¿Todavía rizaban las aguas del río Charles los últimos ecos del rugido de que todo es posible cuando, alejándose del atronar de la artillería de corcho y de la lluvia de burbujas doradas, Glenn Rivers, puro en mano, se dirigió hacia su oficina.
Sería una decisión que a posteriori lamentaría porque su sitio, en aquel momento único, debería haber sido el vestuario, celebrando con sus chicos. Pero el cóctel de sentimientos que bullían en su corazón desde la muerte de su padre, apenas unos meses antes, y que la vorágine de la temporada NBA no le había permitido digerir, exigía en ese instante alejarse de los focos, un poco de soledad para ordenar sus pensamientos.
Una vez en el despacho y asordinado por la puerta el sonido de la fiesta verde, se derrumbó en su silla y, exhalando un profundo suspiro, lo primero que se dijo a sí mismo, fue “Dios, ¡qué duro es ganar!”.
Ganar, eso era lo que le había llevado en un principio a entrenar, el intentar conseguir el anillo que, como jugador, no había tenido la oportunidad de poner en su dedo. Ganar, esa hambre de volver a competir que él mismo se negaba a admitir que tenía declarando públicamente que lo suyo era lo de ser comentarista televisivo de los Spurs, pero que un socarrón Pat Riley le restregaba por la cara cada vez que tenía que hacer un partido contra Miami:
“¿Qué, Doc, cuando vas a bajar a la trinchera? Sabes que vas a entrenar sí o sí, lánzate de una vez”.
¡Cuánta razón tenía el arquitecto del Showtime! Rivers recordó con cierta nostalgia cómo, sin que nadie lo supiera, durante el último lockout se empleó secretamente como asistente de los Grand Rapids Hoops de la CBA, experiencia que le confirmó, una vez retomada la temporada NBA, que sus tiempos de micrófono desde la barrera habían terminado y debía asaltar los banquillos.
Con el bagaje de tres años viendo jugar a muchos equipos, como le había aconsejado Wayne Embry (primer afroamericano en alcanzar un puesto de general Manager en la NBA) cuando colgó las botas, la temporada 1999/2000 Doc Rivers se convirtió en el head coach de Orlando Magic.
Aquellos orgullosos verdes
Ahora había conseguido ganar, pero estaba exhausto. A toro pasado todos decían que había sido fácil, que con Allen, Pierce y Garnett no podía esperarse otra cosa; era como una amnesia colectiva respecto al hecho de que, a principios de temporada, muy pocos expertos les daban como favoritos, que había serias dudas sobre la efectividad a corto plazo de la conjunción de tres superestrellas en el mismo plantel.
Había ganado, sí, pero también había aprendido que la victoria nunca es fácil, que no se gana por decreto y que (como el mismo Riley experimentaría apenas unos años después) no basta con tener un Big Three: el camino que lleva a la cima es inseguro, y no se recorre sin empeñar un esfuerzo supremo y continuado, tengas las piezas que tengas.
En aquel sillón, mientras contemplaba la danza de las volutas color gris claro que desprendía el homenaje a Red Auerbach, a Rivers se le vino encima todo el cansancio acumulado desde el viaje de pretemporada a Roma hasta aquel 17 de junio de 2008, la fatiga por lo que había costado crear aquella química orgánica que se materializó en el sortilegio del Ubuntu.
A la mañana siguiente, latente aun la resaca de las celebraciones posteriores a aquella conversación entre Glenn Anton y Doc, al calor del desayuno y mientras su esposa parecía haber olvidado que era Campeón del Mundo encargándole que fuese al supermercado, como cualquier otro día, Rivers se dio cuenta de otra cosa: ganar no solo es arduo, sino que tampoco es el destino final.
A pesar de haber terminado con una sequía de veintidós años de los orgullosos verdes, estaba otra vez en la casilla de salida: mientras tomaba su café con la lista de la compra en la mano no pensaba en la victoria, ni en el anillo, ni en la banderola que subiría hasta el techo del Garden. Su única preocupación eran los retoques que tenía que hacer en el equipo para el año siguiente, los jugadores que terminaban contrato, las carencias que había que pulir, las batallas que estaban por llegar.
