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Perfiles NBA

Bobby Jones y un hogar inesperado

Los Sixers fueron un destino improbable para él, pero encontró su hogar. Una morada en la que ser convirtió en el complemento perfecto de la gran estrella

Getty Images

Entre carcajadas, como siempre, con aquella voz que parecía sacada de una película de dibujos animados, Darryl Dawkins definía la mejor cualidad de su por entonces compañero en los Sixers, el alero Bobby Jones: «Tiene unos brazos tan largos, que si está en la línea de pase, no hay nada que hacer».  Era la clásica alabanza formal, esa que al cabo de unas semanas se publicaría en las educadas guías oficiales de la liga. Sin embargo, cuando idéntica pregunta venía de un periodista con el que el gigante tenía verdadera confianza, no dudaba en responder de otra forma mucho menos política, pero sin duda más gráfica: «es el primer cabrón blanco que ha conseguido hacer un mate delante de mí».

Cuando Bobby Jones regresó a Filadelfia durante el All Star de 2002aquel celebrado en pleno apogeo de Allen Iverson como icono de la NBA– tuvo un problema al que no se había enfrentado durante sus ocho años como profesional en los Sixers. No tenía  idea de donde carajos aparcar su vehículo en aquel enorme aparcamiento de coches de lujo en el que se había convertido las inmediaciones del  First Union Center durante aquellos días. Después de unos minutos vagando, un muchacho de la organización, que aparentaba veintipocos años juzgándolo con dureza, se acercó al coche de Jones, que bajó la ventanilla inmediatamente. El chico no pudo contener una mueca de satisfacción cuando confirmó sus sospechas. «Ey, eres Bobby Jones. Deja tu coche aquí, yo me ocupo de cuidarlo todo el día»

Era poco probable que aquel muchacho hubiera vivido los grandes días de Jones como jugador en el viejo Spectrum. En el mejor de los casos, su recuerdo se limitaría a un viaje infantil acompañando a su padre en esas noches de locura ochentera. Y sin embargo, lo había reconocido sin dudar.  Quince años después de abandonar los Sixers, a Bobby Jones se le seguía amando en la ciudad del amor fraterno. Justo al contrario que cuando llegó.

El destino improbable para Bobby Jones

Si Jones hubiera elegido otra universidad que no fuera North Carolina, probablemente nunca hubiera alcanzado el mismo éxito profesional en su carrera.  A Chapel Hill llegó procedente de la diminuta South Mecklenburg un jugador relativamente talentoso, con capacidad para anotar en la zona y buenas dotes en el arte del tapón y el rebote. Cuatro años después , se habría convertido en un defensor de élite, tanto que su nombre apareció en el quinteto ideal de defensores de la NBA desde el año 1977 hasta 1984, ambos incluidos. Ocho temporadas que fueron el reflejo del espíritu de lucha y superación que encontró -e hizo suyo- en su época como Tar Heel.

Bobby se estaba convirtiendo a ojos vista en un valor en alza de North Caroline, al punto de que sus actuaciones lo llevarían a formar parte del combinado olímpico que actuaría en Munich, aquel capítulo negro del baloncesto norteamericano en el que muchas cosas comenzaron a cambiar para siempre.

Aquel año de 1972 fue especialmente complicado para Jones, que, además de quedar marcado para siempre por pertenecer al combinado derrotado por los soviéticos, sufrió su primer ataque epiléptico, un problema que se repitió durante sus primeros años como profesional en Denver y que no pudo atajar hasta que encontró una medicina efectiva a su enfermedad, algo que sucedió después tres violentas sacudidas que habían colocado su carrera al borde del precipicio. Quizá ese espíritu de sacrificio extremo, la sensación de que cada jugada en la que participaba fuese la última en la que lo hacía, nacía como consecuencia de lo cerca que vislumbró su retirada durante aquellos primeros setenta.  Si Bobby había mejorado tanto como jugador gracias a las enseñanzas que Dean Smith le había transmitido en Carolina, su fuerte personalidad fue le sirvió como motor para seguir adelante aquellos complicados años. Su carrera ya estaba preparada para el siguiente nivel.

«Cuando llegué a Carolina, empecé a aprender conceptos como juego de pies, anticipación y ayuda en el lado débil. Entonces comprendí todo lo que podía hacer por mi equipo en el plano defensivo.»

Ese nuevo capítulo no estuvo claro donde se escribiría hasta bien entrado 1974. Tras su graduación, fue seleccionado por los Houston Rockets con el número cinco de la primera ronda del draft, y por los Carolina Cougars de la ABA con el número 1 de un selección denominada «de circunstancias especiales». Este tipo de elecciones eran relativamente habituales en la divertida pero desorganizada ABA, y se podría resumir con un «consigamos los mejores jugadores a toda costa».

Todavía andaba Bobby decidiendo su destino cuando los Cougars traspasaron sus derechos a los Denver Nuggets, entrenados por un entrenador con fama de amante de la defensa y cierto prestigio universitario, que respondía al nombre de Larry Brown. De repente, Bobby acababa de hallar una respuesta a su gran pregunta.

