Ahí, presidiendo el centro mismo del vestuario, se situaba otra vez él. Callado, furioso, con ese gesto contrariado que de tanto repetirse se había convertido en típico. Que un competidor de su nivel, forjado en la dura Indianápolis de la posguerra, tuviera que aguantar aquello…resultaba muy frustrante. Era otra derrota más en una colección de tantas, lo que hacía que los Royals se precipitaran hasta la última posición de la Eastern Division, la peor marca en casi una década, y que además suponía el toque final para un declive prolongado en el tiempo. El principal señalado, para variar, volvía a ser el mismo. Oscar Robertson estaba harto.
Durante años, la prensa de Cincinnati, liderada por el duro Enquirer, había cargado con saña contra su principal figura. O al menos así lo sentía el protagonista en cuestión. La recurrente presencia en Playoffs no bastaba si siempre se eludía el premio final: disputar la serie por el título de la NBA. Ríos de tinta habían corrido acusando a Robertson de ser un jugador egoísta, terco y abrasivo hasta la extenuación con sus compañeros. Ignoraban, eso sí, que el material con el que trabajaba Oscar palidecía en comparación con las plantillas lideradas por Russell, Chamberlain, Baylor o West. Sí, durante el último lustro los Royals habían contado con ciertas piezas de calidad (Twyman, Jerry Lucas, Adrian Smith, etc), pero insuficiente para rodear al jugador más talentoso del baloncesto profesional. Condición esa reconocida en prácticamente todos los estamentos posibles, incluido el de los propios jugadores y entrenadores. Un argumento reforzado por el hecho de que, durante la década de los sesenta, Robertson había sido el único jugador exterior capaz de romper el monopolio impuesto por Russell y Chamberlain en la consecución de los MVP’s (Unseld ganaría el de 1969, pero actuando también como interior).
«Personalmente, cuando miro atrás en mi carrera, puedo decir que Oscar Robertson es el mejor jugador al que jamás me he enfrentado.» – Jerry West
«Oscar Robertson es el mejor jugador de baloncesto contra el que he jugado. El tipo no tenía puntos débiles.» – John Havlicek
«Fue el Michael Jordan de su tiempo. En todos los sentidos.» – Red Auerbach
Aquel majestuoso hito parecía generar reconocimiento en todos sitios a excepción de la propia Cincinnati, haciendo verdadero el dicho de que a veces lo más difícil es ser profeta en tu tierra.
La verdadera estocada final a una relación tan disfuncional se produciría en 1969, con la contratación de Bob Cousy como entrenador jefe en funciones. Una renombrada leyenda de la liga que aterrizaba en los Royals con soflamado ánimo de dar un giro de 180 grados. Toda la reestructuración general planteada por Cousy giraba en torno a dos principios innegociables:
– Aumentar el ritmo de juego hasta convertirse en el conjunto más rápido de la liga, siguiendo fielmente la tradición que había desarrollado como jugador en Boston.
– Impulsar el movimiento general del balón sacrificando el arquetípico dominio de Robertson.
La primera condición era vista con recelo, no porque Oscar fuera incapaz de correr, puesto que lo había hecho fantásticamente bien en sus años de efervescencia física, sino porque un cambio de paradigma tan radical, en una plantilla cargada de inexperiencia y tan falta de talento, suponía un riesgo demasiado alto. Sumado al hecho de que el propio Robertson ya superaba la treintena y no veía con buenos ojos someter los partidos a un correcalles improductivo. Pero la segunda condición era directamente una afrenta a su estatus como centro neurálgico del juego.
«Yo siempre he sido un playmaker, y éramos un equipo que necesitaba dirección. Puede que Bob tuviera la intención de hacer que el equipo ‘imitara’ su estilo, o el estilo de los Celtics, o lo que fuera, pero al final tienes que trabajar con el material del que dispones. Los conceptos y estilos están bien, pero el baloncesto es baloncesto. No sacábamos nada en claro de nuestro ataque. Yo venía promediando diez asistencias durante mi carrera. A mí me parece que si tu objetivo como entrenador es conseguir que el equipo practique un juego solidario, y a un lado tienes a un grupo de gente muy verde sin experiencia alguna, y al otro tienes a un reputado distribuidor de juego, puede que sea inteligente dejar que ese tipo distribuya.»