La victoria había pasado, como si nunca hubiera existido. Sí, ganar es magnífico, pero, como dijo Ginóbili, todo el mundo pierde más que gana y, si bien había sido el deseo de ganar lo que le había empujado del micrófono al banquillo, lo que le iba a mantener en un banco tan estresante y desagradecido no sería ese saco sin fondo, sino el amor por la propia profesión: la gestión y desarrollo de personas, la creación de equipos, la pasión por el juego.
«Ahora me siento entrenador»
El tiempo y la historia, que no le han permitido (todavía) volver a pisar la tierra prometida del título, sin embargo, han confirmado esta intuición del de Chicago. Hoy día Glenn Rivers se siente entrenador, y adora su profesión por encima de todo. Tanto como para agradecer haber perdido su título de presidente de operaciones de baloncesto de Los Angeles Clippers que, erróneamente, pensó que la daría una herramienta de control más cuando, en realidad, lo que hacía era distraerle de lo que realmente le importaba; tanto como para, en vez de sentirse degradado o en el alero, como muchos pensaban, haber aprovechado esa experiencia para aprender que el equipo no son solo los jugadores y el cuerpo técnico, sino que el concepto debe extenderse hacia arriba, hasta las oficinas, siendo preciso que la red de confianza atrape también a la dirección deportiva (cargo para el que ya había fichado a Lawrence Frank, que acabó sustituyéndole en el front office), e incluso a la propiedad. Hasta que toda la franquicia funcione como un solo cuerpo, como un reloj.
No ha sido un camino fácil el de California, y el hecho de tener que tirar a la basura sus tarjetas de visita con el cargo de presidente no ha constituido ni el primero ni el más grave de sus problemas desde que abandonó Causeway Street. Llegado en plena tormenta de Donald Sterling, con una plantilla con unos nombres tales que, junto al propio currículum de su entrenador, echaban gasolina al fuego de la exigencia, tuvo que empezar a fabricar prácticamente desde cero aquel pegamento del que los Clippers carecían, a intentar construir sobre un solar una alternativa en Los Ángeles.
Cometió errores en el camino, como la ingenuidad de creer que la factura de entrenar a su propio hijo estaba exenta de I.V.A., y tuvo que enfrentar la amenaza de un proyecto que se desintegra, del fantasma del famoso cambio de ciclo. Pero siguió trabajando, porque el éxito es el camino.
Por fin, este año, liberado de lo que no es entrenar, Rivers ha podido centrarse en hacer del todo algo más que el sumatorio de las partes, en que la fuerza del grupo consiga que una serie de jugadores sin relumbrón jueguen tan bien al baloncesto que, aunque a mitad de temporada pierdan a su único All Star, lleguen a tener posibilidades de ganar.
Sí, la vieja obsesión sigue ahí, pero ya no como un fin último, sino como un resultado probable del trabajo bien hecho. Como un principio irrenunciable de un entrenador convencido de que las estrellas se verán más atraídas por un talentoso grupo de jugadores de rol que se implican y saben lo que es ganar, que pueden ayudarles a engrandecer su leyenda, que por una franquicia que encarga a su división acorazada que compre el máximo número de billetes de lotería que les compre otra estrella. Ya lo hizo al principio de su carrera, consiguiendo contra pronóstico el título de Entrenador del Año y, casi, casi, la construcción en los Orlando Magic del año 2000 un primer Big Three con Duncan, McGrady y Grant Hill. Y parece estar volviéndolo a hacer.
Aplicando la vieja fórmula Rivers, sintiéndose más entrenador que nunca, ha tallado una asta de lanza de madera joven y jugadores que terminan contrato pero que no piensan en la agencia libre que, rematada por la incisiva punta de acero de Lou Williams, ha llevado a los inefables hasta los playoffs del salvaje Oeste.
Como diría Bugs Bunny: “What’s Up, Doc?”
Suscríbete a nuestras newsletter y no te pierdas ningún artículo, novedad, o menosprecio a Los Ángeles Clippers