Hubo un tiempo en que los Sacramento Kings hicieron honor a su nombre. El equipo californiano de entre finales de los 90 y principios de los 2000 era el rey del espectáculo. Una reimaginación del showtime impulsado por los Lakers de Magic Johnson hacía tres lustros. Comandados por Rick Adelman, no había equipo que ofreciese mayor espectáculo sobre el parquet. Buena parte de culpa la tuvo un base de Belle, Virginia, que ondeaba la bandera del show en cada una de sus acciones. Con el 55 a la espalda, Jason Williams se confirmó en sus primeros años como uno de los jugadores más apetecibles, un verso libre heredero de la cultura del And1 y la Rucker. El mayor de los hijos de la anarquía.
Williams fue un tipo especial. Un piel blanca entre negros que alcanzó el Olimpo de la asistencia. Su conexión con Webber y, quizás en menor medida, con Vlado Divac es de un valor incalculable para unos Kings a los que llegó en sus peores años. Unos apestados a los que hizo vestir con trajes elegantes. Como si de un milagro bíblico se tratase, Jason llevó agua a los sedientos y construyó un oasis en mitad del desierto más letal. A su llegada, los de Sacramento llevaban casi dos décadas sin pisar suelo de playoff. A su marcha, podían alardear de ser semifinalistas de conferencia y forzar hasta la extenuación a las grandes potencias de la época. Nunca llegaron a ganar, eso sí, tal vez porque si lo hubiesen conseguido la historia hubiese perdido mística.
Sin embargo, pese a su brillantez, Jason Williams fue profundamente incomprendido en el mundo del deporte. Billy Donovan fue el único entrenador que consiguió desarrollar su habilidad y no quiso cambiar su forma de ser. Su conexión fue incomparable y se podría decir que el entrenador fue casi la única de las personas del baloncesto en la que Jason Williams confió plenamente. No en vano, cuando, en su etapa universitaria, el coach cambió de equipo, Williams abandonó Marshall para acudir tras sus pasos a Florida, aunque eso le supusiese una temporada en blanco por problemas con el transfer. Hablar de Billy Donovan es hacerlo del escudero por excelencia, de ese compañero del mago que le tiene una fe ciega y la suficiente confianza como para colocarse en la rueda y dejar que el otro lance cuchillos. Una inspiración absoluta que cristalizó en detalles como el que comenta Gonzalo Vázquez en El reverso dedicado al jugador. “Consciente de su insistencia en hacer del balón un apéndice de su cuerpo, casi como vicio, le hizo entrenar horas y horas con un par de guantes de obrero, de estos muy gruesos, para multiplicar exponencialmente la sensibilidad de las manos”. Quizás gracias a esa capacidad de comprender el genio maldito, Billy Donovan ayudó a forjar a ese jugador único que alcanzó un 30 de marzo de 2002, contra los Golden State Warriors, el high-career de las 19 asistencias como cumbre de su juego, gracias al que, irónicamente, también se convirtió en el jugador con peor ratio de pérdidas por pase en la historia de la liga. La belleza suele llevar aparejada un alto coste de oportunidad.
El Bix Beiberdecke del baloncesto
Posiblemente, la mayor seña de identidad de Williams consista en su capacidad para la improvisación. Incluso los operadores de cámara, en ocasiones, perdían de vista la pelota cuando entraba en juego y tenían que reposicionar el encuadre como la persona que, momentáneamente, cree haber perdido a su acompañante entre la multitud. Williams fue un prestidigitador, un manejador de balón inigualable y, por encima de todo, un tipo que antepuso la diversión frente a la efectividad. “Su baloncesto era diferente, sentíamos que o estábamos muy atentos de lo que hacía o no nos enteraríamos de la jugada. Era genial”, decía de él Pau Gasol, con el que compartió vestuario durante su etapa en los Memphis Grizzlies. Ese tipo pequeño, de fisonomía desgarbada, piernas enclenques y media melena angelical, llegó a la NBA de la misma forma en la que el músico Bix Beiderbecke irrumpió en el jazz. Con personalidades similares, además, fuera de su labor profesional. Si el jazzman aterrizó en la Chicago de los años 20, donde los negros empezaban a dominar la escena de los clubes y los escenarios, Jason Williams hizo lo propio en unos 90 en los que la liga estaba claramente gobernada por el físico de los jugadores afroamericanos. Pronto se pudo vislumbrar en Beiderbecke, al igual que en J-Will, esa irreverencia que le hacía situarse como un adelantado a su tiempo, un antihéroe que, a pesar de no haber cuidado nunca su preparación técnica, destacaba por sus habilidades. Contaban aquellos que vivieron junto al músico que gracias a su oído musical conseguía repetir, nota a nota, cualquier canción que acabase de escuchar. Incluso aunque fuese la primera vez que se acercaba a ella. De manera similar, la enorme capacidad para leer el juego de Williams lo hacía capaz de entrelazar pases imposibles y alcanzar lugares en los que nadie sobre la pista –o fuera de ella– había reparado. Uno siempre encontraba la nota idónea; el otro, al compañero libre y desmarcado que anotaría la canasta.
