Era un chico normal. Normal dentro de la burbuja en la que viven los jugadores de baloncesto, claro. Acababa de terminar su año sophomore en Arkansas y preparaba ansioso el tercero, quién sabe si el del salto definitivo a la NBA. Porque en Patrick Beverley (1988) se iban dando todas las etapas que habitualmente conforman el camino mediante el que llegar a la tierra prometida del baloncesto.
Primero había sido una gran promesa de instituto, algo que tiene más mérito si cabe para alguien nacido en ese caladero de grandes jugadores que es Chicago. Tras dos temporadas en Arkansas, se destacaba su defensa, pero al mismo a nivel que su capacidad anotadora, tanto atacando el aro como aguardando su oportunidad para lanzar desde fuera. Sí existía cierta incertidumbre en torno a su posición en la cancha. Una mentalidad de escolta en un cuerpo que apenas sobrepasa el 1.80 de estatura y pocos recursos con balón para dirigir un ataque desde la posición de base. Tampoco importaba demasiado en 2008, cuando le quedaban dos años de aprendizaje por delante. O no.
En septiembre saltaría la sorpresa: Beverley era declarado inelegible para jugar baloncesto NCAA en la temporada que iba a comenzar. La razón no se supo hasta meses más tarde: un compañero suyo se había ofrecido para hacer un examen por él. En un acto de pereza e irrresponsabilidad Beverley, que ya tenía la nota suficiente para cumplir los requisitos académicos, no supo negarse al ofrecimiento. La historia acabó como puede esperarse: le habían pillado. Y es precisamente en este incidente donde acaba la vida tópica del jugador universitario y comienza un trayecto tan sinuoso como necesario. Cada uno de los obstáculos que se han cruzado en su camino han servido para moldear la personalidad y el estilo de juego del Patrick Beverley que hoy conocemos.
Aquel obstáculo le obligaría a dar un rodeo en su camino a la NBA. A sus 20 años, recorrió los 10.000 kilómetros que separaban Fayetteville (Arkansas) de Dnepropetrovsk (Ucrania) como el que sale a dar un paseo. Ya era un hombre nuevo, uno que maldecía su pecado pero aceptaba su penitencia. Y solo esa actitud le permitiría sobrevivir al gélido invierno en Ucrania y, además, guardar de ello un recuerdo positivo. En una temporada al otro lado del charco maduró como lo hubiera hecho en cinco en Estados Unidos, además de jugar a gran nivel (17 puntos, 7 rebotes y casi 4 asistencias de promedio, además de 2’2 robos y 1’3 tapones).
Cuando regresó tuvo tiempo, como el hombre que ya era, de sincerarse sobre el episodio que le había expulsado de Arkansas. Fue en unas declaraciones a ESPN, previas al Draft de 2009, donde Beverley contaría lo sucedido. Unas declaraciones impropias de un joven de 21 años que aspiraba a llegar a la NBA, un ambiente donde asumir los errores propios no siempre está en el orden del día. Pero un año sin jugar (o haciéndolo en el destierro ucraniano) pesó demasiado para una legión de scouts que, cada año, llenan su libreta con una nueva hornada de nombres del mañana. En esa misma entrevista Beverley relataba lo mucho que le había cambiado aquel año en Europa del Este respecto a su estancia en Arkansas, lo que no evitó que pasara bajo el radar de la mayoría de equipos. Solo Miami Heat le daría una oportunidad mediada la segunda ronda (pick 42).
La oportunidad no le llegaría de inmediato, pero Beverley volvería a aceptar de buen grado la opción de seguir creciendo en Europa. Durante la 2009/10 firmó con Olympiacos, sabedor de que no sería la estrella y de que llegaba a un equipo ya hecho (Papaloukas, Vujcic, Teodosic, Bourousis, Schortsanitis, Childress, Kleiza…) en el que tendría que encajar. Sus actuaciones como especialista defensivo, mostrando un carácter y un corazón que rompía por completo con el estereotipo del jugador americano en Europa le hicieron valioso en El Pireo. A su formación europea, además, añadió el máster que supondría para él compartir cancha y vestuario con el mago Papaloukas, uno de los mejores bases que Europa haya conocido, sellando una temporada de poco protagonismo pero mucho aprendizaje.
Tampoco la Liga de Verano de 2010 convencería a los Heat de dar el paso definitivo y quedarse con él. Cortado tras la pretemporada, en enero se decidió a volver al Este, camino de San Petersburgo para dar el paso definitivo. Aunar lo aprendido en los dos años anteriores, buscando ser el jugador más completo posible. El Spartak le cedió el mando del equipo y Beverley no defraudaría, conduciendo al conjunto ruso a la Final Four de la Eurocup donde caerían en las semifinales frente al Khimki. Galardonado como MVP de la competición, la segunda en cuanto a nivel en Europa, el de Chicago mantenía un ojo puesto en la NBA al tiempo que era previsor. Su contrato de tres años y medio con el Spartak, que expiraba en 2014, así lo acreditaba.
Tendría aún que pelear con los rusos para quedar liberado de su contrato, pero nada más iniciado el 2013 su lucha había terminado. O tal vez acababa de empezar. Tras cuatro temporadas trepando por Europa le llegaba la recompensa. Alcanzaba a los 24 años la NBA que parecía haberle cerrado las puertas a los 20. Lo hacía, además, siendo un jugador completamente distinto al de la torpeza de Arkansas.
