Las dudas inundaban la cabeza de Ned Irish. No lo tenía nada claro. Sus Knicks, equipo al que había elevado a la élite del baloncesto norteamericano desde su fundación en 1946, acababan de completar su sexta temporada consecutiva fuera de los Playoffs y aquellos años en los que alcanzaron tres finales consecutiva de la mano del técnico Joe Lapchick, antigua estrella de la extinta ABL, comenzaban a parecer muy lejanos. Demasiado.
Sin embargo, aquel imberbe y espigado chaval procedente de la Universidad de Miami, con unos impresionantes guarismos de 29.8 puntos y 16.5 rebotes en sus cuatro años con la camiseta de los Hurricanes y la vitola de inminente estrella en la NBA, no se presentaba como la solución idónea para los males que aquejaban a su equipo. No era momento para experimentos, y menos todavía después de ofrecer un ultimátum al entrenador Eddie Donovan.
Los Pistons, apoyados en la férrea convicción del asistente Earl Lloyd, quien afirmaba que «el chico era demasiado delgado y limitado físicamente para jugar con los mayores», tampoco confiaron en sus habilidades. Ni siquiera los Lakers, pese a que, apenas dos años atrás, el General Manager angelino, Lou Mose, se había deshecho en elogios tras hacer acto de presencia en varios partidos en las arcaicas instalaciones de los Hurricanes.
Así, las primeras selecciones de aquel Draft de 1965 -territoriales, último año en el que la NBA permitió este privilegio- revelaron los nombres de Bill Bradley (New York), Bill Buntin (Detroit) y Gail Gooldrich (Los Ángeles). No fue hasta la segunda posición global cuando entró en escena Rick Barry, seleccionado por San Francisco Warriors, quienes también poseían el primer pick, destinado a la elección de Fred Hetzel.
«Tenía una reputación de jugador débil físicamente. El irlandés [Ned Irish] dijo que yo era «demasiado delgado», mientras que Lloyd se atrevió a predecir que no podría competir contra los ‘pros’. No se dieron cuenta de que las primeras impresiones pueden ser muy engañosas. Yo no era un portento, pero tenía un físico que me permitía aguantar mucho en pista. Además, era mucho más rápido que la mayoría de los jugadores. Mi enfoque del juego era atacar el aro antes incluso de que pudieran alcanzarme», explicaría décadas después.
Sus ansias por demostrar a sus críticos que se equivocaban en su apreciación tuvieron una reacción completamente demoledora: premio al Rookie del Año tras promediar 25’7 puntos y 10’6 rebotes, incluyendo una espectacular actuación -57 puntos- en el Madison Square Garden ante los ojos del mismo directivo que lo había rechazado pocos meses atrás.
Sin embargo, no fueron tan solo sus, según aquellas voces, cuestionables capacidades y aptitudes físicas las que ‘boicotearon’ su salto a la mejor liga de baloncesto del planeta. Su impresionante talento era igual de incontrolable que su temperamento. El máximo representante del ‘tiro libre de cuchara’ fue un auténtico torbellino y asiduo protagonista de las declaraciones y acciones más polémicas y controvertidas de aquellos años. Y no solo en la NBA.
Ya en la universidad comenzó a escribir las primeras líneas de su extenso episodio de incidentes. En su temporada junior, Rick Barry fue protagonista de un incidente en el que llegó a las manos con su rival después de recibir un codazo fortuito de éste. Un año más tarde le rompería la mandíbula a un jugador de Loyola en pleno partido. Un carácter peligrosamente impredecible que asustó a no pocos de los máximos representantes y directivos de la NBA de aquellos tiempos.
Unos temores que se convertirían en realidad y que dinamitarían la competición apenas dos años después de su debut. Tras una brillante temporada en la que fue incluido en el Mejor Quinteto a merced de su condición de máximo artillero gracias a sus 35.6 puntos por velada, Rick Barry optó por aceptar los cantos de sirena procedentes de la recién engendrada ABA. Los 75.000 dólares anuales ofrecidos por los Oakland Oaks le aseguraban una estabilidad financiera más que envidiable sin tener que preocuparse por los largos desplazamientos habituales que suponen un cambio de equipo. Además, podría jugar a las órdenes de su suegro Bruce Hale. La contraoferta de los Warriors, impacientemente esperada por el jugador, nunca llegó y el alero confirmó su marcha. De la noche a la mañana, Barry dejó de ser la gran esperanza de San Francisco, donde el hueco dejado por Wilt Chamberlain años atrás todavía seguía latente, para convertirse en el foco de las iras de gran parte de la afición y prensa local, quienes no dudaron en tachar a su estrella de chaquetero y traidor.
“Rick quizá no sea el tipo de persona que diga ‘por favor’, pero sí sabe cómo hacerte ganar”.
Clifford Ray
«Cuando recibí la propuesta de los Oaks, les dije a los Warriors que me hicieran llegar su mejor oferta. Le comenté a Pat Boone y a su gente que si los Warriors se acercaban a lo que me ofrecían desde Oakland no me iría. Lo que no apareció en los medios es que esa oferta nunca llegó. Solo hubo una, anterior a la de la ABA, que ni siquiera se acercaba a lo que me habían ofrecido los Oaks. Creyeron que no me iría. Salí con lágrimas en los ojos de las oficinas aquel día. Me había convertido en el chico malo cuando estaba realmente jodido. No hicieron nada para que siguiera allí», relataría posteriormente.
