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Análisis

Algo más que un rincón del mapa

Los Utah Jazz llevan más de tres décadas forjándose una personalidad única en el universo NBA. Ajenos al glamour de la liga, han hecho del trabajo y la seriedad una garantía de éxito. Un viaje complicado que arrancó a principio de los ochenta y en el que no han faltado problemas de índole económica, deportiva y cultural.

Getty Images

Como si también quisiera escapar de aquella ciudad en la que nunca pasaba nada, el otoño parecía empeñado en esfumarse a toda prisa de Salt Lake City aquel octubre de 1980. Tampoco le hubiera importado estar en cualquier otro lugar del país a Darrell Griffith, el base novato de los Jazz, y que en las pocas semanas que llevaba allí se había dado cuenta de que todo lo que le habían comentando sobre ese rincón del mundo era cierto.

Lo que más le había llamado la atención a Darrell -eternamente reconocido por su apodo Dr. Dunkenstein– era la absoluta ausencia de negros en Salt Lake City, a excepción por supuesto de sus compañeros de equipo. Esa sensación no estaba nada alejada de la realidad, ya que la población de negros en la ciudad apenas era del 1,5% sobre el total. No es de extrañar que en la competición construida a medida para el afroamericano, la percepción que se tenga de Salt Lake City sea poco menos que una prisión apartada en una esquina del mapa. Ese sentimiento se hacía todavía más fuerte en chiquillos recién salidos de la universidad como Griffith, que buscaban de forma desesperada a hermanos en cualquier lugar. En una ocasión Griffith había salido del motel en el que se hospedaba camino a la gasolinera para comprar un refresco. Cuando llegó allí, se encontró con un panorama inédito en todo el tiempo que llevaba en la ciudad. ¡Un hermano negro!

El hombre repostaba su Cadillac cuando levantó la mirada hacia aquel muchacho que casi corría hacia él. Darrell le ofreció su mano y, sin mediar ni un segundo, le preguntó por su gente en aquella ciudad. La única respuesta que obtuvo fue una media sonrisa cercana a la compasión.

“Solo voy de paso, tío, yo soy de California. Suerte con eso”.

De las treinta franquicias de la NBA, no hay ninguna menos apegada al estilo de vida clásico de una estrella de la mejor liga del mundo, algo que supone un serio problema a la hora de conseguir talento para el equipo que no sea a través del Draft.

“Cuando llegué no sabía nada de Utah, sobre qué había ahí fuera, qué hacer, su cultura o su gente”. Las palabras de Derrick Favors, que llegó a la ciudad en 2011, podrían hacerse extensibles a la gran mayoría de novatos que acaban en un lugar tan diferente del resto del mundo. Otros como Bryon Russell no eran tan diplomáticos. “La primera vez que jugué aquí fue con mi universidad -Long Beach State- y lo único que pensé cuando me iba es que esperaba no volver a jugar nunca más aquí. Lo siguiente que supe de Utah fue que me habían escogido con el número 43 del Draft. Estaba en el cielo y en el infierno a la vez”.

Russell, pese a esas palabras, permaneció durante nueve años en los Jazz. Y es que ese es el reverso positivo de una ciudad que te acaba conquistando de forma lenta pero sin pausa. Suena a tópico, pero sí que parece evidente que cuando te conviertes en un miembro de la comunidad, lo haces para siempre. Quizá sea por el carácter religioso que se revela en cada rincón de la ciudad. O simplemente es algo más sencillo, algo así como “para los pocos que quieren venir, vamos a cuidarlos”, pero la conexión entre los fans de los Jazz y su equipo está más cercana a una concepción europea que a una norteamericana.

“Los aficionados son fenomenales”, aseguraba George Hill. “Desde el primer día me trataron como si estuviera aquí diez años, cuando solo estaba un par de meses. Son toda una bendición”.

Dudas eternas

Desde que los Jazz se mudaron de la húmeda Luisiana al frío estado de Utah, casi siempre han podido contar con un equipo competitivo en la pista. Un camino tan regular -casi comparable, aunque a menor escala de éxitos, con los eternos Spurs de Popovich – que no ha estado exento de graves problemas que incluso han llegado a poner en duda la continuidad del equipo en la ciudad.

A mediados de los ochenta el futuro parecía muy oscuro para la franquicia en Salt Lake City. La crisis había comenzado con la elección de Dominique Wilkins con el número tres del Draft del 82 por los Jazz. Pronto se supo que el jugador se negaba a cambiar su querida Georgia por el estado mormón, lo que desencadenó una severa polémica que incluso llegó a tomar tintes racistas. Con el jugador plantado y amenazando con jugar en Europa, los Jazz acabaron claudicando enviándole a los Hawks a cambio de John Drew y Freeman Williams, en lo que se puede definir muy tranquilamente como un atraco a mano armada.