Diría el propio Robertson años después, con la publicación de su mítica y reveladora autobiografía ‘The Big O: My Life, My Times, My Game’.
La química entre entrenador y principal figura, clave en el devenir de un equipo exitoso, no hizo más que sufrir un acusado deterioro con el transcurrir de las semanas. Se alcanzó tal punto de fricción que parecía imposible imaginarse una futura reconciliación. Tétrico escenario que, efectivamente, fue el que tuvo lugar. Lo que ni el propio Oscar podía imaginarse es que aún quedaba una humillación final por producirse, la última de todas, cuando en el tramo final de temporada Cousy decidió volver a vestirse de corto y actuar como jugador-entrenador. Fue como un mensaje devastador en el ego y el orgullo de un tipo conocido precisamente por poseer un carácter rico en ambas cosas. El entrenador del equipo, y el tipo que llevaba retirado ya siete largos años, desconfiaba tanto de los dotes de mando de su principal estrella que decidiría tomar las riendas él mismo. Movimiento que, por otra parte, también serviría como torpe y desesperado intento de atraer espectadores a un pabellón en retirada. Oscar, atónito, enfurecería hasta tal punto que acusaría repetidamente a Cousy de sufrir celos.
«Cousy intentó quitarle mérito a mis contribuciones al baloncesto. La gente dice que debería olvidarlo, pero no lo olvidaré jamás. Todo lo que hice fue ser parte del primer quinteto NBA durante diez temporadas consecutivas, y a pesar de todo tuve que aguantar que dijeran que no era suficiente. Me molesta bastante aún a día de hoy.»
Con semejante clima de crispación, parecía evidente que el futuro de Oscar Robertson se situaba lejos de los Royals, una franquicia a la que había servido lealmente durante una década entera. Que los hermanos Max y Jeremy Jacobs, junto a Joe Axelson (propietarios y GM respectivamente) parecieran situarse de lado de Cousy en la refriega, no hacía más que precipitar una solución inevitable. De hecho, no fueron pocas las veces que Robertson acusaría al binomio Axelson-Cousy de filtrar cosas a la prensa, pequeñas pinceladas de información transformadas en inmensos culebrones. Historias que cuestionaban el grado de compromiso y respeto que sentía Oscar hacia compañeros, directiva y entrenador. Incluso se le llegaría a acusar de fingir sus lesiones.
«Durante años, Oscar ha desautorizado en privado a la ejecutiva de los Royals, ha ridiculizado a Cincinnati y a sus fans, ha criticado a otros jugadores, tanto de su equipo como de equipos rivales, y nunca ha estado dispuesto a ofrecerle ningún cumplido a nadie. Ya es, y probablemente se convertirá, en un viejo amargado, convencido de que todo fue una conspiración contra él.» (Cincinnati Enquirer – febrero de 1970)
El base, inmerso ya en un acentuado estado paranóico alimentado por los traumas de juventud, declararía ser víctima de una gigantesca campaña de ‘character assasination’ (asesinato de imagen), cuyo verdadero punto de arranque remitía a lo de siempre: el racismo. Por si fuera poco, que los mandamases de la franquicia mantuvieran el silencio y dejaran hacer en medio de todo el desguace mediático, era la prueba suficiente que necesitaba Oscar. Así se lo confesaría al menos a Milton Gross, columnista del New York Post, tal vez el único periodista con el que mostraba cierto nivel de confianza.