Un dolor, anecdóticamente, compartido por el dueño de los propios Warriors, cuyo propietario por aquel entonces, Franklin Mieuli, -según relata la leyenda urbana del lugar- colgó la camiseta con el dorsal número 24 de Rick Barry en su oficina, prometiéndose a sí mismo que traería ‘a su niño mimado’ de vuelta a casa en un futuro.
Sin embargo, el divorcio ya había sido confirmado y Barry miraba con optimismo hacia su nuevo futuro en la ‘hermana pequeña’ de la NBA.
«Disfruté mucho con Bruce Hale en la universidad. Hizo del baloncesto algo divertido. Realmente nunca me divertí en mi segundo año en la NBA. Era el líder de mi equipo, componente del Mejor Quinteto, MVP del All-Star Game y casi ganamos el campeonato, pero no fue nada divertido».
«Bill Sharman [su entrenador por aquel entonces en los Warriors] es un gran tipo. Pero como entrenador hizo del baloncesto un trabajo. Era la primera vez que sentía que el baloncesto era un trabajo, más que un juego. Era implacable. Quería que todos se acercaran al juego de la misma manera que lo hacía con los Celtics, un auténtico fanático del acondicionamiento físico y los entrenamientos. Casi no tuvimos días libres y él fue el que dio inicio a los entrenamientos matinales, los cuales no soportaba… ¡Y luego jugaba más de 40 minutos por partido! Así que la oportunidad de unirme a los Oaks y jugar para el que entonces era mi suegro resultó muy atractivo para mí».
En la nueva liga le fue bien. Fantásticamente bien. Después de un primer año en blanco fruto del veto de una NBA que exigía el cumplimiento íntegro del contrato que le unía a San Francisco, los Oaks conquistaron el campeonato -después de sumar apenas 22 triunfos el curso anterior- ante Indiana Pacers con un Rick Barry colosal que comandaría a los suyos con 34.0 puntos y casi diez rebotes por noche. «Greyhound», como había sido bautizado años atrás por un periodista de Miami, volvía a disfrutar del baloncesto. Pero la sonrisa que inundaba su rostro no tardaría demasiado en borrarse súbitamente.
«Me habían prometido verbalmente que no tendría que irme con ellos si la franquicia abandonaba el área de la bahía. Me aseguraron que sería liberado de mis obligaciones con el equipo y que sería libre de regresar a los Warriors. Mis abogados me avisaron que necesitaba un acuerdo escrito para evitar problemas. Fui un ingenuo».
«Nunca jugaría a las cartas con Rick. Si le ganas, probablemente te las hará tragar».
Kathie O’Brien (mujer de Jim O’Brien, actual asistente de los 76ers
Aquel verano de 1969, los Oaks confirmaban su traslado a Washington. Y Rick Barry con ellos, pese a unas explosivas declaraciones en las que afirmaba «que tan solo iría a Washington para ser nombrado presidente». Un episodio que se repetiría apenas un año después y que pondría de manifiesto el carácter inestable e impredecible de la ABA a lo largo de su casi una década de vida. Los Capitols, mermados por las lesiones de sus principales estrellas, y, principalmente, por el nulo respaldo de una afición casi inexistente, anuncian un nuevo cambio de sede: Virginia, donde repartirían los partidos como local en hasta cuatro localidades distintas. Una situación que hizo estallar a Rick Barry y que obligó a la mismísima cúpula de la ABA a mediar en el conflicto. Sería traspasado a los New York Nets. Cualquier cosa antes de ver a una de sus principales estrellas de nuevo en la NBA, liga a la que pretendía desbancar del trono baloncestístico norteamericano.
«Me imaginé otra situación similar a la ocurrida con los Warriors. Si la prensa me iba a joder nuevamente y a escribir cosas que no eran ciertas, yo también podría utilizarlas en mi beneficio. Funcionó maravillosamente. Sports Illustrated me colocó en su portada e imprimió todas las cosas negativas que dije sobre Virginia. Entre otras, que no quería que mi hijo creciera escuchando ese asqueroso acento sureño. Nada era cierto y me disculpé por ello más tarde. Pero funcionó. Fui a Nueva York. Tuve la oportunidad de trabajar en la televisión y de analista en la radio. La experiencia con los Nets fue maravillosa».
“Podrías enviarlo a la ONU y daría comienzo la Tercera Guerra Mundial”.
Mike Dunleavy
Mientras tanto, en la bahía, los Warriors, ya renombrados bajo el calificativo Golden State, seguían muy de cerca la evolución de su héroe desterrado. Desde la derrota en las Finales de 1967 -en el último año de Barry en el equipo- ante Philadelphia, su condición de contender se había esfumado por completo, siendo barridos en Playoffs, en dos ocasiones ante cada uno de ellos, por Lakers y Bucks. Unas plegarias que encontrarían respuesta a mediados de 1971. Un juez de California dictaminó que Rick Barry tendría que cumplir el contrato que había firmado con los Warriors. Era hora de volver a casa.
La prensa, tan intransigente durante su marcha apenas cuatro años atrás, daba la bienvenida al hijo pródigo, mientras la afición celebraba efusivamente el regreso de su salvador. Golden State Warriors y Rick Barry, dos nombres que, a día de hoy, no se entienden el uno sin el otro, habían firmado su reconciliación. Un matrimonio que alcanzaría su clímax tres años después con la conquista del tan ansiado campeonato.
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