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Reflejos

La fantasía oculta del Madison: en busca de Jordan

¿Michael Jordan y los Knicks? ¿Era posible? ¿Era realmente posible?

11 de mayo de 1996.

Tras perder los dos primeros partidos en Chicago, los Knicks buscan recuperar el equilibrio de la serie imponiéndose en su estreno como locales. La tarea se antoja mayúscula, puesto que en frente tienen al que es el equipo más motivado de la liga, comandado por el que todavía es el mejor jugador del mundo. Sin discusión posible.

Con minuto y medio por jugarse, y el Madison recreándose en un frenesí de locura colectiva, los Knicks lideran el marcador con ocho puntos de ventaja. Pueden palpar el triunfo con la yema de los dedos, lo tienen prácticamente hecho, pero entonces… entonces aparece él.

El de siempre.

Pippen captura un rebote ofensivo crucial, la bola empieza a rotar de lado a lado, y llega a un Jordan completamente liberado que convierte el triple ante la inútil carrera de Starks. Chicago Bulls se pone a cinco.

Un par de posesiones después, Jordan va leyendo tranquilamente la jugada hasta situarse en zona frontal. Busca encarar al todoterreno Mason en uno de sus particulares aclarados. En un primer momento inicia la penetración hacia el aro, pero Mason logra anular con éxito la embestida. Frena en seco, da un paso hacia atrás, y ejecuta la finta de tiro. Mason pica. En ese instante, y con su par inicial fuera de juego, aparece el pegajoso Starks para hacer la ayuda. Entre dos escudos humanos dispuestos a bloquearle, Jordan se ve obligado a improvisar en el aire y convertir un tiro en suspensión fantástico. A tres.

Penúltima posesión de partido. Con veintidos segundos por jugarse para que finalice el encuentro, Jordan realiza uno de esos tiros que parecieran haber nacido de la épica homérica. Como un Aquiles negro, salvaje y llevado en volandas por el capricho de los dioses, encesta un triple en movimiento ante la dura defensa de Derek Harper, maestro y verdugo del contacto ilegal.

Canasta. Chicago ha logrado empatar el partido y en última instancia forzar la prórroga.

En el tiempo extra se mantendría la misma tónica. Cada vez que New York anotaba, aparecía su majestad del aire para salvar del aprieto a su equipo. Un lanzamiento desde el poste bajo, una visita a la línea de los tiros libres, un rebote ofensivo capturado tras fallo propio. Cualquier esfuerzo era válido para guiar a los suyos en busca de una remontada histórica que, efectivamente, se concretaría en 99-102 a favor de los Bulls.

Una vez más, Jordan – 46 puntos – le había amargado la velada al Madison Square Garden, escenario y afición con la que había desarrollado la relación de amor-odio más icónica del deporte profesional norteamericano. Desde que hiciera su presentación oficial en la Gran Manzana allá por noviembre de 1984, parecía que Jordan se había tomado como un reto personal maravillar con su incontestable talento al personal neoyorkino. Unas veces aplaudido merced a sus impresionantes acrobacias, y otras defenestrado como enemigo público número uno. Porque, para los Knicks, Jordan representaba una especie de apocalipsis negro, un escollo insalvable que les impedía el acceso a la tierra prometida, y que por contra les condenaba al eterno purgatorio. Por si fuera poco, era doblemente doloroso recordar que dicha condena la aplicaba uno de los suyos, venido al mundo en el mítico Brooklyn pero criado desde bien temprano en North Carolina.

Así las cosas, y tras cerrar la serie en el quinto partido, los Bulls pasarían a jugar Finales de Conferencia ante la Orlando del dúo Hardaway-O’Neal; los Knicks, por su parte, pondrían fin a una de sus temporadas más extrañas en años. Tras cerrar la productiva relación con Riley en el verano anterior, contratarían a Don Nelson como entrenador jefe para aquel curso 1995-1996. Un cambio de rumbo excesivamente drástico en cuanto a mentalidad y estilo que los buques insignia del vestuario no terminarían nunca de entender. Parecía contranatura pretender jugar ahora un estilo fresco, dinámico y ofensivo, tras un lustro configurando una plantilla con vistas a hacer precisamente lo contrario. Para Ewing, Oakley, Mason, Harper, Starks y compañía, el baloncesto de contención, disciplina, fuerza y fango se había convertido casi como en una filosofía existencial. A estas alturas de sus respectivas vidas, y con el adn diseñado para tales menesteres, renegaban ya de intentar cambiar.