Visto lo visto, una cosa no podía estar más clara: Oscar Robertson, el base más devastador del baloncesto NBA y el primer exterior ‘total’ que había conocido la liga, estaba en el mercado. De hecho, lo venía estando desde hace unos cuantos meses, cuando los Royals habían tratado de acelerar la reconstrucción iniciando una negociación de traspaso con Baltimore vetada por el propio Robertson. Un primer amago cuya gravedad pretendió disimularse sin éxito. En esta ocasión, eso sí, y con la temporada 1969-1970 finalizada, la puja se hacía oficial y se ampliaba al resto de equipos. Todos, o casi todos, intentarían hacerse con The Big O. Se avecinaba uno de los veranos más apasionantes en la siempre bulliciosa NBA.
Con el paso de las semanas, y tras toda la retahíla de rumores que habían llenado las páginas de los tabloides deportivos, pareció que el círculo comenzaba a cerrarse en torno a cuatro franquicias: Baltimore (en una nueva intentona), Phoenix, New York y Milwaukee. No obstante, el verdadero interés de Robertson gravitaba en torno a las dos últimas, por aspiraciones y por puro potencial de plantilla.
Los Knicks eran los vigentes campeones de la NBA, una maquinaria perfectamente engrasada que había redefinido los conceptos del baloncesto coral, llevándolos a su expresión más pura. Eran como una relación matrimonial perfecta dispuesta a arriesgarlo todo por la rubia apetitosa, en este caso encarnada por Robertson. Los Bucks, por su parte, contaban con el jugador de moda y la fuerza más imparable de presente y futuro en Lew Alcindor (más tarde conocido como Kareem Abdul-Jabbar).
Ambas opciones resultaban muy atractivas, pero la amistad de Oscar con Herman Cowan, uno de los ejecutivos con mayor influencia en los Milwaukee Bucks, sumado a una posición dubitativa por parte de los Knicks, terminaría por decantar la balanza a favor de los de Wisconsin. Aunque solo fuera por velocidad y predisposición en las negociaciones. Por si fuera poco, Robertson le había confesado en varias ocasiones a su abogado, J.W. Brown, su preferencia por permanecer en un lugar del Medio Oeste Americano, no muy lejos de sus raíces. Los Royals, por su parte, parecían más preocupados en quitarse de encima al base cuanto antes (y así empezar a concretar su futuro plan de reconstrucción) que de sacar la mayor tajada posible del asunto. Y así se demostraría cuando le cambiaron por Charlie Paulk y Flynn Robinson. Demasiado poco para unos, y demasiado tarde para otros.
De golpe y porrazo, se habían juntado en una misma escuadra dos de las mayores fuerzas ofensivas de la competición: Oscar Robertson y Lew Alcindor. Base y pívot. Generador y destructor.
Milwaukee era una modesta ciudad de provincias situada en uno de esos estados que antaño habían formado el gran cinturón industrial de la nación. Sus casi 600.000 habitantes actualmente la sitúan en el puesto 31º entre las ciudades más pobladas de América, en el mismo rango que Albuquerque, Tucson o Fresno. Además, en aquel entonces los Bucks eran una franquicia recién parida, con apenas dos años de existencia. No parecía posible encadenar tantos golpes gigantescos de suerte, y colocarse tan pronto en el centro mismo del baloncesto profesional. No si tenemos en cuenta que, desde 1959, todos los grandes dominadores venían teniendo sede en los mercados más vastos y cosmopolitas: Boston, New York, Philadelphia y Los Ángeles. Era como un milagro que alimentaba las esperanzas deportivas de toda urbe mediana y pequeña.
La flamante pareja de oro se completaba con una escuadra muy potente y profunda, donde destacaban, entre otras cosas, el poder anotador del alero Bob Dandridge, la muñeca de Jon McGlocklin, la solidez interior de Greg Smith y Bob Boozer, y la chispa exterior de Lucius Allen, amigo íntimo de Alcindor en UCLA. A los mandos del navío estaba Larry Costello, antiguo campeón con los Sixers del 67 y debutante reciente en el complicado mundo del ‘coaching’. Costello, sin embargo, sí tenía experiencia como actor de reparto en vestuarios plagados de figuras. Unas vivencias que le resultarían muy útiles en su andadura con los Bucks.
