Tras más de diez meses alejado de las canchas por su enésima lesión de rodilla, Kemba Walker disfrutó, por fin, de un debut agridulce con la camiseta de los Dallas Mavericks. Sucedió el pasado 11 de diciembre, en la pista de los Chicago Bulls. Personalmente las cosas no le fueron mal, dadas las circunstancias: 8 puntos y 5 asistencias fueron sus números en los casi 20 minutos que permaneció sobre el terreno de juego. Colectivamente, sin embargo, su equipo sufrió un duro correctivo, siendo claramente superados desde el inicio del encuentro. Kemba partió desde el banquillo. Cuando quedaban algo más de cinco minutos para concluir el primer cuarto, Jason Kidd le dio la orden de despojarse del chándal. Había visualizado aquel momento muchas veces, aunque en determinadas ocasiones parecía ser una quimera imposible. En su primera acción penetró a canasta, una acción que tantas veces había realizado en el pasado. Chocó con su defensor, saltó con confianza para lanzar un tiro de media distancia… y recibió un soberano tapón. No, este no era el debut deseado. Y en ese momento una certeza invadió su mente: esto no iba a ser sencillo. Porque hoy ya no es aquel jugador mágico que deslumbró en el March Madness de 2011. Un torneo que se mantiene de forma perenne en el recuerdo de los aficionados y seguidores del baloncesto universitario, para quienes Kemba Walker es y será por siempre el héroe de aquel marzo de 2011.
La leyenda del gran Kemba Walker universitario empezó a forjarse incluso antes de su llegada a la universidad de Connecticut en 2008. Siendo todavía jugador de instituto atrajo las miradas de media nación cuando, en un partido disputado en el Madison Square Garden frente al equipo de quien, en aquel momento, era el gran talento de su generación, Derrick Rose, logró completar un encuentro más que notable, eclipsando por momentos al gran protagonista del choque. Sin embargo, su consagración llegó en el McDonald’s All American, evento que reúne año tras año a los mejores jugadores de instituto. Kemba terminó el partido con unos números más que aceptables (13 puntos, 6 rebotes y 3 asistencias) pero, sobre todo, con un descomunal “poster” en la cara de Jrue Holiday. En UConn se frotaban las manos ante lo que tenían delante. Habían reclutado un auténtico diamante en bruto, un talento especial que si lograban pulir y extraer todo su potencial les podría permitir aspirar a las cotas más altas del baloncesto universitario. Y así fue…
Jim Calhoun, mítico entrenador de los Huskies, no se salió ni un milímetro de su habitual libreto propio de un técnico de la escuela clásica. Los jugadores jóvenes debían tener paciencia y aceptar un rol secundario en el equipo hasta que, temporada tras temporada, fueran perfeccionando su técnica y ganándose mayores privilegios dentro del grupo. Kemba Walker, en ese sentido, no fue una excepción. Desde el primer momento quedó claro que no iba a ser un “one and done”, como lo fueron otros compañeros de su quinta (por ejemplo, Demar DeRozan o el anteriormente nombrado Jrue Holiday). A las órdenes de Calhoun. Kemba iba a completar prácticamente todo su ciclo universitario, mostrando una clara mejoría año tras año. En cualquier caso, su impacto en el programa fue inmediato. Ya en su primera temporada como Huskie, la 2008 – 2009, disputó una media de 25 minutos por encuentro, promediando 8’9 puntos, 3’5 rebotes y 2’9 asistencias. Pero más allá de los fríos números, ese curso nos dejó el primer momento célebre de Kemba Walker como jugador de baloncesto universitario. En el mejor escenario imaginable, nada menos que en el March Madness, cuando cada partido se juega a vida o muerte; cuando una victoria te acerca un poco más a la gloria pero una derrota supone el final de la temporada. En la final regional, jugándose el pase a la Final Four frente a la Missouri de DeMarre Carroll, Kemba Walker se destapó con un recital de canastas de todo tipo hasta alcanzar la cifra de 23 puntos anotados. El base se mostró absolutamente imparable, con una velocidad endiablada, un manejo del balón portentoso, una confianza en sus habilidades ilimitada y todo un despliegue de recursos, tanto técnicos como físicos, que le llevaron a situar a su equipo, a UConn, entre los cuatro mejores del país. De nuevo, los responsables de la sección de baloncesto de la universidad se relamían pensando en el brillante futuro que tenían ante sí.