Bajo tal panorama, en marzo de 1996 Don Nelson sería cesado de la disciplina neoyorkina, y sustituido por un conocido del Garden. Forjado en la cultura de los Knicks gracias a sus labores como asistente de Stu Jackson, John MacLeod, Pat Riley y el propio Nelson, el ínclito Jeff Van Gundy tomaría las riendas como nuevo entrenador del equipo. Su objetivo, desde el primer día, sería recuperar el viejo estilo de Riley pero incorporando y añadiendo ciertos retoques personales. No obstante, el socorrido parche apenas lograría maquillar el curso, puesto que los Knicks terminarían la temporada con un mediocre record de 47 victorias y 35 derrotas, el peor en cinco años, y que en suma les obligaba a transitar demasiado pronto por el lado del cuadro que comandaba Chicago. Lógicamente, aquella temprana eliminación en semifinales de conferencia les obligaría a pensar, casi inmediatamente, en el futuro más próximo.

El verano de 1996 haría temblar los mismos cimientos de la liga por la cantidad de factores que entraron en juego de manera paralela. A la posibilidad de conseguir un segundo oro consecutivo en los JJOO de Atlanta, se le sumaba la llegada de una camada de jóvenes talentos como pocas veces se había visto en el draft, y una lista de agentes libres formada por algunos de los nombres más ilustres del universo NBA. Un mercado agitado y tumultuoso por el que figurarían astros de la talla de Shaquille O’Neal,  Juwan Howard, Gary Payton, Reggie Miller, Kenny Anderson, Allan Houston, Alonzo Mourning, Dikembe Mutombo y sí, también Michael Jordan. Esta última la pieza más cotizada de todas. Además, otros jugadores como Larry Johnson o Charles Barkley se verían envueltos en diversas operaciones a pesar de no partir con la condición de agentes libres. El nuevo acuerdo televisivo firmado entre la NBA y la NBC para la temporada 1995-1996 había aumentado, por otra parte, el margen de maniobra salarial de las franquicias. Todo hacía indicar que se avecinaban tormentas.

La estrategia negociadora de los Knicks, liderada principalmente por su GM Ernie Grunfeld, se caracterizó desde el principio por su notable agresividad. El hecho de contar con un espacio salarial aseado les aportaba maniobrabilidad para hablar de todo y con todos, pero siempre mirando de reojo a su objetivo principal:

«Queremos conseguir a una fuerza anotadora consistente. Esa es nuestra tarea primordial.»

El mensaje, y las intenciones, no podían estar más claras.

Jordan y los Bulls, por su parte, ultimaban la resaca pos campeonato de junio, uno que habían logrado tras romper el record histórico de la liga en temporada regular: 72 victorias y 10 derrotas (que permanecería intacto hasta el 73-9 de los Golden State Warriors dos décadas despues), y arrasar en postemporada. Su regreso a la élite del baloncesto era una realidad incontestable, y su estatus como mejor jugador del planeta tierra resultaba difícil de negar. Muchos se atrevían ya a catalogarle como el más grande de todos los tiempos, y a juzgar por los hechos venideros, no andaban desencaminados.

En la visión panorámica de Jordan, por otro lado, ser el mejor llevaba aparejado también imponer su ley en todos los aspectos de su vida deportiva, no solo en relación a lo que ocurría estrictamente en cancha. Era como si necesitara conquistar todas las cimas imaginables para no dejar duda sobre su condición como rey de la manada. Una de esas cimas, tal vez de las más importantes, era la económica.

En el verano de 1988, MJ había firmado con los Bulls un contrato absolutamente revolucionario para la época: 25 millones de dólares por ocho años de servicios. El fenómeno de los megacontratos firmados a novatos en los albores de la nueva década, sin embargo, había logrado inflar el mercado hasta tal punto que el viejo acuerdo con Jordan quedaba ya un tanto anticuado. Los noventa suponían una nueva era respecto a los salarios deportivos, tal y como indicaba la reconfiguración de la normativa CBA (Collective Bargaining Agreement), una que venía a sacudir para siempre la propia estructura de la competición. El escolta de los Bulls aspiraba, por derecho propio, a mucho más.

Durante años, la gerencia deportiva de Chicago, liderada por el propietario Jerry Reinsdorf y el GM Jerry Krause, se habían negado a romper el contrato de Jordan en mitad de la estacada y renegociar uno nuevo. Lo más que le podían ofrecer eran algunas extensiones exponenciales como habían hecho los Knicks con Ewing. Un recurso que no agradaba particularmente al astro de los Bulls, y que a pesar de soportar con notable estoicismo, no desestimaba en recordar cada vez que podía. Su siempre tensa y complicada relación con Krause, por otra parte, tampoco ayudaba. Como gesto de buena voluntad, los Bulls le habían pagado el salario íntegro durante su retirada para probarse en el baseball, pero el verano de 1996 supondría la fecha límite dada por Jordan y su agente, David Falk, para poner fin a un problema enquistado en el tiempo. No dudaría en usar su estatus como agente libre para presionar todo lo posible y más allá.