Lejos de sufrir el clásico primer periodo de adaptación, Milwaukee empezaría la temporada como un tiro venciendo en 17 de sus primeros 20 enfrentamientos, machacando a la mayor parte de contrincantes gracias a una combinación de solidez defensiva e incomensurable exuberancia ofensiva. El conjunto de Costello resultaba una auténtica trituradora de rivales. Pero por encima de todo destacaba el hecho de que todos los miembros de la plantilla, casi sin excepción, parecían haber aumentado su producción con respecto a la temporada anterior. El motivo real de aquel espectacular salto de calidad hundía sus raíces en un hombre, el mismo que había escapado de Cincinnati alegando falta de entendimiento con sus compañeros: Oscar Robertson.
Con el genial base comandando el ataque, el número de canastas fáciles generadas aumentó exponencialmente, ejerciendo un impacto verdadero en el juego no reflejado totalmente en la mera estadística básica. Su producción numérica bruta no resultaba tan boyante como la de sus mejores años en los Royals, pero la capacidad de hacer mejor al resto permanecía intacta. Si acaso la experiencia acumulada le permitía conocer pequeños trucos ajenos al jugador novel. Oscar representaba por sí mismo la figura del playmaker completo. Un tótem tantas veces ansiado en el deporte de máximo nivel.
Los halagos por parte de compañeros y cuerpo técnico no se harían esperar. Bob Dandridge, que había pasado de los 13.5 puntos a promediar 19.9, lo expresaría de manera muy clara:
«Estoy contando con mejores tiros por el sencillo motivo de que Oscar es un gran pasador. Sabe cuándo darte el balón y cuándo no.»
El alero no mentía. Con Oscar Robertson sujetando firmemente las llaves de la creación ofensiva, parecía que se iban abriendo calles, pasajes y amplias avenidas donde antaño no existían. Jugar a su lado era simplemente contar con la garantía de que todo resultaría la mitad de sencillo.
Tal vez la maestría de Robertson en aquellos Bucks partiera de su innata capacidad para controlar y alterar a su antojo el ritmo de juego, como un coche con cambio automático que decide por sí mismo las revoluciones que convienen a cada momento. En la jugada que se muestra a continuación, por ejemplo, Robertson comanda con bote pausado el ‘fastbreak’, solo para alterar repentinamente el ritmo cuando ve que su compañero Greg Smith ha ocupado el carril izquierdo de la pista. En ese instante decide soltar un pase preciso que se traduce en bandeja fácil. Control absoluto y efectivo de la transición.
En otras ocasiones, sin embargo, Oscar prefería aumentar el ritmo desde el mismo inicio de la acción para así aprovechar la velocidad de finalización de sus compañeros, como en este contraataque perfectamente ejecutado con Dandridge.
Por otra parte, fue crucial en el éxito colectivo de los Bucks el hecho de que Oscar Robertson nunca pretendió amasar la bola hasta niveles insoportables, y a riesgo de alienar al resto. Eterna crítica que, fuera verdad o mentira, siempre se le había hecho en Cincinnati. Contar con una plantilla cuyo nivel se ajustaba perfectamente a sus pretensiones redobló su confianza en los demás, sabedor de que ya no tenía que sospechar del talento circundante, tan solo guiarlo. Un ejemplo de todo lo dicho podría ser la siguiente secuencia, en la que envía un pase rápido y medido al otro lado de la pista, facilitando el lanzamiento de McGlocklin. El poderoso base de Milwaukee demuestra una capacidad de generar producción ofensiva sin sacrificar el movimiento general del balón ni la fluidez permanente del juego. Tarea nada sencilla.
