«Ves un montón de cosas a lo largo de una carrera, y te preparas para muchos y diferentes escenarios. Pero no, nadie espera algo como esto». – P.J. Carlesimo
Diciembre de 1997. Tras su campaña de explosión definitiva en el plano individual -24’2 puntos y 6’3 asistencias de media en el curso 94/95, All-Star incluido-, un Latrell Sprewell de 27 años de edad y con un flamante contrato de 32 millones de dólares bajo el brazo se muestra extrañamente irritado en la cancha de entrenamiento de los Golden State Warriors. Los problemas entre el coach Carlesimo y la estrella del equipo venían acumulándose ya desde los albores de la temporada, con el escolta de Milwaukee evidenciando su falta de sintonía (y lo que es peor, de respeto) ante los métodos y el estilo extremadamente controlador de su entrenador. Risas e insultos durante un tiempo muerto de una paliza recibida en cancha de los Lakers, retraso sin justificar sobre la hora de salida de un vuelo hacia Salt Lake City… poca cosa, con todo, ante lo que se venía fraguando en la volcánica e indómita cabeza de Latrell. Una azotea con una desestructura interna trufada de oscuros recovecos que, como siempre en la vida, encuentra explicación en el pasado, en la génesis del personaje. En una infancia y adolescencia que, pese a sus declarados esfuerzos encaminados a ocultarla de la opinión pública, resultaría decisiva en su desarrollo personal y profesional.
Porque los cimientos marcan el devenir de las construcciones.
Vástago de un dealer de marihuana de poca monta que además abusaba físicamente de madre e hijos, criado en rincones de Milwaukee y Flint (Michigan) en los que el peligro es ley y aguarda a la vuelta de cada esquina, Spree encontró en el baloncesto su verdadero hogar. Y allí, en plena batalla contra la indiferencia inicial de los reclutadores colegiales y sus recurrentes desórdenes vitales (con arresto por robo en una tienda incluido), su talento se abrió camino a embestidas hacia el estrellato.
El primer día del último mes de 1997, Sprewell intercambiaba una serie de pases desganados y sin tensión con el diminuto Muggsy Bogues, en plena sesión de tiro. Carlesimo llevaba semanas buscando vías para endurecer al equipo competitivamente hablando, e identificó aquel entrenamiento como el ideal para trasladar el mensaje a la tropa. Y qué mejor continente y transmisor del mismo que el díscolo divo, el perfil estelar llamado a liderar tanto en la pista con su calidad baloncestística como desde el ejemplo y el esfuerzo fuera de ella.
«Pon un poco de mostaza en esos pases», indicó el entrenador a Sprewell, a lo que el jugador respondió con un tácito «hoy no quiero escucharlo». Ante la enésima falta educación, P.J. comenzó a caminar hacia el escolta, pese a las advertencias de éste «No vengas hacia mí». Lo que hallaría en las proximidades físicas de Latrell pasaría directamente al libro negro de la historia de la NBA, escrito en letras mayúsculas tintadas con el color de la vergüenza.
Sin que mediara provocación alguna desde el otro lado, Latrell perdió el control y pasó a ser dominado por la violenta criatura que anidaba en su interior, cuyos rugidos exigiendo ser liberada encontrarían respuesta afirmativa en aquel preciso instante. Vociferando amenazas de muerte, agarró por el cuello a Carlesimo y lo lanzó virulentamente contra el suelo, antes de que sus propios compañeros tomaran al asalto la escena para inmovilizarle y apartarle de su sorprendida y aterrada víctima. Apenas veinte minutos después, Sprewell volvería a la carga lanzando varios puñetazos contra el mismo objetivo, conectando al menos uno de ellos en pleno rostro del coach antes de volver a ser contenido por los presentes.
Ni siquiera la asociación de jugadores se posicionaría abiertamente del lado de su representado, con el presidente Buck Williams midiendo al extremo la reacción del sindicato: «Los jugadores están molestos por no haber tenido Sprewell la oportunidad de contar su versión de la historia. Pero no están posicionándose del lado de Sprewell, porque nadie en sus cabales podría hacerlo. Se equivocó totalmente». El historial del acusado, con enfrentamientos previos al suceso que nos ocupa con otros jugadores como Byron Houston (25 kilos más pesado que él) o Jerome Kersey, no apuntaba más que a una sanción ejemplar por tan censurable acto, y ni a los Warriors ni a la NBA les temblaría el pulso: tras la apelación del propio Sprewell, el asunto quedó en anulación fulminante del contrato de trabajo, 68 partidos durante los cuales no podría firmar con ningún otro equipo de la liga, y la fuga de patrocinadores individuales como Converse.
«No estrangulé a Carlesimo con esa fuerza. Quiero decir, podía respirar…». «Quiero que la gente sepa que no soy un mal tipo. Nunca he dicho que no mereciera ser castigado por lo que hice, únicamente que el castigo fue excesivo».
En los años siguientes, Spree lograría poner en cuarentena a su demonio interior y convertirse en el gran ídolo de la parroquia del Madison Square Garden, guiando a los Knicks incluso a unas finales de la NBA durante la campaña del primer lockout. Pero aquella mañana de ira y locura quedó y quedará grabada a fuego en el imaginario del buen aficionado de los años noventa, como ejemplo de comportamiento infame que derivó en uno de los mayores escándalos del baloncesto moderno.
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