En medio de todo el ajetreo aparecerían los Knicks tratando de pescar en río revuelto. Trataban, eso sí, de conseguir a un tiburón blanco y para ello necesitarían emplear todo el cebo a su alcance. Aunque no pudiera confesarse abiertamente, durante años la escuadra neoyorkina había cometido el pecado de anhelar secretamente a Jordan, uno que de paso compartían con casi todas las franquicias existentes. Resistirse al deseo de conseguir al mayor astro deportivo jamás habido (con permiso de Ali) era imposible, casi como rechazar un trago de agua tras haber transitado por el desierto más abrasador. Aquella era la oportunidad que estaban esperando.

Dos años antes, en 1994, el todopoderoso entramado de las telecomunicaciones, ITT-Cablevision, compraría el Madison Square Garden y todas sus propiedades por unos estimados 1.1 billones de dólares. La adquisición suponía también el adueñarse de las franquicias deportivas que actuaban en dicho escenario, los Rangers de la NHL y los Knicks de la NBA, y la red MSG, que ostentaba los derechos audiovisuales de los equipos deportivos que representaban a la ciudad. Por otra parte, ITT-Cablevision terminaría comprando también Sheraton Hotels, una de las cadenas hoteleras más famosas y lujosas del mundo. El músculo económico con el que contaban ahora los Knicks, por tanto, resultaba fortísimo. Dave Checketts, presidente del Madison Square Garden, le espetaría a Grunfield y su equipo un contundente:

«Podéis utilizar todo el espacio salarial que queráis».

La frase, obviamente, iba dirigida por Jordan.

Una primera llamada a Falk, que seguía con atención las intenciones de los neoyorkinos, serviría para dibujar la oferta. El acuerdo debía concretarse de la siguiente manera:

Unos 12 millones de dólares del espacio salarial de Knicks debía ir para Jordan, y otros 15 millones se le pagarían en concepto como representante y portavoz de ITT-Sheraton Hotels. En total, la cifra final debía superar con creces los 25 millones, aunque repartidos de manera separada. En principio, se podía esperar que la NBA considerara este tipo de operaciones como un intento de evitar el tope salarial (y, en efecto, así era), invalidándola o integrándola en última instancia en el presupuesto general del equipo (lo que dejaría a los Knicks fuera de juego); pero debido a la situación legal única del propio Jordan, que le diferenciaba de cualquier otro jugador en términos comerciales, aquel recurso parecía poder tener validez a ojos de Stern.

El plan de los Knicks, motivado por el poder de su entramado mercadotécnico, tal vez funcionara.

Cuenta la leyenda, narrada por el mítico Sam Smith (periodista especializado de los Chicago Bulls durante décadas), que tras esa fructuosa conversación, David Falk realizaría una llamada a las oficinas del United Center. Al otro lado, escuchaba Reinsdorf:

«Acabo de hablar con New York y ya hay un acuerdo puesto sobre la mesa. Alrededor de 25 millones de dólares. Tenéis un día para igualar o mi cliente se marchará de los Chicago Bulls.»

De pronto, una angustiosa inquietud se apoderaría de la gerencia deportiva. ¿Realmente iban en serio? Sabían que ningún equipo de la liga estaba en condiciones de ofrecerle más de 10 o 12 millones de dólares a Jordan, pero aquella operación, por su propia naturaleza, superaba con creces cualquier expectativa. Podían arriesgarse y esperar que el comisionado de la NBA la anulara o torpedeara, pero dadas las especiales circunstancias, y teniendo en cuenta la magnitud del jugador, parecía un riesgo demasiado alto. Por otra parte, sabían de los intereses de Jordan por invertir tiempo y dinero en la ciudad que nunca duerme. Planeaba, desde hacía tiempo, abrir en Grand Central Terminal (estación de ferrocarriles de New York) una franquicia de restaurantes especializados en carnes a la brasa que llevaría por nombre Michael Jordan’s Steakhouse. Aquella aventura comercial supondría crear un espacio gigantesco dedicado a la cocina, con acomodaciones especiales, amplias terrazas, y un servicio exquisito. En New York, por otra parte, jugaban Patrick Ewing y Charles Oakley, dos de los mejores amigos de Jordan en la liga. Otro factor importante a tener en cuenta.