O en esta otra al primer toque para Lucius Allen:
El otro pilar sobre el que debía construirse la excelencia de los Bucks tenía que ser, por pura lógica, la relación deportiva y extradeportiva entre Robertson y Alcindor. Dos auténticos titanes inmersos en fases muy dispares de sus respectivas carreras, pero que compartían una especie de ‘leit-motiv’ común: la lucha, a golpe de canastas, contra el desprecio y el escepticismo generalizado que América sentía hacia sus deportistas negros. Una especie de rebeldía frente al conservadurismo del ‘establishment’ que ejercía de nexo vital entre ambos jugadores.
Alcindor, cuya confirmación como la pieza más diferencial del baloncesto NBA estaba fuera de toda duda, parecía no sentirse del todo cómodo con su papel de líder emocional (que no deportivo). Su habitual carácter retraído le convertía en un tipo difícilmente accesible incluso para sus compañeros. Necesitaba un apoyo externo que completara su tarea como faro natural del vestuario, una figura que mandara a viva voz en pista, con la naturalidad del que nació para hacerlo. Y ese no era otro que Oscar Robertson, de la misma manera que lo sería muchos años después Magic Johnson. Dos hermanos, uno mayor y otro pequeño, siempre dispuestos a apoyarle.
«Oscar era incluso más valioso como líder que como anotador. Ya tenía 31-32 años y puede que hubiera perdido cierta explosividad, pero su maestría total del juego le permitían ser igual de efectivo que cuando promediaba treinta puntos por partido. Su dirección y la inspiración que generaba en todos nosotros hicieron que los Bucks jugaran de la manera en que debía jugarse.»
Oscar se tomaba el juego muy en serio. Durante toda la temporada si alguien se relajaba o parecía no querer esforzarse, Oscar estaba ahí para cantarle las cuarenta por no hacer su trabajo. Los tipos que no reboteaban o que no se aplicaban en defensa iban a tener problemas con Oscar. Tenías que respetarle. Era una leyenda y a pesar de todo se tomaba su trabajo de manera muy profesional. ¿Cómo no ibas a hacerlo tú también?»
Declararía el propio Alcindor. Otro del club de los que en varias ocasiones han definido a Robertson como el mejor jugador de la historia. Tómese de forma literal o no, lo cierto es que no parece casualidad que tantos de sus contemporáneos se pongan de acuerdo en lo mismo.
En cuanto al aspecto puramente deportivo, es imposible ignorar el incremento productivo que experimentaría Alcindor jugando junto a Oscar Robertson. Ya venía de hacer una temporada rookie muy llamativa, pero en la mítica 1970-1971 el gigante de Harlem escalaría un peldaño más hasta rayar lo puramente salvaje, superando cómodamente los 30 puntos de promedio. De entrada, jugar junto a Robertson supuso un cuantioso incremento en su efectividad desde el campo, pasando del 51 % de acierto a un bestial 57 %. Incremento que, por cierto, también experimentaría la tercera estrella del equipo, Bon Dandridge, pasando del 48 al 50 % de efectividad en los lanzamientos.
La clave de esta mejora la volvería a dar Alcindor en su autobiografía ‘Giant Steps’, desentrañando fielmente los secretos que hacían de Oscar el mejor playmaker de su época.
«Oscar tenía un talento especial para darme la bola en el lugar y momento precisos. No demasiado alto, no quería que saltara mucho y perdiera el terreno ganado. No muy bajo, no quería que tuviera que agacharme demasiado y me arriesgara a perder la posesión. Quería evitar que pusiera el balón en el suelo y un jugador más pequeñito me lo robara. Oscar Robertson sabía todo esto, y lo genial en él es que, aunque tuviera a varios tipos tapándole su visión de entrada o evitando que yo recibiera la bola, siempre conseguía dármela en el lugar preciso, a la altura del pecho, para que pudiera girarme y armar mi gancho o realizar un mate en una sola secuencia rápida.»