Cuenta la leyenda que, en un entrenamiento en su segundo año en SacTown, Jason Williams se despojó de la camiseta y descubrió sus recientes tatuajes. El entrenador Rick Adelman se percató del ojo que portaba sobre el pecho, justo en el centro, y le preguntó sobre su significado. “Es porque lo veo todo”, respondió con la altivez que le caracterizó en todos sus años en activo. Y efectivamente, así lo demostraba su juego. Jason Williams era como una especie de playmaker omnipotente: todo lo veía, todo lo ejecutaba, todo lo podía. Su mirada abarcaba tantos recovecos que, a la manera de Michael Laudrup en el fútbol, era capaz de hacer su trabajo mirando hacia otro lado (generalmente, a la grada) con la misma efectividad que aquel que se concentraba durante horas para conseguir una ejecución perfecta. Cosas de los genios.
Fuera de la pista, sin embargo, encontró su peor rival en sí mismo. Y ahí también encontramos otra conexión con el jazzman Bix. Tanto el músico como el baloncestista tuvieron en la noche sus peores aliados: clubes, salidas nocturnas, drogas… Beiberdecke escapaba casi cada noche en busca del alcohol y los clubes donde tocaban los negros del jazz mientras que Williams, lejos de ser un nighthawk, encontraba cobijo en su inseparable marihuana. Ambos sufrieron las consecuencias de sus adicciones de forma severa. El base de Virginia fue multado en múltiples ocasiones por mala conducta y por negarse a someterse a los controles antidrogas de la NBA. Y poco a poco, su magia se fue apagando. Tal vez alargarla en el tiempo hubiese restado impacto al truco. La alegría siempre se aprecia más en dosis moderadas. Somos mortales: no sabemos hacerlo de otra forma.
El chico malo (blanco) de Oakland
Jason Williams creció en una roulotte a las afueras de Oakland. Desde muy joven empezó a interesarse por el baloncesto y a jugar en las canchas callejeras de la ciudad, donde era el único blanco con talento y agallas para medirse al resto. Evidentemente, en un clima social como el de los Estados Unidos de finales de los 80, el pequeño jugador fue objeto de todo el trash talking y moldeó su carácter en una clara posición de inferioridad. Quizás por ese motivo, cuando en su año de rookie la asistente de prensa de los Kings le preguntó si tenía algún mote, el base respondió que no; porque si los tenía, pero no quería recordarlos. Fue entonces cuando nació el sobrenombre más famoso, White Chocolate, como forma de definir su juego: dulce, diferente, especial. Fantasía. Al principio, Williams aceptó el mote con diversión, pero pronto empezó a cansarse de él y llegó incluso a aborrecerlo.
Su adolescencia modeló su carácter independiente, rebelde y problemático. La calle educó a Williams para tratar de reajustarse y revertir su inferioridad. Y quizás esa condición fue la que le llevó a la metamorfosis que tuvo lugar entre su primer y segundo año en Sacramento. En sus vacaciones, Jason se recluyó en una caravana, en mitad del bosque, junto a su novia de entonces. Al volver, todo en él era distinto. Se había rapado la cabeza, eliminando esa media melena que le hacía parecer un chico bien, y había potenciado su imagen de badass con varios tatuajes nuevos. Uno de ellos sería recordado por encima de dragones, leones y otros diagramas. Ocho letras para los ocho nudillos frontales: W H I T – E B O Y. Una reivindicación del color de su piel que fue tomada por muchos como una declaración de supremacismo. Como muestra, la cuestionable técnica de motivación que utilizó Phil Jackson cuando sus Lakers se enfrentaron en las semifinales de la conferencia este a los de Adelman, que posteriormente, al enterarse, criticaría duramente a su compañero y aseguraría que “había traspasado una línea”. El maestro zen colgó cuatro fotografías en el vestuario, enfrentadas de a dos. Por un lado, Edward Norton, caracterizado como un neonazi en American History X,junto a Adolf Hitler. Al otro, enfrentados, en una evidente analogía, los retratos de Jason Williams, rapado, y Rick Adelman y su reconocible mostacho. No hacía falta decir nada, la simple similitud ya era una bomba de relojería en un vestuario en el que Kobe Bryant, Shaquille O’Neal, Derek Fisher, Rick Fox, Ron Harper, Horace Grant o Isaiah Rider eran solo una muestra de la predominancia de la raza negra.
