Existe un pub en pleno corazón de Edimburgo llamado The Last Drop. “La última gota”. Cuenta la tradición escocesa que era la última parada de los condenados a muerte, ejecutados en la horca en la misma plaza de Grassmarket. Una última voluntad concedida antes de exhalar su último aliento. Literalmente.
Un último trago que a menudo también querrían degustar los deportistas. Ese instante antes de mirar de frente al patíbulo. La oportunidad de purgar los pecados antes de engrosar el cementerio de estadísticas y nombres que se agolpan inertes cada año en los registros de la liga.
Un último trago para redimir una vida dedicada al deporte. Una suerte de redención y despedida a una carrera efímera y fugaz. Por las infinitas horas de la infancia entrenando para llegar a ser profesional, y no digamos ya una estrella. Un último trago por todos los sacrificios personales, las jornadas agotadoras y una vida que ha girado siempre en torno al deporte. Todo por ese sueño que todos tuvimos alguna vez en nuestras vidas. De niños y no tan niños. Un último trago antes de la ejecución.
Porque todo ese esfuerzo era, sencillamente, por llegar. Por alcanzar la primera cima, uno de los catorce ocho mil que esperan a un deportista en su vida como deportista de élite. Tanto entrenamiento y sacrificio para unos diez, quince o, siendo ya muy longevos, veinte años de profesionalismo. Algo menos de un cuarto de sus vidas. Y luego, el salto al vacío. El abismo entre una vida dedicada al deporte y la temida jubilación. Porque a los 35 o 40 años una persona aún tiene más de media vida por delante.
Nuestra atención suele centrarse en los oscuros avernos de la retirada. En ese después, concebido casi como un “más allá”. En todas esas historias de deportistas arruinados económicamente o hundidos en depresiones, incapaces de saber gestionar sus vidas. Y apuntamos a las medidas para ayudarles en esa transición, pero la raíz de los problemas suele ser siempre la misma: las deficiencias en la educación y los contextos sociales.
Pero, ¿qué pasa cuando un jugador es, entre comillas, obligado a retirarse? ¿O si el atleta considera que su vida útil aún no ha finalizado pero el teléfono ya no suena nunca más? ¿Qué pasa cuando las oportunidades se acaban antes de que un deportista se haya podido mentalizar siquiera para la transición hacia la retirada? ¿Cuando su cabeza aún pide más, sin escuchar a su maltrecho cuerpo o simplemente es incapaz de aceptar el fin de sus días?
Hoy ponemos nuestra atención en todos esos veteranos. En aquellos jugadores sobre los que recae el silencio y, en algunos casos, incluso, la losa pública de la crítica. Porque algunos tendrán la bendición de elegir cuándo poner fin a sus días. Otros seguirán ligados al deporte o tendrán una placentera vida descubriendo nuevas inquietudes o negocios. Pero muchos no tendrán esa suerte. Y no debemos olvidar que son personas y que es, seguramente, una de las etapas más frágiles de sus vidas.
Melodrama parte II
Esta realidad es intrínseca a cualquier deporte. Pero valga el ocaso de Carmelo Anthony para ilustrarla. Para recordar el paso efímero del tiempo y comprender mejor muchas de las decisiones de esos profesionales durante sus carreras.
El caso de Carmelo Anthony tiene muchas lecturas. De hecho este artículo se centra en el propio Melo y esta etapa dentro de su carrera. Una etapa que quizá ha encontrado en Anthony su versión más salvaje, pero que tantos veteranos, fuesen estrellas o no, han sufrido superando la treintena.
Escribía recientemente Kelly Iko en The Athletic que Melo está actualmente en “el purgatorio de la NBA”. En tierra de nadie, incapaz de volver y, al mismo tiempo, de retirarse. De hecho, a finales de noviembre lanzaba su propia línea de ropa, un proyecto personal en el que llevaba tiempo trabajando. Y pensar en su transición hacia la “vida civil” se torna inevitable, pero Melo aún no ha dicho su última palabra. De hecho, no ha dicho ninguna desde que fuera cortado por los Rockets. Solo ha concedido una entrevista a The Undefeated para hablar de su nuevo negocio, sin aceptar preguntas deportivas.