Pero no solo sería Alcindor el beneficiado directo de la creación permanente propuesta por Robertson, puesto que el fenómeno se manifestaría también a la inversa, en sentido opuesto. De manera natural, la atención defensiva generada en los rivales por el pívot neoyorkino multiplicaba los espacios disponibles. Espacios que eran aprovechados por Oscar, más liberado que nunca de ataduras. El impecable entendimiento entre ambas superestrellas suponía una fuente constante de puntos. Como ejemplo valdría esta secuencia en la que Alcindor recibe la bola en el poste alto, deja que la defensa arme su estrategia en torno a él, y en el momento indicado le devuelve el esférico a un Oscar que corta hacia canasta.
La acción no deja de ser una bandeja sencilla y sin apenas oposición, pero demuestra hasta qué punto se mejoraban el uno al otro.
Compartir el peso del ataque también permitió al Oscar Robertson de los Bucks dosificar energía e incrementar su rendimiento en defensa, mucho más que en sus mejores años con los Royals, hasta hacer de ella otro valor añadido. Como todos los grandes jugadores, lograría transformar la debilidad inicial en virtud característica. Esta renovada intensidad y disciplina atrás conectaba directamente con sus cualidades como líder, ejerciendo de ‘quarterback’ omnipotente en cada momento del partido. Así lo narraría al menos su compañero Greg Smith.
«Está constantemente encima de ti para que sigas moviéndote y defiendas. Hace que nos comuniquemos en defensa. Es importante hablar porque no tenemos ojos en la nuca, asi que alguien te tiene que decir lo que ocurre detrás tuyo.»
La comunión de todos estos factores harían de los Bucks un equipo absolutamente demoledor, como nunca se había visto en toda la historia de la liga. El ritmo marcado dentro y fuera de la cancha por Robertson contagiaba hasta a su propio entrenador, Larry Costello, que se caracterizaba por poner mucho ímpetu en el condicionamiento físico de sus jugadores. De hecho, los Bucks eran el equipo que más intensamente preparaban sus sesiones de entrenamiento, no solo en el apartado meramente físico, pero también en el táctico. Fueron conocidos por emplear e introducir asistentes destinados exclusivamente a realizar tareas de ‘scouting’, como fue el caso del mítico Tom Nissalke. Una práctica que en aquellos tiempos no estaba demasiado extendida.
Esta minuciosa preparación de los encuentros lograría dar sus frutos. Entre el 6 de febrero y el 8 de marzo de 1971, los Milwaukee Bucks no conocieron la derrota, acumulando una racha de veinte victorias consecutivas, la mayor registrada en ese momento hasta que fuera ampliamente superada un año después por los Lakers. No existía equipo de baloncesto sobre la tierra que pudiera hacerles frente.
En términos estrictamente numéricos, el impulso que Oscar le ofreció a los Bucks se tradujo en lo siguiente:
– Mayor promedio anotador de la temporada con 118.4 puntos/partido. Se quedaron a las puertas de los cien puntos en tan solo seis ocasiones.
– Mejor balance de la liga con 66 victorias y 16 derrotas. Segundo mejor registro hasta ese momento solo por detrás del de los Sixers de la 1966-1967.
– Tercer mejor ataque de toda la historia según ratio ofensivo, solo por detrás de los Phoenix Suns de 2007 y 2005. Se cuenta la suma de temporada regular y postemporada.
– Mayor SRS (Simple Rating System) en la historia de la liga con 11.91, superando cualquier caso conocido, entre los que se incluyen los Celtics de 1986, los Lakers de 1987, los Bulls de 1996 o los Warriors de 2016. El SRS se construye en base a la diferencia de puntos anotados/encajados y a la dificultad del calendario.
– La llegada de Oscar Robertson a los Bucks supuso uno de los mayores incrementos de SRS conocidos con +7.7, superando la llegada de Shaquille O’Neal a Orlando (+7), el regreso de Jordan tras su primera retirada (+7.5), o el aterrizaje de Bill Russell en los Celtics (+4).