Cuarenta años después, parece complicado entender que un jugador decidiese pasar de la NBA por enrolarse en una competición con tantos tintes circenses y dudas como era la ABA, que además, ya había comenzado su lenta pero inexorable agonía. Sin embargo, deportivamente, Jones estaba cargado de razones para hacerlo. Brown le había prometido un puesto de titular en los Nuggets desde el primer momento -no faltaría a su promesa- y el estilo de Denver, un oasis defensivo frente al caótico juego del resto de equipos de la liga convenía más a un jugador del estilo de Jones, que sumó puntos y defensa consistentemente a un equipo que llegaría a las finales de 1976, la última de una competición que ya estaba oficialmente en bancarrota por entonces.

«Era una situación angustiosa, nunca sabías cuando te iban a pagar. El All Star de 1976, en el que jugué, fue nuestro equipo contra un combinado del resto, era como jugar en familia.»

Cuando la loca aventura de la ABA terminó por echar definitivamente la persiana,  los Denver Nuggets fue una de las cuatro franquicias absorbidas que pasarían a jugar en la NBA al año siguiente. Los de Brown demostraron que su nivel era el suficientemente bueno como para plantar cara a los mejores equipos de la NBA, tanto como para lograr un par de títulos de la división del Medio Oeste, con un papel destacado de Bobby Jones, que no faltaría durante aquellas dos temporadas a su cita con el partido de la estrellas, aunque en esta ocasión sin el balón tricolor en juego. El paso de una competición a otra había resultado un éxito moderado para la franquicia, y Jones era un jugador consolidado de 26 años y mucho futuro por delante.

Nada de eso sirvió para que fuera abucheado durante la presentación del primer partido de la siguiente temporada, en la que sería la primera con la camiseta de su nuevo equipo, los Sixers de Filadelfia.

Comenzar con mal pie

Un timo. Así calificaban los aficionados de los Sixers el traspaso que acababa de hacer su equipo, y no precisamente a su favor. Filadelfia había enviado a Denver a la mítica estrella George McInnis, un anotador que tan solo un año antes había liderado a su equipo hasta las finales contra los Blazers. A cambio recibirían a Jones y a Sampson, dos jugadores sólidos, entregados en defensa, pero lejos del perfil de estrella de George. En perspectiva, la operación tenía sentido al ponderar la avanzada edad de McInnis. Sin embargo, el cariño de del público hacia George, al contrario que su rendimiento, no se había resentido, y Jones pagaría involuntariamente un alto peaje como principal contraprestación en la traición al mito.

Pese a los abucheos iniciales, pronto Jones se convirtió en una de las piezas claves sobre las que se fueron forjando aquellos legendarios Sixers que se alzarían con el título del 83.  El alero era el complemento perfecto para que reluciera el brillo de los Julius Erving, World B. Free, Joe «Jellybean» Bryant o Darryll Dawkins.  Mientras ellos ponían el talento, Bobby era el especialista defensivo que llegaba a todas las ayudas, luchaba cada pelota como si fuera la última y rebañaba cada rebote que escupía el aro. Eran tan distinto a sus compañeros, que hasta tuvo problemas en adoptar el estricto código de etiqueta que impuso su entrenador Billy Cunningham durante los viajes. A Jones, criado en el campo y educado en la rural Carolina, nunca le gustó la corbata y el traje durante los viajes, lo que le costó más de un enfado con su entrenador, y las bromas de sus compañeros, adaptados al estilo comospolita de Filadelfia y que marcaban estilo también fuera de la cancha. Sin emargo, detrás de esas chanzas se escondía un cariño y aprecio sincero, como demuestran las palabras de Cunningham.

«Nunca vi a un jugador, excepto a quizá Russell o Chamberlain, ganar tantos partidos desde la defensa. No existía el «yo» en su vocabulario, fue el perfecto jugador de equipo.»

Esa labor de equipo no privó a Jones de un merecido reconocimiento individual. Regresó al partido de las estrellas en dos ocasiones más (1981 y 1982) demostrando que, aunque de otra forma, pertenecía por pleno derecho a la clase noble de la liga. Preguntado por un periodista si un jugador gregario como él no se sentía fuera de lugar en un partido así, contestaría con un seco, rotundo y seguro «no», que, acompañado con una mirada severa, dejó al reportero sin ganas de una segunda ronda.

El gran premio para la carrera de Bobby Jones se produjo en aquel inolvidable año de 1983, en lo que sería el último título conquistado para la ciudad que celebró la independencia de Estados Unidos. «El sentimiento que teníamos era de que si no éramos capaces de hacerlo ese año, no tendríamos otra oportunidad.» Ese anillo sirvió como justificación de toda una carrera, y lo elevó definitivamente a los altares del aficionado sixer. Un lustro después de ser abucheado en su primer partido, se había convertido en el jugador más querido de la plantilla después del Doctor J. Solo dos años después, y con la sensación del deber cumplido, se retiraría. La pujanza de los Celtics y los Lakers amenazaba con borrar cualquier atisbo de resistencia durante los ochenta, y Jones decidió que era el mejor momento para abandonar la batalla. Meses después su número 24 colgaría del techo del Spectrum, testigo de una época irrepetible para una ciudad que lo consideraría, ahora sí, como un de los suyos para siempre.

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