LeBron James es un jugador diferente. Todos lo saben. Nadie podrá decir que esta es una sentencia incorrecta. Incluso sus detractores terminarán por aceptarlo si buscan en el fondo de su racionalidad. Pero, ¿qué lo hace distinto al resto? El deporte, el baloncesto y la élite profesional que reina en ellos están colmados de grandes talentos. Quizás no al nivel del alero de Cleveland Cavaliers, pero capaces de pararse frente a él con total dignidad y, en ocasiones, patearle el tablero. ¿Partidos de ensueño, de estadísticas que asustan a los que las sufren y emocionan a los que las recopilan en el frío papel, quizás? Pero no es eso. En un ambiente en el que el show y el virtuosismo se unen, son muchos los que logran tal acumulación de números y repercusiones.
LeBron hace eso, pero hace mucho más también. Un físico que resume el biotipo del modelo de jugador de baloncesto, como el de esta estrella, tampoco es la cualidad que definitivamente lo separa del resto. Entre sucesos y fracasos, muchos atletas que asustan o asustaron por su condición no han llegado a las dimensiones del Rey. Entonces sólo queda remitirse a la perfección y preguntarse, ¿qué hacía de Michael Jordan alguien distinto a todos en una cancha? Es allí cuando las estadísticas y las condecoraciones se adecúan a las circunstancias: de seis Finales de NBA jugadas, seis se consagró con el título y con el MVP. Jordan y James son, entonces, el talento que es más talento cuando la mayoría de los talentos es menos. Cuando el escenario es aún mayor que la enorme liga estadounidense, cuando casi todos, por más habilidades que reúnan, parecen más chicos, menos fuertes, más humanos, menos héroes, es en ese momento cuándo el diferente le escapa a la comunidad. Y eso es LeBron James, un jugador diferente.
Esta temporada ha sido un alboroto de estridencias que, sorprendentemente, no ha tenido al MVP de las pasadas Finales en el centro de la escena. El romance entre Kevin Durant y Golden State Warriors se robó el principio de la historia. “Triple-Doble” fue, tal vez, la constante del curso. Russell Westbrook, el culpable. En el medio de esta proeza y aquella ruptura del mercado, están los Boston Celtics y su creciente protagonismo en la Conferencia Este, los San Antonio Spurs de ahora y de siempre y James Harden, consagrado como el otro galáctico. La lupa se posó sobre los Cavaliers para polemizar sobre el bajón en su rendimiento. Los campeones que no están jugando como lo hacían y a los que les muerden los tobillos los equipos que emergen en su zona. Dennis Rodman, parte de los Chicago Bulls de Jordan tras el regreso de “Su Majestad” a la NBA, despotricó contra LeBron en el final de la temporada: “Está haciendo algo que Michael (Jordan) no hizo. Está descansando. Michael jugaba todos los partidos”. Pocos recuerdan que la mejor versión del equipo de Ohio fue la de los Playoffs y, principalmente, la de los tres últimos partidos de la serie final ante los Warriors. Curiosamente coincide con la mejor versión del ex Miami Heat. Pocos parecen comprender, tampoco Rodman, que eso es lo que hacía a Jordan mejor que todos.
La crítica, además de cuestionable por su tono comparativo, es absolutamente refutable. Si los Cavaliers se han anclado al podio del Este es pura y exclusivamente por su número 23. Basta con remitirse a las cuatro temporadas previas a su retorno a tierra prometida. El descanso, tan significativo para cualquier estrella del deporte moderno, es una de las claves de su éxito en la postemporada. ¿La necesidad de abultar el récord con triunfos, de sumar puntos, rebotes, asistencias y partidos a su carrera es más importante que prevalecer en la instancia que define si todo lo anterior valió la pena? Gregg Popovich lo pregonó desde el banquillo en sus Spurs. El entrenador entendió que sus figuras necesitaban restablecerse para darlo todo en el próximo paso. Cinco anillos lo avalan. E incluso más trascendental que ese número de campeonatos es el de equipos que siguieron su ejemplo en busca del mismo resultado.
Pero no hay mejor ejemplo que el del propio LeBron. Un jugador que, en vísperas de una derrota anunciada, se adueña del destino de una serie que jamás podía ser suya y de su equipo y quiebra la lógica (¿la hay, acaso?) del juego. Los papeles dicen que lideró las Finales ante los Warriors en puntos por partido, asistencias, rebotes, tapones y robos. Los ojos que fueron testigos de esa hazaña dirán que en ese lapso tiró por la borda el escenario y se empeñó en disputar otro partido: el de su leyenda contra la historia.
Algo es cierto: no todos son Michael Jordan. Un joven de Akron soñó con serlo. La NBA se apoya en sus espaldas. Aún sueña con volar tan alto como el mismo viento. Y está en ese selecto grupo que aspira a agarrar del tobillo a la leyenda. Si para conseguirlo prioriza un triunfo mucho más intrascendente que su rendimiento en la instancia en la que perder significa estar fuera, si eso le permite hacer aún más excelente su actuación en Playoffs que su igualmente excelente paso por la temporada regular, si las polémicas y los oportunistas se derriten en aplausos cuando él llega primero que todos a lo inmensamente más elogiable, ¿es la decisión de descansar un acto de poca grandeza, o más bien una parte esencial del proceso de aquel que luego deslumbra a propios y borra a extraños? Los caminos para llegar al final son infinitos. LeBron James lleva haciéndolo seis años seguidos. Mejor no cuestionar sus modos. Puede que el que lo haga bastardee tan vitales intervenciones para este deporte sin saberlo.
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