Al final, los Bulls decidirían transitar por el camino más seguro, y fuera o no un farol aquella llamada de Falk, el 13 de julio (menos de 24 horas después) saldrían con una colosal oferta de 30 millones de dólares por un año para retener a Michael Jordan. La mayor cifra anual ofrecida nunca en la historia del deporte norteamericano hasta ese momento. El contrato además, y al ser de un solo año, permitía a Jordan la posibilidad de retirarse, renovar o renegociar uno nuevo para el verano siguiente (opción esta última que sería la que acabaría tomando).

Jordan, por supuesto, firmaría.

«De esta manera nos aseguramos que Michael pueda discutir con nosotros, de manera apropiada, lo que conviene acordar tras cada temporada. El deseo de Michael por conseguir contratos de un solo año resulta refrescante, en esta era donde la mayoría de atletas buscan obtener contratos jugosos que duren más allá de sus años productivos.»

Las palabras de Reinsdorf en rueda de prensa suponían un guiño de confianza hacia su megaestrella, una forma de normalizar las relaciones presentes para evitar repetir tensiones en el futuro. También era la confirmación, directa o indirecta, de que Michael seguía siendo el deportista más poderoso del mundo. El más capaz de todos para manejar su propio destino.

En cualquier caso, las supuestas presiones del dúo Falk-Jordan habían obligado a los Chicago Bulls a actuar con una premura que, en cierto modo, les había resultado beneficiosa. Michael Jordan, por tanto, sería el primer gran agente libre de 1996 en cerrar su caso, evitando así alargarlo en el tiempo y atraer más depredadores. Y menos mal, porque eso permitiría tomar un profundo respiro de alivio al entorno de Chicago, y centrarse exclusivamente en resolver los asuntos contractuales de otros miembros clave del equipo como Dennis Rodman. Tarea siempre espinosa, dicho sea de paso.

Por su parte, los Knicks se verían obligados a emplear el plan B y C de cara a reforzar la calidad de su plantilla. Realizarían intentonas por Reggie Miller y Charles Barkley, aunque fracasadas; conformándose en última instancia con Larry Johnson y Allan Houston. Dos buenos jugadores, muy buenos de hecho (aunque el rendimiento de Johnson en los Knicks decepcionaría debido a problemas físicos), pero poca cosa comparado con los nombres bajarados desde un primer momento.

El resto de la liga, en mayor o menor medida, sufriría su propio terremoto. Barkley terminaría formando un proyecto ambicioso con Drexler y Olajuwon en Houston; Alonzo Mourning (también cliente de Falk) firmaría una renovación con Miami cifrada en 105 millones/7 años; Juwan Howard haría lo mismo con Washington tras un traspaso inicial a Miami vetado por la liga; los Sonics sorprenderían a todos ofreciendo 33 millones/7 años a un jugador de poco talento como Jim McIlvaine (y que en última instancia provocaría el enfado de Kemp y su marcha al año siguiente); Dikembe Mutombo firmaría por unos 50 millones/5 años con Atlanta Hawks; y por último, y no menos importante, Shaquille O’Neal protagonizaría la bomba del verano merced a su fichaje por los Lakers, cifrado en 120 millones/7 años. Un número importante de estrellas, en resumidas cuentas, cambiarían de destino en aquel mágico verano de 1996. Casi todas menos una. La más importante de todas.

Porque al final, y en el corto plazo, la operación entre Jordan y los Bulls significaba que en la práctica todo seguiría igual. Los Bulls repetirían campeonato en aquella 1996-1997, arrasando de nuevo por el camino, y Jordan se volvería a llevar el MVP de las Finales (el MVP de la liga regular iría para Karl Malone). Y es que, pese a la inestabilidad generalizada del mercado, pese a los numerosos esfuerzos y el siempre complicado calibraje salarial, pese a las idas y las venidas, y pese al incontrolable furor de los despachos, Michael Jordan seguía vistiendo los colores rojo, blanco y negro. Al menos un año extra. Y frente a eso, no había mayor garantía de éxito.

Al menos durante dos temporadas más (hasta su segunda retirada en 1998), Michael Jordan mantendría fielmente su rutina habitual, la seguida durante casi década y media: martirizar al Madison con su derroche de épica, competitividad y talento. Hasta que decidiera poner fin por sus propios medios, no había manera real de evitar aquel dominio. Y cada vez que se enfrentaban, eran perfectamente conscientes de que aquel hombre, de porte ganador y canon perfecto, amenazaba siempre con romper sus esperanzas en mil pedazos.

Pero ¡ay!, qué cerca estuvieron de saber lo que sentía el otro lado. Por un día, tan solo horas quizá, fantasearon con poder hacerlo.

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