No ayudó mucho a su imagen, ni a disminuir las comparaciones, tampoco, el incidente por el que la NBA sancionó a Williams y por el que la marca Nike cortó una campaña publicitaria que tenía como protagonista al base de los Kings. El suceso tuvo lugar una noche cualquiera en el Oakland Arena. Unos aficionados de origen asiático empezaron a meterse con Jason Williams desde la grada. “Acostúmbrate a comer banquillo, Jason”, le dijo uno de ellos, según su versión. Seguramente, habría algún comentario más que sería omitido por la versión interesada del aficionado Michael Ching, que llegó a escribir una carta a David Stern para pedir medidas contra Jason Williams, que posteriormente se filtraría en el San Francisco Chronicle. Tras varios encontronazos, White Chocolate entró en cólera. Se volvió literalmente loco y comenzó una diatriba envalentonada contra aquellos aficionados asiáticos. “Hijo de puta de ojos rasgados, ¿recuerdas Vietnam? Os mataré a todos como entonces”, gritaba, como poseído, el base de Belle, mientras hacía el gesto de cortar el cuello con su dedo y replicaba el sonido de los fusiles. Evidentemente, la NBA sancionó a Williams con una importante multa. Pero, tal vez, el mayor de los castigos tuvo lugar con la retirada de Nike de la campaña publicitaria que iba a orbitar en torno al 55 y que, curiosamente –se filtraría tiempo después–, iba a jugar con la piel de Williams, convirtiéndolo digitalmente en negro. De nada serviría la disculpa de Jason Williams, la marca no llevaría a cabo ninguna otra colaboración con el playmaker. “La gente me dice todo tipo de cosas, maldiciones, habla de marihuana, de todo. Pueden ser personales conmigo, pero yo no puedo serlo con ellos, supongo. Con suerte, aprenderé la lección una de estas veces”, se quejaba, amargamente, el jugador de Virginia en referencia al incidente del Arena y sus consecuencias.
Los últimos años
En los años posteriores a su paso por Sacramento, Jason Williams fue abandonando el espectáculo del playground para convertirse en un jugador de rol, mucho más clásico y adocenado. Había perdido su chispa. Ya se pudo empezar a ver a su llegada a Memphis, donde todavía dejaba muchos destellos de su magia. Pero sobre todo quedó patente en el año en el que, por fin, consiguió el anillo con los Miami Heat siendo un jugador de rol definido y comprendiendo que, en aquel equipo, tenía, al menos, tres jugadores por encima de él en tanto y cuanto a importancia y uso se refiere: Shaquille O’Neal, Antoine Walker y el líder Dwyane Wade. Precisamente, el eterno capitán de los Heat se refería a su compañero con las siguientes palabras: “Jamás he visto ni jugado con un jugador de su talento. He tenido, por supuesto, grandes compañeros de muchísimo talento, pero con su magia… no sé si recuerdo a alguno más”. Y eso que, en su paso por los Heat, Williams ya era un jugador mucho menos explosivo y más flemático. Para entonces, había mejorado su ratio asistencias/pérdidas –uno de sus lastres durante toda su carrera– gracias al descenso de espectacularidad en su juego y su efectivo reajuste. Pero también es cierto que esta domesticación fue como una puñalada a su júbilo. Jason Williams ya no jugaba con esa irreverencia, las ganas de hacer disfrutar se habían esfumado. Era como si ese ojo que llevaba en el pecho se hubiese cerrado para siempre y su clarividencia hubiese sufrido un golpe mortal. Por el camino, quedan acciones como el pase con el codo que se inventó en su única comparecencia en un fin de semana de All-Star, en el Rookie Challenge del 2000, o la infinidad de asistencias de fantasía que regaló a sus compañeros y al público durante sus años de explosión. Pura creatividad al servicio de una aproximación al deporte como diversión, como una filosofía que obvia la competitividad en favor del espectáculo. Un jugador más propio del playground callejero, de las exhibiciones del And1 o, incluso, por qué no, de los Harlem Globetrotters, y que, sin embargo, deleitó a toda la NBA con un par de años de suculenta magia, alegría en el juego y carácter insurrecto. La forja de un rebelde, la subversión del juego. La imprevisible travesura y la exquisita improvisación. Jazz magnetism.
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