Además, dicho dominio encontraría su paralelismo en Playoffs, escenario cumbre donde se libran las batallas que verdaderamente cuentan. Una prueba superada con creces puesto que los Bucks solo cederían dos partidos en su camino al título, sometiendo con contundencia a San Francisco, Los Ángeles y Baltimore, y proyectando un halo de insultante superioridad. Tanto es así que los Bucks de 1971 todavía conservan el record histórico de mayor diferencia entre puntos anotados/encajados durante una postemporada (14.5). Una cifra que, de momento, se antoja muy complicado superar.
Milwaukee, una ciudad sin el glamour de las grandes metrópolis norteamericanos, ya podía añadir un título a sus vitrinas, y en tan solo su tercer año disfrutando de una franquicia NBA. Era el milagro más anticipado de la temporada, pero también el más sencillo de preveer a juzgar por como había transcurrido el curso.
Aquel pitido final en el Baltimore Civic Center tras el cuarto y último partido supuso un estallido de júbilo generalizado, pero nadie más que el propio Oscar Robertson sabía del significado de aquella hazaña. Nadie más podía entender el agotador, doloroso y cruel camino que debe recorrerse hasta coronar la cima. El tipo que antaño había escapado de Cincinnati como un ángel caído, ahora se disfrazaba de mesías en la meca de la industria cervecera. Era campeón y ya nadie podía quitárselo. Una década entera debió transcurrir para ver a Oscar disputar las series por el título. Aquella gloria le pertenecía por derecho propio.
Al acabar el encuentro se fundiría en un caluroso abrazo con su ex compañero Jack Twyman, ahora reconvertido a comentarista deportivo, que tendría el honor de realizarle unas preguntas. El rostro de Oscar por fin dibujaba una amplia y sincera sonrisa, esa que llevaba tantos años cautiva. Junto a él aparecería unos segundos más tarde Alcindor, coronado MVP y MVP de las Finales, la estrella que merecidamente había copado todos los galardones individuales, pero que no olvidaba donde radicaba el verdadero motor del éxito: en ‘The Big O’. El gran playmaker de su tiempo. El artista redimido.
«Me subí al ascensor y ahí estaba Oscar, llorando. Estaba tan metido en el momento que sacudía la cabeza y las lagrímas brotaban de sus ojos. Me dijo ‘después de tanto tiempo Greg, por fin lo he conseguido’.
Apostillaría Greg Smith.
El idilio de Milwaukee con Robertson duraría hasta 1974, con su retirada definitiva del baloncesto. Un periodo de tiempo en el que los Bucks no lograrían repetir título, pero en el que siempre se postularían como uno de los grandes ‘contenders’ de la competición (llegarían a jugar otras Finales en ese mismo año, perdiéndolas en siete duros partidos ante los Boston Celtics). Incluso gozarían del honor de ser el equipo que rompió la histórica racha de 33 victorias consecutivas ostentada por los Lakers de 1972. Un ciclo mágico que la franquicia no volvería a igualar nunca (a pesar de haber contado con equipos exitosos en décadas postreras ), y que uniría a Robertson con los Bucks para siempre.
Tal vez la esencia del enorme impacto que dejó Oscar en Milwaukee fuera perfectamente expresada por Eddie Doucette, el primer anunciador de radio y televisión que tuvo la franquicia:
«Oscar Robertson, en mi mente, es todavía el mejor exterior que ha habido jamás, por una serie de motivos que la gente no llega a comprender. Este hombre realmente sabía cómo jugar al baloncesto, y lo hacía dosificando esfuerzos. Traerle a nuestro equipo fue como ponerle la guinda al pastel.»
En la noche del 18 de octubre de 1974, el mítico dorsal #1 de Oscar Robertson colgaría para siempre del techo del Milwaukee Arena, como un eterno recordatorio de su mesiánica labor en la patria del ciervo. Él les había conducido a la tierra prometida.
Nunca jamás lo olvidarían.
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