El efecto moral de aquella operación fue devastador, y unido a los problemas económicos que arrastraba la franquicia desde su anterior etapa en New Orleans, dejaban la mudanza casi como cuestión de tiempo. Minneapolis era el destino que todo el mundo daba por hecho, aunque finalmente Larry Miller, un empresario local y dueño del equipo de béisbol de la ciudad, los Salt Lake Bees, puso los casi ocho millones de dólares necesarios para hacerse con el control de la franquicia y olvidar la idea del traslado a Minnesota, que acabaría creando su equipo pocos años después.

Esa operación marcó el renacer de los Jazz, que comenzaron a poner los pilares de la parte más conocida de su historia. En el Draft del 84 se hicieron con John Stockton, un tipo con pinta de oficinista que parecía nacido para jugar allí. Un año más tarde llegaba Karl Malone para formar con el base uno de los dúos más eternos de la historia de la liga. Mark Eaton, el citado Darrell Griffith, Kelly Tripucka… De repente los Jazz se habían convertido, por primera vez en su historia, en un equipo altamente competitivo, sobre todo bajo los focos del viejo Salt Palace.

El espaldarazo final al proyecto sucedería en 1988. Frank Layden, el hombre que había estado durante diecisiete años al mando del banquillo de los Jazz, anunciaba su retirada. El sucesor se encontraba justo al lado, y respondía al nombre de Jerry Sloan. Sloan había hecho una carrera muy respetable como jugador durante diez años en los Bulls. Allí se había ganado la fama de jugador sucio y cuatro nominaciones en el quinteto defensivo del año. Nadie podía pensar que iba a marcar una época al nivel de Layden, ni siquiera acercarse a los logros de su predecesor.

Sloan hizo suyo el rumbo de los Utah Jazz durante nada menos que 23 años.

La época dorada

En 1991 los Jazz saludaban a la década inaugurando su nuevo pabellón, el Delta Center, un centro ultramoderno que costó casi cien millones de dólares y que resultó la obra cumbre de Larry Miller. Ese nuevo hogar hizo escalar al equipo en la aristocracia de la liga, y los Jazz se convirtieron durante los noventa en un equipo, ahora sí, listo para competir por el anillo.

Sloan dotó a su equipo del talante defensivo de su época como jugador, mientras que en ataque Stockton y Malone batían registros de puntos y asistencias en base a explotar el bloqueo y continuación una y otra vez, dejando sin respuesta defensiva a todas las pizarras de la liga. El techo de aquel equipo resultó ser Michael Jordan durante dos Finales consecutivas -1997 y 1998-, de las que se ha escrito tanta literatura que no necesitamos rescatar ni una palabra más aquí.

Con la llegada del nuevo siglo, los Jazz se vieron envejecidos de repente, y con Stockton retirado y Malone rumbo a California, se bajaron de la nube. Sloan duró unos pocos años más, concretamente hasta que Deron Williams se cruzó en su camino y tuvo que decir basta. El base se había convertido en la nueva estrella de los Jazz, y junto con Carlos Boozer -una anomalía histórica en los Jazz al ser uno de los pocos agentes libres de postín que consiguieron contratar- formaba de nuevo una pareja de éxito en Salt Lake City. Sin embargo, Williams no era Stockton, y su carácter acabó chocando con el autoritarismo de Sloan. Por una vez, los Jazz traicionaron sus principios, y no se posicionaron claramente del lado de Sloan. El viejo se sintió traicionado y puso fin a su carrera de forma repentina. Los Jazz, sin saberlo habían firmado su sentencia con esa decisión. Poco tiempo después el base partía rumbo a los Nets, dejando un auténtico solar a su paso.

Un lustro tardaría la franquicia en recuperarse de aquel mazazo. Cinco años sin Playoffs, con el peor balance de su historia moderna – 22-60 en la temporada 2013-14- y la sensación de que llegaba el momento de darle un repaso al libro de estilo. Apuesta decidida por las nuevas tecnologías, la estadística avanzada y un grupo de jóvenes de un perfil muy definido. Unos pasos prometedores que tuvieron la guinda perfecta en la contratación de un adicto al trabajo como Quin Snyder, para muchos el Jerry Sloan del nuevo siglo, el hombre perfecto para guiar a la franquicia que ha llegado a los Playoffs en veinticinco de las últimas treinta y un oportunidades, y que solo en seis de ellas se ha quedado en primera ronda, datos que son el mayor éxito de una organización abocada al anonimato y que resiste, una y otra vez, como un verso suelto y extraño en el estrellado cielo de la NBA.

Este artículo es parte de nuestro especial sobre Utah Jazz publicado en Skyhook #12, que puedes adquirir en nuestra tienda

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