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Análisis

Allen Iverson, los límites del dolor, y el mejor equipo del mundo

Trenzas, tatuajes, camisetas anchas y pantalones aún más anchos. Rebeldía. El principio de siglo XXI se marcó según sus normas.

Porque por momentos fue el mejor jugador del mundo. Y por momentos aún más concretos también hizo de los suyos el mejor equipo del mundo

Getty Images

6 de junio de 2001. Philadelphia era el mejor equipo de baloncesto del mundo. Lo sería durante al menos los dos días siguientes. Difícil de creer si miramos aquel roster: Dikembe Mutombo, Eric Snow, Aaron McKie, Tyrone Hill, Matt Geiger, Raja Bell, Todd MacCulloch, Jumaine Jones, Kevin Ollie, Rodney Buford y George Lynch. Son los once hombres que en aquella final acompañaban a Allen Iverson. Mutombo al margen, nombres que no quedarán en la memoria colectiva del aficionado común. Pero lo cierto es que aquella noche asaltaron el Staples Center. O, más bien, fueron testigos de cómo un baloncestista de poco más de 1’80 metros de altura tumbaba a los todopoderosos Lakers de Shaq y Kobe. Se celebraban las Finales de la NBA y los Sixers se ponían 1-0.

Allen Iverson disputó 52 minutos aquella noche, sumando 48 puntos y dejándonos, para siempre, una imagen en la retina tras destrozar la cintura de Tyronn Lue, antes de anotar desde una esquina derecha del pabellón angelino. “The Answer” levantaba sus pies al iniciar el camino de vuelta hacia su campo para no tropezar con lo que quedaba de su par. Lue daba la sensación de ser un muñeco en manos de un niño que juega. Iverson era imparable, estaba pletórico. Y físicamente a tope.

O eso creímos.

Leyendo una vez más en las últimas fechas a Gonzalo Vázquez, redescubro el calvario que fueron aquellos Playoffs para Allen. La protección que llevaba en su brazo derecho durante aquellas eliminatorias respondían a una seria inflamación, viéndose forzado a tener que llevar vendajes, puesto que su codo llegó a estar en carne viva. Con el cuerpo médico en contra, disputó el séptimo partido de Semifinales del Este ante los Raptors, firmando 21 puntos y 16 asistencias. En el cruce entre ambas escuadras alcanzó en dos ocasiones los 50 puntos y promedió 46 minutos de juego por velada. El siguiente obstáculo serían los Bucks. «AI3» se perdería el tercer encuentro, obligado por los doctores a parar de una vez, temiendo que se agravasen sus problemas. Pero volvería en el cuarto y nos regalaría otra instantánea imborrable: aquella toalla con la que se secaba la sangre de su boca tras un codazo de otro Allen, Ray. Fue otra serie llevada al límite, decidida por el pequeño jugador de Hampton, autor de 44 puntos en el duelo definitivo. Tres días después tuvo lugar el partido al que nos referimos al principio del texto. El primero de una serie a la que Iverson llegaba tras, problemas de codo aparte, haberse dislocado un hombro, sufrir una torcedura de tobillo, una sobrecarga en el cuádriceps, una fractura en el pulgar derecho, una sinovitis en la rodilla izquierda, una fractura en un dedo del pie y contusiones en la cadera, como bien reza el relato del maestro Gonzalo. Una postemporada tormentosa.

Viene a mi mente un artículo de otra voz autorizada, Chris Broussard, quien, a principios de siglo, mostraba en el New York Times cómo se forjaría un rasgo clave en la personalidad de Allen Iverson. En sus años de estudiante, este no solo había destacado en el deporte de la canasta. Era un prometedor jugador de fútbol americano. En una ocasión, Iverson, quien sobresalía en la posición de running back, fue placado violentamente por dos rivales. Acabó en el suelo, pensando que no podría andar. Gary Moore, su entrenador entonces, se le acercó y le preguntó si tenía la pierna rota. Ante la negativa de Allen, le instó a que se levantase y siguiera jugando. Así lo hizo. A partir de ese momento una premisa estuvo siempre presente: no mostrar nunca el mínimo gesto de dolor, para que el contrario no adivine que podría estar herido. Iverson pensaba que, si asomaban los daños, sus rivales se pensarían en ventaja. A menos que hubiese fractura, él seguiría en pie. Así, jamás tras aquel incidente volvería a mostrar sus molestias al resto.

El umbral del dolor no sería nunca una fisura, una debilidad. Nadie sabría de sus problemas físicos. Sus compañeros lo tomaron como ejemplo justo cuando su madurez aunó su dureza y su talento con el verdadero compromiso. Máximo anotador y MVP de la competición en aquel 2001, aceptó las premisas de Larry Brown y acertó de lleno. Los días en los que ambos se lanzaban indirectas en los medios (uno acusando al otro de coartarle en la pista, y el otro de poca responsabilidad) quedarían atrás. Y pese a no verse jamás en otra igual, mientras el binomio se mantuvo unido, los Sixers fueron siempre considerados como alternativa real. Sin grandes alardes. Con un estilo rocoso del que solo sobresalía la estrella. El resto, hormigas obreras al servicio de la reina.

Fueron los años de gloria del mejor jugador libra por libra, el mito cuya declaración de intenciones no fue otra que infringir un crossover antológico al mismísimo dios del baloncesto, ese que dio más de un dolor de cabeza al comisionado David Stern por su manera de entender la vida, el mismo que en aquella célebre rueda de prensa compartió su ya inmortal “we’re talking about practice”. Irreverente, especial, único. Alma libre y con un corazón gigante. Revolucionario, fuera y dentro de la pista. Y, tristemente, actor de un declive precipitado y doloroso para quienes lo disfrutamos. En la 2006-07 salía de la ciudad del amor fraternal rumbo a Colorado. Los Nuggets fueron testigos de sus últimas grandes temporadas, formando pareja con el prometedor Carmelo Anthony. Luego, Detroit, Memphis, y de nuevo Philly, antes de probar fortuna en Turquía, donde su cuerpo, quizás sobrepasado por tantos excesos físicos, dijo que ya no más.

Su historia personal fuera de las canchas es otro cantar. Detenciones, arrestos, acusaciones que pudieron hacer que pasara la mayor parte de su vida entre rejas, o el indulto de una sentencia en firme de varios años en prisión, tras cumplir tan solo unos meses. Crecer en condiciones extremas, en un ambiente hostil, condicionaron a un Iverson que respondía, antes de alcanzar una madurez tardía, a la mínima con violencia. Justo como no se le recuerda en un pabellón. Pues, a pesar de convivir con los golpes y marcajes de severidad extrema, no hubo enfrentamientos con sus pares, reacciones enconadas, o amagos de pelea. Dentro de su hábitat natural es difícil acordarse de una mala actitud compitiendo. Haciendo memoria solo adivinamos actuaciones gloriosas. Como aquella del 6 de junio de 2001. Cuando los Philadelphia 76ers ganaron el único encuentro de Playoffs a aquellos Lakers (casi) invencibles. En Los Ángeles. Donde se convirtieron, por un brevísimo periodo de tiempo, en el mejor equipo del planeta.

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