El Beverley exiliado al Este de Europa había sufrido el hambre en sus carnes. Un hambre metafórica que solo el reconocimiento, tan difícil de encontrar al otro lado del charco, podía saciar. Por eso sabía que no había tiempo que perder, que cada minuto en pista podía ser el último y cada posesión, tanto de su equipo como del rival, era una oportunidad. Se empeñó en hacerse un hueco en la liga. Y si por las buenas no había sido posible, siempre le quedaba la opción de recurrir a las malas.
Su equipo, los Houston Rockets, buscaban ser una de las sensaciones de la liga. En verano se habían hecho con Harden, cuyo valor de mercado en 2012 era solo el de un gran sexto hombre, el mejor de la liga, pero que aún debía demostrar que era una estrella. Los Rockets le unieron en las posiciones exteriores con un Jeremy Lin que volvía a ser demasiado humano. A mitad de esa 2012-13 entra en escena el repatriado Beverley, que se centra en subir la temperatura defensiva del equipo cuando sale desde el banquillo. No le asustaba nada ni nadie. Tampoco los Play-Offs y el encontronazo con los Thunder, donde se cobraría su primera víctima de peso.
Russell Westbrook no sabía quién era ese novato, novato atípico por llegar a la liga una vez empezada la misma, sin que los meses previos y el hype creado por los medios le hubiera situado en el mapa. Había aparecido de la nada y cuando el base de los Thunder cruzó la media pista y solicitó un tiempo muerto, ya era demasiado tarde. Beverley, siempre en trance y con los ojos fijos en el balón rival, ya se había lanzado a por el robo, impactando de paso con la rodilla de un Westbrook que disputaba su último partido en esos Playoffs. Houston caería en seis partidos. Pero el nombre de Patrick Beverley empezaba a resonar en las esferas más elevadas de la liga.
Ya tenían lo que querían. Porque a su superestrella, un James Harden con escaso apego por el trabajo defensivo, la compañía en el perímetro de un tipo duro, malencarado y protestón le venía de perlas. La siguiente temporada la empezó como titular y solo las lesiones le apartarían del puesto, siempre de forma momentánea. 280 partidos en las últimas cuatro temporadas y solo 10 de ellos, partiendo desde el banquillo. Tanto durante el periplo McHale (2013-15) como durante la extraña 2015/16, con J.B. Bickerstaff al mando, el tándem Beverley-Harden permanecería indiscutible. Y el de Chicago se vio en su salsa. Trabajando duro, acumulando nuevos enganchones con la estrella de turno (siempre con Westbrook como víctima preferida) y liberando de los quehaceres defensivos a un Harden que explotaría definitivamente a su lado.
Todo ello alcanza su punto de ebullición en la 2016/17 y con la llegada de Mike D’Antoni al banquillo. El italoamericano difícilmente puede ser considerado como un genio de la estrategia defensiva, pero sí ha sabido apreciar el papel de Beverley en su equipo. Por un lado, apartándole definitivamente del balón y concediendo todo el poder al mejor Harden de siempre, permitiendo así dar rienda suelta a un ataque vertiginoso en el que Beverley es un ejecutor más (38% en triples).
Pero, al mismo tiempo, encontramos en el de Illinois otra de las causas que permiten a los Rockets dar rienda suelta al torrente ofensivo de moda en la liga. De los pocos jugadores para los que el término «defensa» se queda corto, lo de Beverley es un ataque al poseedor de balón, tratando de anticipar cada movimiento y sin rehuir lo más mínimo el contacto. Y esa actitud, más aún en un jugador perimetral, es oro para un equipo de la escuela D’Antoni en el que prima la velocidad. Para anotar rápido antes hay que recuperar el balón, mejor si es por sorpresa. Un cometido que Beverley acepta como suyo y que, unido a su mejor campaña reboteadora (6 por partido sin llegar al 1’85 de estatura), hacen de él un imprescindible en Houston.
El 4-1 ante la Oklahoma más personalizada en su viejo amigo Westbrook y el comienzo prometedor ante San Antonio no fueron suficientes. Los Rockets acabarían cayendo ante los Spurs en seis partidos y de nada sirvió la enésima demostración de carácter de Beverley. Hundido tras el fallecimiento de su abuelo la noche del cuarto partido, no solo viajó a San Antonio para vestirse de corto en el quinto, sino que firmó esa noche su mejor actuación en el tiro (20 puntos, 5/7 en triples). Por desgracia para él, lo hizo en la misma noche en la que Ginóbili decidió volver de su retiro y colocar a los Spurs a un paso de las Finales de Conferencia, el que dieron días más tarde en Houston y de la forma más dolorosa (por 39 puntos de diferencia).
La temporada acaba, pero su carrera tiene aún un largo recorrido. A sus casi 29 años y lejos de caer en el conformismo, Beverley disfruta de cada triunfo con la emoción del que padeció la derrota en sus carnes. 29 equipos de la NBA no quisieron saber nada de él, pero hubo uno que supo ser más listo. Él lo agradece. A su manera. Por curioso que parezca, es posible alcanzar la paz interior a base de declararle la guerra al mundo. Cada partido de Beverley lo demuestra.
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