Habría que esperar un poco más para saborear las mieles del triunfo. Si bien a nivel individual la temporada “sophomore” de Kemba Walker resultó tal y como se esperaba, a nivel colectivo el equipo no logró mejorar, ni siquiera igualar, los éxitos de la anterior. Sí que sirvió, sin embargo, para que Kemba se consolidase como el mejor jugador del equipo, con unos números ya de auténtica estrella universitaria: 14’6 puntos, 4’3 rebotes y 5’1 asistencias por partido, permaneciendo en cancha cerca de 35 minutos por encuentro. Además, tuvo periodos de auténtica locura, anotando más de 30 puntos durante cinco encuentros consecutivos, lo que le llevó a ser el máximo anotador del país.
Llegamos así a la temporada 2010-2011, la que encumbraría a Kemba Walker al Olimpo de los mejores jugadores universitarios de todos los tiempos. Su primer momento mágico llegó en los cuartos de final del campeonato de conferencia de la Big East. De nuevo en un Madison Square Garden que parecía motivar especialmente a Kemba, el base nos dejó uno de esos momentos virales al anotar frente a Pittsburgh una canasta ganadora sobre la bocina, un prodigioso tiro en step back que permitió a los Huskies avanzar en el torneo, hasta proclamarse campeones del mismo. Ya no era solamente Walker. Todo el conjunto funcionaba como un engranaje, dejando en la cuneta a rivales tan poderosos como Syracuse y Louisville y mostrándose como una perfecta máquina de jugar a baloncesto. El título de la Big East era suyo. Pero una personalidad ganadora como la de Kemba no iba a conformarse con eso. Porque las leyendas se construyen sobre grandes gestas, y la proeza que el destino le aguardaba tenía nombre propio: March Madness.
Aquel campeonato fue, simplemente, memorable. Todo empezó con una cómoda victoria frente a Bucknell que ni siquiera requirió la presencia de un gran Kemba Walker. Sí lució mucho más en la siguiente ronda, donde sus 33 puntos resultaron fundamentales para que UConn derrotara a Cincinatti. En Sweet Sixteen repitió una actuación estelar frente a una San Diego State que contaba entre sus filas con Kawhi Leonard: 36 puntos, 3 rebotes, 3 asistencias y 2 robos. La siempre potente Arizona fue su siguiente víctima. En aquel encuentro, que se decidió por un margen de apenas dos puntos de diferencia, Walker anotó 20 puntos, capturó 4 rebotes y repartió 7 asistencias, certificando su participación, de nuevo, en una Final Four. Repetían presencia dos años después. No obstante, algo había cambiado. El optimismo era mayor. Las posibilidades de conseguir el gran premio eran reales y todo ello se debía a la presencia en el equipo de un Kemba Walker mucho más maduro, más formado y preparado para afrontar cualquier reto que se le pusiera por delante.
El primer desafío que tuvieron que afrontar aquellos Huskies era mayúsculo. Nada menos que Kentucky, un equipo mucho más acostumbrado a lidiar con aquel tipo de situaciones. Las defensas se impusieron a los ataques y UConn venció por un solo punto de diferencia, alcanzando así la final, en la que les esperaba la Cenicienta de aquel año: Butler, un conjunto dirigido por Brad Stevens que a punto estuvo de protagonizar una de las historias más asombrosas de esta competición. Si no lo lograron fue, precisamente, porque se enfrentaron a Kemba Walker y una universidad de Connecticut hambrientos de gloria. En un duro encuentro, que algunos medios han calificado como la final más fea de la historia, los Huskies se impusieron por doce puntos en un marcador que reflejaba unos guarismos ínfimos: 53 – 41. Kemba fue el máximo anotador del encuentro, con 16 puntos, a los que sumó 9 rebotes. En un partido tan oscuro fue el único jugador que brilló, aunque sin el destello cegador de ocasiones anteriores. No importaba. El lucimiento personal debía relegarse a un segundo plano en aras de un objetivo mayor. Y se consiguió.
Hoy, más de diez años después, lo que queda de aquella joven promesa es, sobre todo, el recuerdo. La memoria de una carrera universitaria espectacular y una irrupción estelar en la NBA con los Charlotte Hornets, el equipo que le seleccionó en el draft con el pick número 9. Por supuesto que todavía queda el talento y la calidad individual, pero sus maltrechas rodillas y la propia evolución de la competición, en la que no se busca tanto el tipo de bases bajitos que todavía encarna Kemba Walker, le han relegado a una posición mucho más discreta de la que se esperaba cuando cortó las redes del Reliant Stadium de Houston aquel ya lejano 4 de abril de 2011.
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