Mucho se ha escrito ya sobre las posibles ofertas que pueda tener o en qué contexto podría encajar. No es propósito de este artículo hacer conjeturas, sino tratar de entender el cúmulo de situaciones que llevaron a Melo a adentrarse en los subterráneos de la NBA. Otra de esas historias de auge y caída que la prensa espera endulzar con una posible redención.
Quizá el contexto que acompaña a Carmelo ha sido especialmente tóxico. Como dice John Lucas, entrenador de desarrollo en los Houston Rockets, “le persigue su sombra. No es él, es su aura”. Melo sale de los Knicks por la puerta de atrás y a la fuerza. En aquel momento New York se entrega en cuerpo y alma a Porzingis y manda un mensaje a su (ex) estrella: se acabó. Ya no había sitio para el contrato y el ego de un Anthony incapaz de aceptar cualquier rol que no fuese el de comandante en jefe del vestuario y los esquemas ofensivos. De hecho ambos necesitaban romper y empezar de cero. Y todo ello con la situación enquistada por su prohibitivo contrato y su cláusula anti-traspaso.
Ya entonces la espada de Damocles pendía sobre Melo y su actitud era otro bloque de hormigón al que encadenarse antes de lanzarse al mar. Presti se ofreció a pagar el rescate para formar un teórico “súper equipo” que a todas luces era disfuncional. Y desde luego seguir imponiendo sus exigencias de estrella en lugar de tratar de adaptarse haría imposible cualquier tipo de convivencia. Carmelo estaba sellando su sentencia.
Aún le quedaría el beneficio de la duda. Quizá el contexto no fuera el propicio. Quizá podría rendir en otro escenario. Y aunque él mismo supiera que los Rockets distaban de serlo, tanto él como Morey traicionaron todos sus principios para darse la mano en una misión suicida. Ninguno tenía otra opción. El verano de Morey en los despachos fue nefasto y puso la guinda con Melo aun a sabiendas, con todo su arsenal de datos en la mano, que Carmelo encajaba en su proyecto como un cuadrado en el hueco de un triángulo. Anthony, sencillamente, no tenía más opciones.
El experimento acabó con Carmelo despedido y como único damnificado, con su carrera NBA prácticamente acabada, firmando por el mínimo y con su imagen como jugador arrastrada por la liga. No obstante, ha sido precisamente en esa corta etapa cuando ha mostrado visos de cambio. Aceptó finalmente otro rol a la par que D’Antoni hacía lo humanamente posible por integrarle a la estructura de los Rockets. Las piezas del puzzle, sencillamente, no encajaban y el divorcio fue necesario para ambas partes.
Aun con todo, ya nada cambiaría la percepción general entre los general manager de la liga. ¿Cómo arriesgar con Melo cuando solo representa un quebradero de cabeza para entrenadores y managers? ¿Se la jugaría un contender a firmarle en busca de mejorar su equipo arriesgando la química de su plantilla? Además, el baloncesto moderno ha engullido su estilo y la transición no ha favorecido a su talento. Otra víctima más presa del darwinismo baloncestístico. ¿Apostaría un equipo de jóvenes como mentor? ¿Algún aspirante a Playoffs para reforzar su rotación? Difícil de pronosticar. Pero si ya es difícil encontrarle acomodo sobre la pista, hacerlo en el vestuario tampoco es tarea sencilla. Melo no es un veterano que ejerza de tutor con los jóvenes. No es Nowitzki, ni Carter, ni Parker. Tampoco una voz que ejerza de líder. Y aunque se haya resignado a aceptar otro papel como veterano, sigue demandando su dosis de protagonismo y minutos.
Y, por supuesto, no han faltado las voces que se han sumado a opinar sobre lo que Carmelo debe o no debe hacer. Quizá la más dura, pero sincera, fuese la de Tracy McGrady, quien le recomendó retirarse, sin acritud alguna, sino hablándole desde lo más profundo de sí mismo: “Honestamente, creo que Melo debería retirarse. No quiero que pase por otra situación como ésta, en la que la gente simplemente está llenando de negatividad su legado”, explicaba Tracy McGrady en The Jump. “No creo que haya funcionado en los últimos dos años. Melo, tienes una carrera de Hall of Fame, sigue adelante y déjalo pasar. Yo cometí ese error, no quería parar, pero ahora lo veo distinto”.
