían que ‘Nathaniel’ había jugado a baloncesto en Europa, pero poco más. No tenían conocimiento alguno de sus habituales alley-oops con el también legendario Carmelo Cabrera antes del veto de la FIBA, ni de sus tres títulos como máximo anotador de la liga española -dos en la era ACB-. Obviamente, tampoco sabían nada de los 55 puntos anotados ante el Real Madrid cuando jugaba en San Sebastián tras advertir a su rival, un tal Iturriaga, que no iba a tener un buen día. Ni mucho menos de la histórica remontada de 26 puntos en la segunda mitad anotando 27 tantos con una mano rota al que sería, curiosamente, su futuro equipo, el Clesa Ferrol.
Ferrol. La misma ciudad a la que regresaría 28 años después para recibir un homenaje por parte del club. Aquellos niños a los que encandilaba con su sonrisa y a quienes firmaba autógrafos –ya no tan niños, claro- seguían recordando su nombre. Sus vuelos. Y sus mates. Más de 3.000 personas se reunieron aquel 16 de noviembre de 2013 en el pabellón A Malata para dar el tan merecido y cálido adiós que no pudieron ofrecer en su momento a su gran ídolo, un ‘Extraterrestre’ llamado ‘Nate’.
“En Ferrol soy muy feliz. Es mi segundo hogar. Mi vocación fue siempre jugar para el público. Para que la gente lo pasara bien. Tratar de hacer cosas que nunca habían visto». Y lo consiguió.
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