Lo que Melo es, pudo ser y nunca fue
La única realidad es que nadie sabe qué pasa por la cabeza de Carmelo Anthony actualmente. Quizá sus más íntimos, los mismos que salieron a defenderle tras ser cortado por los Rockets, se hagan una idea. Wade, Chris Paul, Harden, e incluso Irving le tiraron un capote en plena crisis de los Celtics. Y más recientemente su amigo LeBron James dijo públicamente que le quería en sus Lakers. Aunque por mucho que no fuese su intención, sus palabras sonasen más a limosna que a oportunidad. Porque es imposible romper esa percepción sobre Melo.
Es su única realidad. Mucho se ha especulado sobre lo que podría haber sido Carmelo Anthony. Ahora que miramos atrás, con retrospectiva, con la frialdad que solo la distancia que impone el paso del tiempo puede ofrecer, nos planteamos si su carrera hubiera acabado de igual forma si no hubiese ido a parar a contextos tan disfuncionales. Desde los propios Knicks, a los Thunder o la vanguardia de los Rockets.
McGrady terminó dando tumbos por la NBA. Igual que Stephon Marbury, en un caso que recuerda al actual Anthony. Marbury, en su día, aceptó la oferta de los Celtics. Un contrato que llegó solo gracias a su amigo Kevin Garnett, quien intentó rescatarle del purgatorio. Como LeBron intenta ahora. Marbury decidió no renovar otra temporada con los Celtics y prefirió emigrar a China para seguir siendo un ídolo de masas.
Otro fue Amar’e Stoudemire, compañero de Anthony en los Knicks, quien terminó en Israel siendo copropietario del Hapoel y jugador de su club. Otros como Deron Williams sencillamente agotaron toda oportunidad habida y por haber. Y otros, como Karl Malone, Steve Nash o David West buscaron en sus últimos años el anillo que no pudieron lograr en su plenitud como estrellas uniéndose a equipos aspirantes.
Cada veterano tiene su historia. Lesiones, jugadores díscolos, carreras marcadas por sus malas cabezas o, sencillamente, mala fortuna. Pero a todos les une el no haber podido acabar sus carreras como les hubiera gustado. No eligieron cuándo retirarse. Ni dónde. Apenas un puñado de jugadores en la historia tiene esa suerte. Otros como Wade, Garnett o Pierce, por mencionar tres casos recientes, recondujeron el tramo final de sus trayectorias para terminarlas a la altura de su legado. Todos afrontaron ese mismo paso decisivo de saber que ya no eran estrellas en la liga, sino veteranos.
Algunos de ellos tienen incluso tienen carta blanca de sus franquicias para seguir hasta que digan basta. Y quizá ese sea el contexto que ha faltado a Carmelo Anthony. Melo no es Dirk Nowitzki. No es Duncan ni Ginóbili. Ni siquiera es Vince Carter, que con sus 42 años sigue teniendo ofertas cada año de distintos equipos. Tampoco es Kobe, aunque quizá su contexto sea el que más se asemeje a Melo.
Si Anthony hubiera dado algún anillo a los Knicks quizá no habría estado deambulando este par de años como un fantasma. Quizá incluso si hubiera aceptado dar un paso atrás a tiempo aún sería jugador de los Knicks. Kobe al igual que Melo, no lo hizo. También tenía un contrato salvaje e incluso se tomó su última temporada fue un tour de despedida a costa de hipotecar el futuro a corto plazo de los Lakers sin importarle lo más mínimo. La diferencia entre Kobe y Melo está en que uno de los dos se había ganado a pulso jugar sus últimas cartas a gusto personal antes de jubilarse. Carmelo nunca estuvo en esa situación.
La NBA, al final, se basa únicamente en jerarquías. En códigos no escritos que van más allá del mismo negocio. Es el ADN de la competición. La jerarquía de Kobe, de Wade, de Dirk, de Duncan… Era incuestionable. Las franquicias cargan con ellos. Hay casos “soft” como Dirk o Duncan, mirando por el bien del equipo. Y otros como el de Kobe y su ego. Pero en todos los casos sus equipos respetan su palabra como deuda a todos los años de gloria que les han brindado. Carmelo nunca tuvo ese estatus. Nunca se lo ganó en su carrera. Y por eso terminará engrosando esa amarga lista de quienes no fueron obsequiados con ese último trago de despedida.
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